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5 de diciembre de 2015

Arquetipos vitales (III): El emperador baila solo



En los últimos tres meses, había transitado por cinco aeropuertos y siete estaciones ferroviarias. Hoy le tocaba Almería; a las cuatro de la tarde comenzaría a explicar a un alumnado incierto las claves del relevo generacional en las empresas familiares. Eran las diez y cuarto de la mañana y estaba en la sala de embarque. Primer viernes de marzo de 2014, día 7 por más señas.

La azafata de tierra anuncia que los pasajeros preferentes y quienes viajan con niños ya pueden enfilar hacia el mostrador, ordenando que todo el mundo tuviera preparada la tarjeta de embarque y su documento de identificación. Ella cerró el libro que leía, desactivó su teléfono y palpó la cartera de llevaba para comprobar por enésima vez que portaba sus papelotes, el iPad y dos cargadores. Siempre le gustó volar, mirar las nubes a través de la ventanilla, imaginar que los titanes empujan la aeronave y que el sol cobija bajo sus rayos ese cascarón de metal y fibra que surca las autopistas del cielo. Pensó en los argonautas y en cómo habría sido su viaje de contar con aviones; imaginó un Jasón a los mandos mientras oteaba, a vista de pájaro, campos y caminos en búsqueda del vellocino.

Debió de quedarse adormilada unos minutos cuando la despertó su propio estremecimiento de frío. Ajustándose la chaqueta, echó un vistazo afuera. Cordilleras, valles, rocas y tonalidades grises. Pensó que ya estaban cerca del destino y que aquello debía de ser Sierra Nevada. Notó que la nave ralentizaba la marcha y de repente emergió ante sí la más maravillosa criatura que jamás vio. Era el Mulhacén, con su melena y barbas blancas de nieve, la presencia corpórea más grande de la península, la majestad encarnada en piedra, la sabiduría y astucia de los miles de años que acumulaban sus riscos. Ella sintió que era el soberano de Andalucía, el señor de las cordilleras, el emperador de las nubes, el dueño de los vientos y el amo de los glaciares. La imagen del coloso transmitía poder y serenidad, también clemencia hacia aquella boba que hubiera dado siete semanas de su vida por alargar la mano y tocarle la capa de armiño a ese ser mayestático que le hablaba sin sonidos. Notaba que el pecho se le ensanchaba y que un estado alegre le recorría el cuerpo. Retiró los ojos de esa cumbre y recorrió con la vista los asientos cercanos de la cabina: cada cual a lo suyo, parecía que nadie se había percatado de tanta belleza.

Aquel mismo día, por la noche y tras la cena, paseó por la plaza contigua a su hotel y observó cómo cientos de personas hacían cola y guardaban turno cerca de una iglesia. Era una fila en espiral, ordenada, tranquila, sin bullicio, nervios ni prisas. Preguntó y le aclararon que eran devotos de Jesús de Medinaceli y ella elevó la vista hasta el campanario: faltaban unos minutos para las once, seguramente esas personas pasarían allí bastantes horas más… Otro rey de reyes esculpido y quieto.

Viernes 13 de marzo de 2015. Del techo colgaban unas lámparas regias que conferían a la estancia cierto aire palaciego. Ella esperaba sentada a la mesa, imaginando que aquel comedor en realidad era un salón de baile. Le vinieron imágenes de corsés y boquillas largas, espejos, abanicos, plumas y aromas empolvados… A las tres en punto llegó su cita, vestimenta oscura y corona nívea, mirándola desde arriba, desde la cumbre de un orgullo que no era jactancia, sino esplendor y lucimiento. Permitió que le mirara a los ojos y ella vio en ellos el reflejo del Mulhacén. Pensó que el ayer, cuando regresa, en realidad fue un futuro que ahora busca su acomodo y que, entre esa montaña resplandeciente y el comensal de ahora, existía un hilo conductor que ella y solo ella sería capaz de averiguar.

