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2 de diciembre de 2016

Arquetipos vitales (V): Frente al Sol sin quemarme









“El lucero del alba no es una estrella”, me contaba mi abuelo, pero yo me pegaba al aire para vislumbrarlo cada mañana mientras duró aquella extraña convalecencia de mi madre que hizo que, un lunes de mayo, me viera de pronto en un paisaje de salinas y arena, conviviendo con gaviotas y con todo el tiempo libre de obligaciones. No tenía que ir al colegio y las tareas que me impusieron las profesoras no me llevarían más de cinco o siete días para completarlas, pues yo era una alumna despierta, aplicada, a la que le gustaba estudiar. Ninguna asignatura se me resistía de momento.


Así que mis ojos se abrían a la nueva realidad que suponía tener una madre tan delicada que, para restablecerse, tenía que estar lejos de mí. Presentí desde el primer minuto que no volvería a verla y que me quedaría allí, con mis abuelos, toda la vida. No me importaba sacrificarme, con tal de salvarla a ella, y así se lo pedía a Jesús en mis rezos nocturnos.


Madrugaba para ver la estrella que no es tal, como ahora hago mientras recojo mis bártulos y los clasifico cuidadosamente en cajas que carecen de destino, que no volverán a abrirse, que morirán plácidamente y sin dolor, que acabarán en el paraíso de los inocentes y quién sabe si, dentro de unos años, en algún contenedor de residuos.


Si fuera valiente de veras no empaquetaría nada, dejaría que mis enseres integraran el esqueleto de esta ballena varada que será mi casa a partir de ahora. Decidí suspender el tratamiento porque se me hizo la luz y comprendí que no resucitaría si continuaba intoxicándome. “Tendrás un retroceso”, me dijo el médico con tono amenazante, “pero veré por fin el Sol”, le contesté fijándome en el gesto que hizo con su cabeza, a medio camino entre el rechazo y la sorpresa.


Hago un alto en el camino para mirar tras los cristales. El cielo anuncia lluvia y me doy cuenta de que los momentos importantes de mi existencia han ido acompañados de agua, elemento con el que me siento hermanada. Diríase que me remonto al líquido amniótico de mi incipiente vida, donde todo era placer, el tiempo no existía, nada era ruido, todo fueron calor y mimos en un ensueño celeste que me mantuvo a salvo de los chirridos exteriores.


"Yaya, enséñame a hacer pan". "Yo no sé hacer pan, cariño, pero puedo cocinarte todo lo demás y, si quieres, te guío para que hagas un gazpacho".


Comíamos en el jardín los nutritivos manjares con que mis mayores cuidaban mi crecimiento. Bajo la mesa y a hurtadillas, yo dispensaba pedacitos de fruta a los gatos del vecino que, maleducados y arrogantes, se instalaban en la casa de mis abuelos todos los días del año, desde la hora del desayuno a la de la siesta. Eran tres mininos atigrados  con antifaz negro, a buen seguro hermanos, que recorrían la parcela como los reyes del mambo y, con su actitud, dejaban claro que eran ellos quienes nos hacían el favor de ser visitarnos.


Comienza a llover y lo hace con fuerza. Las gotas golpean los cristales. “Quieren entrar”, me digo a mí misma, pero hoy no es día de audiencia, dejo las ventanas cerradas y sigo embalando libros, cuadernos, discos, cuadros, fotografías… memoria viva de acuerdos y desacuerdos que encierran en sí mismos un resumen de lo que he ido siendo desde   que me nacieron.


Suena el teléfono y corro a cogerlo. No sé por qué me apresuro, pues ya nada es urgente para mí y, como en el fondo todos medimos la vida con nuestra propia vara, tiendo a pensar que lo que no me importa tampoco le afecta a nadie. Mi interlocutor es un viejo amigo que me invita al teatro y acepto porque es de esas obras sobre las que no hay  telón que baje y oculte el escenario: todo a la vista, como es actualmente mi vida. Los cortinones subrayan el final de la escena, son la frontera entre el pasado y el presente, únicos tiempos permitidos por la Academia de la dramaturgia. Y como la vida es puro teatro y a veces opereta, pronto germinó en todos nosotros la semilla puesta por los racionalistas a favor del carpe diem y eso de vivir el momento. Mas yo me libero y tengo mi mente ocupada con el futuro que imagino como el río que nos trae y lleva, aquel cuyas aguas no son nunca las mismas, pues el movimiento continuo no sabe de pretéritos ni de ahoras.


