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7 de febrero de 2023

Animal es quien tiene alma

 



Los cuernos de los rinocerontes se encogen. Y no es comer pasto en mal estado o por falta de calcio, sino porque la caza desmedida de estos animales desde principios del siglo XX, para hacerse con sus preciados apéndices, conlleva una presión ecológica en la especie, que ya está modificando su cuerpo. Investigadores de la Universidad de Cambridge han informado de este asunto, tras observar que los cuernos de rinoceronte han disminuido en tamaño década tras década desde hace cien años aproximadamente y apuntan que es una manera de evolución forzada que la especie está tomando para protegerse a sí misma. 


Por su parte, los cangrejos ermitaños demuestran unas dotes para la compra inmobiliaria muy superiores a las de algunos humanos. Como tienen que elegir bien la concha que van a habitar, que la puedan transportar todo el rato encima y, a la par, los proteja de corrientes marinas, depredadores, desecaciones si son cangrejos terrestres, etc. no adquieren lo primero que se encuentran o se tiran a una oferta sin más, no. Deben elegir la mejor casa posible, lo que les ha proporcionado unas capacidades cognitivas bastante apreciables. Por ejemplo, cuando estos animales encuentran una caracola interesante, lo primero que hacen es evaluarla con la vista, informándose de qué tipo es, su tamaño y color, que para eso los ermitaños son muy cuidadosos. Si al cangrejo le gusta lo que ve, se aproxima para hacer un mejor análisis. Con las patas explora su posible guarida por todos lados y la mide usando sus pinzas a modo de regla o compás.


Por si esto fuera poco, antes de mudarse a su nuevo hotel, lo limpian bien, dándole a la caracola todas las vueltas que sean necesarias hasta que salga la arena que pueda haber en el interior. Pero no crean que esas vueltas las dan a tontas y a locas, no. La tarea doméstica la desempeñan con metodología punta: si la caracola está boca arriba, las hacen girar en el sentido de las agujas del reloj, pues si las girasen en el otro sentido, la arena se iría al fondo de la espiral.


Como una de las tareas fundamentales de los científicos es ponerlo todo en duda, no hace mucho que decidieron chinchar un poco a estos animales tan simpáticos.  Para ello buscaron conchas cuya helicoide girara en sentido contrario (no hacia la derecha, como casi todas, sino hacia la izquierda). No tuvieron mas remedio que reconocer que los cangrejos ermitaños son inteligentes, porque les daban vueltas

en el sentido contrario a las agujas del reloj, sacando así la arena con éxito. 


Pero ahí no para la cosa, una vez impoluto el cascarón, nuestro cangrejo decide si el cambio merece la pena; es posible que, una vez dentro, no termine de convencerlos y regresen a su anterior domicilio. Y llegado a este punto, los investigadores han descubierto que los ermitaño poseen una buena memoria, pues recuerdan las conchas que ya han habitado o inspeccionado anteriormente, dado que pasan menos tiempo analizándolas en comparación con las nuevas.


Como casi todos saben, la palabra animal procede del latín animal-animalis, es decir, el ser dotado de soplo vital o respiración. Las civilizaciones antiguas (desde la griega a la hitita, pasando por la nipona) asociaban ese hálito vital al alma que dota de movimiento al cuerpo; de ahí que seamos seres animados.


Ser animal es algo que nos caracteriza a las personas, por lo que no comprendo cómo algunos de mis congéneres usan el maravilloso vocablo “animalista” para despreciar a quienes abogamos por los derechos de los animales. 


A principios de los años noventa subscribí una petición al Parlamento Europeo  para que se reconocieran legalmente diversos derechos a los grandes primates, esos primos casi hermanos nuestros. Era la primera vez que ‘algunos utópicos’ (así nos llamaban medios de comunicación de todo el espectro ideológico) hacíamos algo parecido. Gracias a este pequeño paso, poco a poco las legislaciones han ido incorporando normas de defensa de los animales, mayormente centradas en lo que algunos llaman mascotas y así, por ejemplo, en España ya es posible tener en cuenta a los hijos o hermanos de otra especie en caso de ruptura, separación o divorcio. 


Hace poco que hemos celebrado san Antón, como cada año. Es un gozo ver a perros, gatos, loros, tortugas, ovejas, peces, etc. asistir a misa o recibir en la calle una bendición bien merecida, pues los animales no solo hacen compañía, sino que enseñan a vivir.