La conversación entre ambos transcurrió por lugares poco trillados, nada protocolarios. Tuvo la sensación de estar siendo interrogada por un rey condescendiente que ha dejado su atalaya para mezclarse entre la humanidad de sus vasallos. Sintió que sus respuestas provocaban reacciones a las que no estaba acostumbrada y que la empujaban a servirse de la esgrima para sortear envites. Pensó en su admirada Sissi, la de verdad, la del vals negro y no el tecnicolor almibarado de una Schneider pepona e irreal y sintió que el estilete de Luccheni le punzaba el corazón en ese salón de baile donde solo el emperador danzaba.

Terminada la comida, transitó sola por todo tipo de calles. Llegó a una donde decenas de feligreses aguardaban a entrar, ávidos de rozar con sus labios el pie quieto del Jesús de Medinaceli que reina en sus almas. Y mientras bajaba hacia el Paseo del Prado preguntándose acerca de tanta coincidencia, notó el calor de un hilo de sangre encharcándole la blusa. Supo entonces que renacía en los brazos de un Mulhacén que la invitaba a subirse al tiovivo de su audacia.



NOTA sobre la fotografía: Tomada en Vannes (Bretaña), 10-8-15


15 de noviembre de 2015

Arquetipos vitales (II): Uno y uno es uno o la cinta de Moebius



Aquel día se levantó resacosa. Llevaba años sin probar el alcohol, pero recordaba esa sensación de vacío y alucinación que la mantenía flotando en la nada. Era consciente de que el sueño debió de vencerla ya de madrugada, cuando las constelaciones empiezan a ocultarse a la mirada de los insomnes. Sabía que las decisiones no deben tomarse cuando nos embarga la tristeza o el enfado, mas era preciso actuar, ser protagonista de su propia historia y encarar los vientos del destino con velas renovadas.

Cogió papel y lápiz y apuntó "Me he pasado la vida amando a los demás y descuidándome". No acababa de releerla cuando la tachó y cambió la frase por esta otra "Nací para amar por encima de mis posibilidades". Y siguió apuntando con la letra menuda de siempre "pues quizá nunca estuve preparada para el desamor. No se trata solo de la educación recibida, sino tal vez sea un rasgo de carácter. He aprendido que no sé amar porque me duele abandonar más que ser abandonada". Y llegando a este punto, las lágrimas brotaron de unos ojos cansados, enrojecidos y dilatados para poder ver lo que no es perceptible a través de ellos. Entonces, vino a darse de bruces con la imagen de un ilusionista de circo, uno de tantos de los que acapararon su atención infantil en tardes de colores y risas, de los que sacaban pañuelos de un cigarro y conejos de una chistera aparentemente vacía. De los que, a pesar de utilizar trucos y artimañas, siempre la fascinaron porque la transportaban al mundo paralelo de la magia. Se acordó también de un juego con naipes que su padre le enseñó y de lo que su progenitor hacía con la gente sentada en una silla.

Sumida en estos pensamientos, cogió una baraja y, removiéndola varias veces, escogió a ciegas una carta: el as de espadas, atributo del rey Arturo, protegido de Merlín. Ojalá ella tuviera a su lado un druida así que la guiara sabiamente, advirtiéndola de los peligros, capaz de transformar el éter en materia y viceversa. Pero la realidad es obstinada y las cosas no aparecen cuando se las llama... ¿o sí? Abandonó sus pensamientos, fue hacia el baño para asearse y, secándose, adivinó que las cosas grandes y extraordinarias llegan tras momentos de lucha y zozobra.

Encendió la radio y oyó, entre las noticias que iba escuchando, que alguien le decía con voz amistosa y segura "no corras por quien no es capaz de andar a tu lado". Esta frase la leyó en alguna red social meses atrás y enseguida pensó que se trataba de una alucinación auditiva.

Se preparó el desayuno y, al untar mantequilla en el pan, apareció sobre la mesa una fotografía suya de cuando nació, en brazos de una abuela que, con la mejor de las sonrisas y la mirada más cariñosa, sin palabras le repetía una y otra vez "haz bien y no mires a quién". ¿Cómo llegó hasta allí la foto? ¿Sería verdad que, en ese instante congelado que revelaba la imagen, su yaya le transmitió tamaño mensaje? Lejos de asustarse por lo que estaba pasando, se dio cuenta de que Merlín estaba con ella y le mostraba la verdadera realidad de su existencia, que no era otra que encontrar el equilibrio entre lo que le gustaría hacer y lo que debe hacer. Pero hasta que el fiel de su balanza encontrara el punto muerto, tanto debate interno la consumía.