Tengo por delante toda la vida, aunque los galenos contemplen mi final, pues se vive cuando las cosas cambian, se vuelven distintas y sabemos apreciar la diferencia. Me queda disfrutar de un tiempo sin deberes, como aquella temporada que pasé con los padres de mi padre. El mes que viene todo será luz y alegría, pues habré escuchado la trompeta que me autoriza a hacer mi santa voluntad. Soy como la vela cuya llama va creciendo a medida que disminuye la cera que la sostiene. Sé que me apagaré, pero  tomo mi agonía como el regalo de estar consciente, ya que abomino de las recetas que te imponen paraísos tramposos para evitar que mires de frente y abras tus sentidos al anuncio de la verdad.


Hasta el momento he vivido casi setenta años. He tenido hijos, nietos, dos maridos y un hijastro. En Alemania estudié astrofísica, carrera que jamás ejercí, pero que volvería a iniciar, sin dudarlo, cada vez que renaciera. Además, trabajé mucho para mi familia haciendo esas cosas que nadie considera, pero que todos echan en falta cuando no las haces. En fin, una biografía corriente en unos tiempos vulgares repletos de estándares y uniformados pensamientos. Ahora me identifico con aquella niña que fui, que jugaba aparentemente ajena a cuanto la rodeaba, pero que, en realidad, era sabedora de lo que se cocía en su entorno. No volvería a ver a mi madre, pues su convalecencia no fue de enfermedad, sino de vida conyugal. Abandonó a mi padre, me abandonó a mí, se marchó con una maleta pequeña  y sus joyas. Más adelante supe que vivió en México y que yo tenía dos hermanos de pelo moreno que me mandaron unos zarcillos de esmeraldas y perlas cuando ella murió.


Hoy la respeto. Jamás justifiqué lo que hizo ni fui clemente, pues no hay juez más severo que un hijo herido y, como sé que el sufrir pasa, pero el haber sufrido no pasa nunca, he sido siempre indulgente con mis vástagos, a los que he tratado no con amor de madre, sino con el amor verdadero de los soles y las estrellas, que nos alumbran aun sabiendo que ni siquiera los miramos. Tampoco me dio tiempo a comprenderla, porque poco a poco fue desapareciendo su impronta, a base de referirse a ella nombrándola por su nombre de pila. Se me olvidó que Regina era mi madre y que seguramente pensaba en mí de vez en cuando.


Dentro de pocas semanas parto a Suiza, a un centro de reposo donde cuidarán y mantendrán la luz de mis ojos hasta que la bilis suba y el corazón se calle. Me hace  ilusión resucitar en la tierra de Guillermo Tell, pues conmigo morirán enfermedades, defectos, problemas, dificultades diarias y los borrones que a veces eché al escribir mi trayectoria. Siempre he estado dispuesta a transformarme, aprendiendo a vivir con la piel que en cada momento fui mudando: tersa y suave o con arrugas y manchas.


Me desato de fármacos, pautas y protocolos que me aplican sin haber pedido yo nunca. Me libero de pensar en la muerte porque ya no le tengo miedo; sé que llegó y, por eso mismo, ya es pasado. He visto cómo el sol de medianoche alumbra mi camino hacia la eternidad, esa en la que atisbo a mi abuela horneando el pan que por fin habrá aprendido a hacer. En esa eternidad Venus será estrella, si yo así lo decido, y quizá vea a mi madre  y hagamos las paces. En esa inmortalidad estaré frente al Sol sin quemarme.



NOTA: La fotografía fue tomada en Vannes, el 8 de agosto de 2015 ("Los dones llegan si miras bien")

17 de mayo de 2016

Arquetipos vitales (IV): El mundo no es un lugar



Dejó la rosa en agua y, al sujetarla al vaso donde la puso, se percató de que le habían quitado las espinas, seguramente en la floristería. Quedaban las hendiduras de los aguijones y ella pudo contar hasta siete muescas. Inmediatamente se echó la mano al costado, recordando la herida que se le abrió aquella tarde del mes de marzo, y palpó la cicatriz que le quedó desde entonces, una huella invisible a los ojos, pero muy presente en su memoria y del todo perceptible para sus dedos.

