Visitas

4 de febrero de 2014

Aparatos






Me divierte y a la par inquieta observar cómo han cambiado nuestros hábitos en muy poco tiempo. Debo decir, para quienes no me conocen, que para mí cualquier tiempo pasado no fue mejor y pienso que, para ser felices, lo sensato es acomodarnos a las circunstancias del momento y no viceversa. Sin embargo, esta actitud que mantengo desde que sepulté la adolescencia no me impide ver el uso que hacemos de las nuevas tecnologías y lo que estas inciden, cual hijo caprichoso, en nuestra vida cotidiana.

Hace unos días me olvidé el teléfono en casa y opté por no volver sobre mis pasos a recogerlo, cuando me percaté del despiste. No pasó nada, en el sentido de que, tras las cinco o seis horas que tardé en regresar, me encontré un mensaje publicitario y dos WhatsApp que me deseaban lo mejor en unos momentos delicados, así como el volumen habitual de correos electrónicos, que atendí desde el ordenador, como casi siempre. Es decir, la Tierra continuó su rotación, el tráfico no disminuyó y el invierno siguió siendo gélido.

Pensé que, no hace tanto, las personas nos comunicábamos de otra forma, pues no existían los celulares, móviles o como quieran ustedes llamar a esos aparatos. Cualquier llamada o carta contenía un nivel elevado de información, porque no existía un trasiego tan continuo como ahora, en que tantas veces se reduce todo a un “hola” o un icono.  Sabíamos a qué hora localizar a alguien y esperábamos hasta entonces. Lo urgente lo era sin paliativos y, además, resultaba extraordinario. Esto nos permitía dosificar el tiempo, ser conscientes de cada minuto, organizarnos y planificar la vida.

Salvo excepciones, pasamos buena parte de nuestro tiempo enredando con aparatos “inteligentes”, ideados para hacernos la vida más cómoda, pero que nos aíslan y entorpecen muchas veces el trabajo, el ocio y hasta la paz que supone quedarse a solas con uno mismo. A pesar de que la nostalgia no casa con mi carácter, echo de menos aquel tiempo en que podía decidir no abrir el correo profesional durante agosto, no atender llamadas después de las nueve de la noche o simplemente irme a tomar algo sin estar mirando el móvil cada equis minutos. Dirán ustedes que nada me impide hacerlo y tienen razón; de hecho, en una cena o comida soy de los pocos comensales que mantiene el teléfono en el bolso y nunca lo pone encima de la mesa. A mí me cuesta poco desconectarme, lo que no impide que también haya sucumbido a ese becerrillo dorado y que, al salir del cine o bajar de un avión, lo primero que haga sea conectar el dichoso móvil.

Conozco personas que nunca lo apagan, manteniendo esa especie de cordón umbilical con la posible llamada, la última noticia, la próxima partida de cualquier juego o cualquier monería adquirida en la tienda de aplicaciones. También existe quien se ha asombrado de que mis contactos no puedan ver cuándo estoy o no conectada al WhatsApp y alguien me pidió razón no hace mucho de por qué selecciono el público al que dirijo lo que subo a Facebook. En fin, sería como si invitar a alguien a cenar a mi casa ya lo legitimara para quedarse a dormir y mirar en mis cajones.

Es positivo que la sociedad avance, cambie y se transforme, pero esta mañana, en el metro, volví a preguntarme qué le empuja a la gente a mirar compulsivamente la pantalla de su teléfono, cuando la vida se mueve a nuestro alrededor y no dentro de él. Pensé incluso que levantar la vista, en estos precisos momentos, puede ser un acto revolucionario.