Salió a la calle y se fue caminando cuesta arriba, dejando tras sí varias paradas de autobús. Llevaba la mente en blanco, aunque no estaba ausente, sino conectada con todo. Era capaz de distinguir el humor de cada conductor por el ruido que hacía su vehículo al frenar o arrancar; percibió que los pájaros se contestaban unos a otros y que el sol le traía noticias de Ítaca.

Al torcer una esquina vio un teatrillo antiguo, con una marioneta en medio que le hizo un guiño. ¡Era Merlín! Vestido de blanco, le recordó que en algún universo paralelo ella no había nacido aún, que en otro ya había solucionado lo que ahora tanto le preocupaba y que, probablemente, era polvo de estrellas o rama de olivo en cualquier punto de la línea que trazan espacio y tiempo. También le trajo el aroma a rosas de su abuela y comprendió en ese instante que debía seguir el consejo que ella le dio. Tenía que perdonar y perdonarse, mirar de frente al miedo para que este se disipara, dejar a un lado todas las ideas que cercenaban su autoestima, pensar que ella y sus paralelas identidades componían sin embargo una unidad. Eran el uno, lugar donde todo nace, esencia que todo abarca, pensamiento y acción, causa y efecto de todas las cosas, lazo moebius que envuelve universos lejanos. Y volvió a estar más tranquila, como cuando de pequeña, en el circo, los prestidigitadores ejecutaban su número sin que el truco de adivinara. Pura magia.

NOTA sobre la fotografía: Tomada en la calle Segovia (Madrid), 15-11-15


9 de noviembre de 2015

Arquetipos vitales (I): El sinnúmero





Cerré os ojos y me vi atravesando una urbanización. Amplias avenidas parecidas al lugar donde viví durante muchos años. Los árboles de las aceras se inclinaban saludándome y mi perro caminaba al lado, cuidando de que no me extraviara. Ante mí se abría un camino ignoto y, aunque desconocía el tiempo que me llevaría concluirlo, tenía la impresión de que disponía de eras estelares completas… Nada me importaba más que caminar y caminar, hacer camino a medida que avanzaba paso tras paso, sin mirar atrás. Hatillo al hombro, iba tirando todo aquello que me pesaba y los cascabeles que adornaban mi cuello sonaban alegremente, fundiéndose su sonido con el de la brisa matutina.

No era consciente de abandonar nada, sino de seguir mi instinto. Carpe diem resonaba en mi corazón y le ordenaba al cerebro que se adecuara a esa orden, abandonando el canon cartesiano que siempre, en el fondo, me ha sido tan hostil. Zas, zas, zas, un pie adelante y luego el otro, confiando en el aire y en mi instinto, percibiendo con asombro pueril las tonalidades de la luz solar, los juegos de mi sombra en el asfalto, los ruiditos guturales de mi hermano canino…

En un salto cuántico llegué a Monte Sant’Angelo, concretamente al lugar donde habitan varios ermitaños. En este sitio se concitan personas de todas las creencias y así lo atestiguan los símbolos que jalonan muros y esquinas. Lo considero un punto energético a caballo entre el monte y el mar, crisol de incienso y aromas salados del Adriático, donde es posible sentir la intención pacífica de vocablos pronunciados en recónditos idiomas y dialectos. Sentí que estaba llegando a mi casa, no en sentido material, sino como una morada interna que me fortalecía a través de la inocencia y la sencillez. Noté de pronto que mi niña interior se hacía carne bailando danzas primitivas, nacidas de las entrañas de la tierra. Salió un eremita y, al verme, dejó que mis brazos y piernas danzaran girando como un derviche frente a la playa de Manfredonia.

¿Era un loco o un sabio quien me abducía? Hay que estar muy cuerdo para saber que todo llega a tiempo, unas veces a pie y otras en Vespa, y que nada nos perjudica más que nuestros propios pensamientos cuando estos se oxidan y corrompen.