Fotografió la flor y la guardó con mucho celo en su teléfono, no sin antes enviarle a su  Romeo la instantánea, para que viera que, contrariamente a lo que él le sugirió, no la tiró a la basura. Acto seguido empezó a bailar una danza a caballo entre el cadereo africano y la sensualidad hindú, dando vueltas por todo el jardín y al mismo tiempo mirando de reojo a su perro, que andaba merodeando la mesa del porche e intentaba acercarse a la rosa. Mientras giraba y giraba, vibró el teléfono en el bolsillo de su falda, pero ella no se dio cuenta, pues de sobra es conocido que la plenitud y la dicha, cuando aparecen de la mano, acallan los ruidos externos. Saltó el contestador y una voz grabó lo siguiente: “Hola, Flaca. Marcos se representa con un león porque su evangelio comienza con el Bautista predicando en el desierto, donde se pensaba que había animales salvajes. Además, su escrito sirvió de catecismo para aquellos que, abrazando la nueva religión, se disponían a recibir las aguas bautismales. El hombre alado es Mateo y el toro, Lucas. Estaré fuera hasta el domingo. Hace un tiempo atroz, un calor inaguantable y se me rompió el reloj nada más aterrizar, por ir jugando con él y pensando en una boba que se ha quedado en Madrid. Supongo que estarás haciendo alguna de esas cosas raras que te gustan. No ligues con el más tonto”. Cuando escuchó el mensaje, pasada al menos media hora, recordó parte de la primera conversación que mantuvieron y cómo se enzarzaron en agotadoras disquisiciones artísticas, para acabar criticando, por parte de aquel seductor, la pintura religiosa. ¿Por qué llamaba ahora, contándole a ella la interpretación simbólica de los evangelistas? ¿Y por qué ha viajado hasta Israel en esta época veraniega, para estar allí tan solo seis días?

Pasó casi toda la noche recordando el tono del recado, analizando de memoria la inflexión de la voz, rebuscando en los rincones de las palabras cualquier matiz o sombra que introdujera otro significado en el discurso. Hubiera preferido una despedida distinta, no lo del ligue tonto, un adiós más afectivo habría estado mejor, más acorde con lo que ella se merecía. Pero, cuidado, la luna hizo saltar la alarma en un boquete de su mente y empezaron a aflorar pensamientos oscuros que la llevaban a divagar acerca de ideas que anteriormente no había concebido. Pensó que, a lo peor, la flor no quería decir nada y que pudiera ser que eso de obsequiar rosas sin espinas fuese la pauta con que semejante pavo real agasaja y conquista a las mujeres.

Se acercó a la biblioteca y, aunque le costó encontrarlo, al fin dio con el Tenorio, aquel librito subrayado en algunas partes, las mismas que tuvo que aprenderse cuando representó a  doña Inés en quinto o sexto de bachillerato.  Lo releyó entero y, mientras avanzaba en la lectura, notó que una gota de hiel inundaba su paladar, que dos lágrimas corrían por su rostro y que la tristeza se instalaba entre sus pechos. Sintió pena de sí misma, por no haber medido bien sus fuerzas. Estaba acostumbrada a relacionarse con personas que la admiraban, que se rendían ante su personalidad, pero ahora era ella quien se fascinaba ante alguien distinto, diferente a los hombres a los que había amado, dirigido o simplemente tolerado. Estaba convencida de que les unía un pacto antiguo no escrito, de esos que se firman en el éter cuando la luna crece y los sueños se disparan.  En su fuero interno sabía que ambos habían cruzado las miradas cientos de veces sin reconocerse, que probablemente alguna vez habían observado a la par el mismo cuadro en una exposición o franqueado juntos el portalón de algún palacio europeo, en cualquier viaje de trabajo o placer. Y siguió reflexionando sobre lo extraña que es la vida cuando, de manera abrupta e inesperada, da un golpe de timón sin aparente sentido. Llevaba años remando en aguas tranquilas y, de repente, su barcaza se precipitaba por cascadas y torrentes...

A la mañana siguiente, tras la tormenta de sus entrañas, cogió la correa del perro y salió con este a dar una vuelta. En el parque, mientras el can perseguía a unas palomas, volvió a escuchar el mensaje, destacando ahora que iba pensando en ella cuando se le rompió el reloj. ¡Qué hermosa metáfora le pareció contemplar: se para el tiempo y la vida es eterna a partir de ese instante! Esto le hizo pensar en las fotografías, en cómo congelan  para siempre la vida. Se acordó de la rosa del vaso y fantaseó sobre la idea de que siempre permanecería fresca gracias a la instantánea que le sacó con el móvil, por más que en el mundo real se marchitara y terminara secándose. ¿Qué haría ella si perdiera la memoria? ¿A quién llamaría en sueños? ¿Con quién se reiría? ¿Dónde buscaría sus recuerdos?

"No deje que su perro se acerque mucho a las palomas, que están enfermas". Una voz metálica la sacó de su ensimismamiento, levantó los ojos y vio un hombre mayor de piel bronceada que hablaba ayudado por un laringófono. "Disculpe que me entrometa, pero son muy dañinas y además trasmiten enfermedades. No querrá que su perro coja algo..." Le dio las gracias, el señor siguió su camino y ella permaneció en el parque hasta la hora de comer.

