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16 de mayo de 2012

Serás libre si te dejan





Cuando la gente vota, deposita su confianza en unas siglas o unas personas determinadas. Nadie es infalible, desde luego, y muchas veces los votantes acuden a las urnas guiados por las vísceras, la emoción o el más puro romanticismo. De los pocos actos realmente libres que nos quedan, está el del elegir una u otra papeleta, optar por la abstención e, incluso, anular una candidatura con tinta indeleble, si nos da la gana. Y esto es así porque creemos en la democracia, esa forma de organización social que, cuando no se tiene, se anhela y reivindica, hasta el punto de que han sido, son y serán muchísimas las personas que den su vida por implantarla o restaurarla.  
Como tengo memoria, recuerdo las primeras elecciones en España, tras la dictadura franquista. Yo no voté en ellas, porque era menor de edad, pero eso no me impidió asistir con los ojos como platos a cuanto estaba aconteciendo en mi país. Me acuerdo de la profusión de partidos y coaliciones, el escaso complejo de mis compatriotas a la hora de decantarse por unas siglas. Fuera una agrupación pacifista, cualquiera de los pecés que entonces existían, los socialistas de Tierno o el viejo búnker, casi todos votaron con la conciencia de estar haciendo lo que les pedía el alma. Lo del bipartidismo y el llamado voto útil quedaba muy lejos, a un avión de Londres, París o Washington y poco más. 
Con el transcurso del tiempo, la sociedad se ha hecho adulta y, a fuerza de creer que solo hay una o, a lo sumo, dos formas de hacer las cosas, ha perdido la imaginación y las ganas de asomarse más allá de las teletiendas. Paralelamente a esto, los políticos han capitulado frente a los mercaderes, que también es una forma de no responsabilizarse por nada. Los Estados han claudicado ante organizaciones de pomposo nombre y muy dudosa legitimidad, pues, que yo sepa, los ciudadanos no han elegido a los miembros que las integran. 
Todo esto ha desembocado en que los guardianes de esas “esencias democráticas” se pongan muy nerviosos cuando la gente reivindica y muestra su indignación fuera de los cauces reconocidos. Tampoco les gusta que votemos lo que queramos y, de esta forma, salirse del redil  se interpreta como declaración formal de guerra, hasta el punto de amenazar con todas las plagas de esta biblia moderna que es la eurozona. 
Por eso yo pido que empecemos a llamar a las cosas por su nombre. Esto dejó de ser democracia hace mucho tiempo, pues el pueblo carece de poder. Cuando lo único soberano que ya existe es esa deuda que nos atenaza, propongo modificar el artículo 1 de la Constitución española, suprimiendo el apartado segundo, pues la soberanía nacional ya no reside en nosotros. 
A nivel internacional, tampoco estaría mal abrir una consulta para cambiar  la denominación de la forma de Estado. Yo propongo trelocracia, ¿y usted?
  
NOTA: Del griego τρελό: loco.