Tras este viaje, continué con los ojos y los oídos abiertos, con el olfato agudo de mi hermano perro, con el tacto sensible de unos labios enamorados, con el gusto afinado de quien se deleita con aquello que no puede comer. Y érase que se era y que fue una semana en la que me encontré con dos locos más provenientes de la región de Puglia, allí donde se emplaza Monte Sant’Angelo, uno en la calle del Prado y otra en el patio de una red social. Como sé que no hay casualidad sino sincronicidad, el hatillo que vacié mientras emprendía mi viaje está ahora lleno de todo, porque el arcano sin número no cuenta ni pesa ni mide.



NOTA sobre la fotografía: Vietri Sul Mare, 20-8-2015

16 de septiembre de 2015

Dudas atemporales



¿En qué sistema vivimos?
¿Hay subsistemas dentro del sistema?
¿Por qué a un libertario se le considera antisistema y a un corrupto no?
¿Para qué se crearon los Estados?
¿Necesitamos permiso para ser libres?
¿Por qué los gobernantes y mandatarios nos consideran a todos potencialmente perversos?
¿Un empresario puede ser antisistema?
¿Todos los pobres están fuera del sistema?
¿Dónde está el peligro del sistema y de quedarse fuera de él?
¿Por qué pretenden acabar con el sistema introduciéndose en sus instituciones y quedándose en ellas?
¿Los sistemas caducan?
¿Por qué algunos me tratan tan autoritariamente, siendo antisistema?
¿Por qué los ácratas nunca han sido valorados?
¿Por qué nada cambia?
¿Por qué los antisistema abrazan el gatopardismo cuando gobiernan?
¿Por qué seguimos en un sistema decimonónico?
¿Por qué es más democrático votar que no hacerlo?
¿Por qué se me considera inmersa en el sistema si jamás cobré una beca, subvención, pensión o ayuda pública, ni alcancé cargo alguno?
¿Por qué nadie reconoce que es de derechas?
¿Qué es el centro en política?
¿Por qué la izquierda se tiñe de rosa palo?
¿Por qué cambian las sociedades y los problemas siguen siendo los mismos?
¿El sistema da la oportunidad de ser antisistema?
¿El cristianismo se fundó en teorías antisistema?
¿Por qué todos intentan manipular?
¿Son necesarias tantas leyes?
¿Por qué se niega lo obvio?

No se asusten, no fumo ni bebo ni tomo psicotrópicos. Estoy cuerda y, como tal, dudo de casi todo.


NOTA sobre la fotografía: Salerno, 20-8-2015

30 de agosto de 2015

Juego limpio



Nos hemos infantilizado tanto que caminamos por la vida creyendo que nada de cuanto hagamos, digamos o callemos va a tener repercusión en quienes nos rodean. Nos asiste una suerte de estado de gracia, que nos hemos otorgado a nosotros mismos, según el cual la culpa es siempre de los demás. Refranes como “no hay palabra mal dicha, sino mal interpretada”, abonarían esta idea de irresponsabilidad absoluta y no digamos novísimas teorías como la de asumir que son las expectativas que cada cual pone en las cosas las que desembocan en la decepción, ofensa o humillación. En este sentido, yo podría emplear continuamente el sarcasmo con alguien y, si se le sienta mal, que se aguante porque soy así y seguramente es ese alguien quien tiene el problema de no aceptarme tal cual. Estén ustedes tranquilos, porque todavía no he perdido el norte y acostumbro a comportarme con las personas como a mí me gustaría que me trataran.
Estoy de acuerdo con que nuestros pensamientos conforman un universo que muchas veces no coincide con la realidad de quienes nos rodean, pero esto no puede servirnos de pauta para establecer y mantener relaciones personales del tipo que sea, incluido el amoroso. Hay reacciones capaces de echar por tierra las experiencias mejores y más positivas, ensombreciendo el ánimo de una persona.
Somos causantes de muchas tristezas a fuerza de empeñarnos en cumplir nuestros caprichos y lo malo de esto es que, cumplido el antojo, casi nunca nos damos por satisfechos. No recuerdo cuándo se puso de moda el egoísmo y se abandonó la costumbre de pensar en los demás. Juguemos limpio, pues no siempre la suciedad se encuentra en la mente ni en la mirada de los demás.



NOTA sobre la fotografía: Estación de servicio en Foggia (autostrada A14), 26-8-2015