No volvió a tener noticias de su amante hasta la noche, en que le mandó un guasap. Era la imagen de un águila tallada en piedra. Debajo, le escribía: "Este es tu escudo, Flaca. Cuídalo, porque en él llevas a san Juan evangelista, el discípulo más amado." Estuvieron un rato intercambiándose misivas, hasta que llegó un "me voy a dormir, que mañana quiero acercarme a Tel Aviv. El sábado regresaré a Jerusalén.  Mil besos".

La víspera del regreso de su amor, las noticias informaron de que, cerca del Huerto de Getsemaní, un terrorista suicida había hecho estallar las cargas que llevaba alojadas en su chaleco. Como consecuencia del atentado, murieron ocho personas y otras diez resultaron heridas, además de producirse cuantiosos destrozos materiales. Todas las víctimas eran extranjeras y se encontraban con un guía turístico local, que salió ileso, al haberse resbalado y caído al suelo en el mismo instante de las detonaciones, queriendo la suerte que varios cuerpos  cayeran sobre él, protegiéndolo. Inmediatamente un gélido rayo le pasó por las vértebras, cuando la locutora comunicó que en el grupo se encontraba un español de mediana edad.

De esto hace casi dos años. Ella acude cada semana a la residencia donde vive él. Suele llevarle chocolate y papel de colores. Le habla con la voz, con las manos, con la mirada y hasta con el pelo. Sobre todo, a él le gusta que le acaricie el rostro y que le bese el cuello. Sonríe cuando cuando siente el paso de las yemas por las patillas o de los labios en la nuca y, como rey agradecido, responde siempre dándole una pajarita de las que va haciendo con los pliegos que su fiel amiga le trae.

Cuando fue repatriado, lo llevaron directamente a un hospital. Se repuso de las lesiones físicas, es decir, de la rotura de tímpanos y de la clavícula fracturada. Pasaban las semanas y los facultativos, que al principio pensaban que sería temporal, empezaron a entender que su paciente había elegido la mudez como forma de estar en el mundo. Atendía a todo, no estaba ausente de nada. Su familia se desesperaba, no conseguía acertar con el modo de relacionarse con él de manera adecuada. No lo dejaban solo en ningún momento. Cuando salía a la calle, siempre iba con él algún guardián que observaba cuanto hacía, para luego ponerlo en común con el resto de sus parientes.

Una noche, cuando los demás dormían, escribió en la puerta de la nevera, con un rotulador rojo de tinta indeleble, "quiero irme de esta casa, tengo dinero suficiente para pagarme otro hogar, dejadme en paz". Como no le hicieron caso, se tomó un tubo de tranquilizantes y apareció en el suelo con la boca llena de espuma.

Los incidentes se fueron haciendo cada vez más frecuentes y, reunido el sanedrín familiar,  decidieron llevarlo a una residencia frente al mar. Cierta mañana, paseando por la playa, observó cómo unos niños recibían su clase de vela, advirtiendo en el chaleco del profesor  la imagen de un águila con las alas abiertas. Se acordó de ella, de su última amante, del aroma a lirios de su colonia, de los postres que compartieron y las calles que pasearon. Por primera vez sintió nostalgia y regresó al asilo con la esperanza de encontrarla... Tres o cuatro días después, se armó de valor y sacó el teléfono del armario donde lo había metido con el firme propósito de olvidarlo para siempre. Afortunadamente no había perdido la memoria, por lo que fue fácil atinar con la contraseña y dar con el contacto que buscaba. ¡Maldición! No tenía línea, era un dispositivo enmudecido como él mismo.

Acudió a recepción y escribió en el reverso de un folleto publicitario de la residencia que, por favor, llamaran a ese teléfono y, si atendía una voz femenina respondiendo al apelativo de Flaca, le dijeran que él vivía en esa institución, que había optado por no hablar y que, si quería, podía venir a verlo.

Desde esa llamada, ella tiene la impresión de que la vida la premió de nuevo, pues nada le gusta más a una verdadera dama que poder dedicarse en cuerpo y alma, pero sobre todo en alma, a hacer feliz a quien ha elegido.

La vida transcurre plácida. Por primera vez, ambos se relacionan como quieren, sin  atender a las normas de los demás. Quienes los ven, perciben que son cómplices en un  mundo que solo ellos conocen, que solo ellos cuidan, que solo a ellos pertenece. Un mundo sellado con las alas de piedra que un día él le mandó por guasap y que, gracias a la papiroflexia, revolotean a su alrededor.


NOTAS: 
1.- Este relato es la continuación del arquetipo vital III de esta serie.
2.- Sobre la fotografía: Fue tomada en Étrétat (Bretaña), 14-8-15