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17 de julio de 2014

Crónicas rumanas (IV): Pacíficos con paciencia o el color de lo próximo



Se han cumplido cien años del comienzo de la I Guerra Mundial. El otro día se pudo ver por televisión un reportaje de hechura impecable, con imágenes de la época tomadas tanto en las trincheras como en los pueblos y ciudades. Me asombró que algunas eran en color, una tonalidad a caballo entre el sepia, el gris y el azul verdoso, salpicada de amarillos como el ámbar y blancos refulgentes. Un cromatismo quizá incipiente y alejado con mucho de cuanto vino después en esto de filmar y revelar, pero color al fin y al cabo.


Hasta entonces, en mi imaginario aquella guerra se había asomado siempre en blanco y negro, lo que le daba un sesgo lejano y forastero, casi exótico, lo que, unido a que las figuras aparecían normalmente moviéndose de manera acelerada, hacía de esa contienda un acontecimiento casi ficticio. Sin embargo, al contemplar ahora pajizas colinas y rosáceas niñas, me inundó la sensación de lo real y lo verídico, como si el ser humano, al dotarse de conos y bastones en los ojos, lo hubiera hecho para no perder la pista de las cosas más próximas y más señaladas.

De la misma forma que, si pensamos en un pariente próximo, un lugar o un acontecimiento, lo hacemos en colores, la vida monocromática es la que permanece congelada en el país de lo remoto y fósil. Por eso, al contemplar aquel documental me di de bruces con las emociones de los soldados y de la población civil. No se trataba ya de una historia de armas, escaramuzas, avances y retaguardias. Ese no era el conflicto de bailarinas pobres que amenizan a militares que portan en el bolsillo una petaca con aguardiente.  La I Guerra Mundial ya no tiene para mí el rostro de Kirk Douglas, sino de los bigotudos que esa noche vi escribiendo cartas a sus madres aguantando el tipo, simulando la euforia por defender su patria, dotando de normalidad a lo que es por naturaleza estrambótico y raro, ocultando el miedo de ser pasto del recíproco miedo de sus adversarios.

Con el color que afloraba por la pantalla me dio por pensar en la cantidad de guerras que, solo desde 1914, se han venido sucediendo a nuestro alrededor, como si el mundo se regocijara ante su propia mutilación, como si prefiriera consagrarse al desvarío en lugar de sentar las bases de la armonía y el concierto. Imaginé un mundo sin pacifistas y solo se me ocurrieron dos posibilidades para que ocurriera eso: porque su voz ya no hiciera falta, al haberse acabo todos los conflictos armados, o porque hubieran perdido la paciencia y declararan la guerra a los belicosos. Si alguna de estas dos alternativas se le muestran a usted en colores mientras lee este párrafo o reflexiona más tarde, será porque el desenlace ya anda cerca.

NOTA: La fotografía fue tomada en Sibiu; gente comprometida con la paz la hay en todas partes.