— Ya tenia yo ganas de venir por aquí. 

Se me aparece a horcajadas en el sillón un señor con pinta de cuadro de Goya, a juzgar por su casaca y sus pantalones. 

— Me llamo Félix de Azara y estoy en su morada por invitación expresa del rey Carlos IV. 

— ¿Carlos IV? Aparte de Sissi y que yo sepa, en mi casa no se ha manifestado ningún espectro de la realeza. Pero la emperatriz de Austria lleva conmigo muchísimos años, desde que nos encontramos en Villaricos comprando tomates y nos tratamos como amigas. 

— El rey no ha venido nunca, pero me ha indicado que tiene usted aquí alojado a un buen número de personalidades y estoy buscando a un tal Darwin. 

— El tal Darwin desayuna y cena de lunes a viernes, porque anda ahora muy atareado midiendo las huevas de los centollos. Algunos domingos expone en el salón sus descubrimientos a otros colegas naturalistas.  

— Perfecto. Me alojaré aquí, pues ardo en deseos de hablar con él. 


Pronto se arremolinaron junto al nuevo huésped otros fantasmitas curiosos, incluidos Benito, mi querido hámster, lo que fue aprovechado por Voltaire para deshacerse elegantemente del acoso al que le somete una Mata-Hari más desbocada que de costumbre.


Mientras llega Darwin, Carolina Coronado obsequia al nuevo con uno de sus poemas, que es la forma indirecta de pedirme que le ofrezca algo de beber o comer a tan apuesto caballero. Pero resulta que don Félix pertenece a una clase de espíritus que se toman muy en serio su naturaleza etérea y se jactan de haber superado los deseos y necesidades mortales. 


Terminados los juegos florales, nos enteramos que este brigadier de la Armada no fue un militar cualquiera, sino que, aprovechando su estancia de veintiún años en Sudamérica, realizó el primer estudio de la flora y de la fauna de lo que hoy lamamos Paraguay y Uruguay. Sus trabajos científicos los publicaría a principios del siglo XIX en Madrid y París. En ellos corrigió las clasificaciones naturalistas del conde de  Buffon y se adelantó en medio siglo a las observaciones que llevaron a Darwin a elaborar su teorías sobre el origen de las especies.


— Quiero por tanto, abrazar a mi colega inglés y ponerme a su disposición para colaborar en cuanto sea menester. No he venido en son de reivindicación, sino de paz. 


Hermosas palabras que me sirven para recordarles a mis afectuosas apariciones que acabamos de celebrar juntos el Día Europeo de la Mediación y agradecerles que se hayan acercado a rendir homenaje al gigante guipuzcoano, que en vida fue cosificado como todavía algunos cosifican a los animales. Sus intervenciones en el cinefórum de conflictos salieron por mi boca. 


Por lo demás, en mi país siguen sin rectificar ni dimitir quienes deberían. Y mientras tanto, no puedo ni llamarles animales, porque no estoy muy segura de que tengan alma. 



NOTAS: 

  • Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo, noticias de estos tiempos y de otros”, dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado el 22 de enero de 2023 y que puede escucharse aquí: https://www.ivoox.com/ermitanos-metaversos-barqueros-no-van-a-audios-mp3_rf_102718715_1.html
  • Fotografía ©️Amparo Quintana. Quinta de la Fuente del Berro. Madrid, 17 de septiembre de 2021. 
  • Música para acompañar: “El hombre puso nombre a los animales”, versión de Javier Krahe, Joaquin Sabina, Alberto Perez y Antonio Sánchez sobre la celebérrima “Man Gave Names to All the Animals”, de Bob Dylan. 

7 de diciembre de 2022

Arquímedes sin teorema

 


Sabida es mi afición por el reino mineral, por aquello que aparentemente no tiene vida, pero en realidad posee todas las coordenadas vitales de cuantos planetas, estrellas y satélites habitan el cielo. Mientras que el vegetal y el animal están sometidos a un plazo, el otro alberga la eternidad, como esas piedras con que los judíos agasajan las tumbas de sus allegados y testimonian, de paso, la fortaleza de su recuerdo.


¿Qué es el paso del tiempo? En mi casa, con los etéreos inquilinos que me visitan, evidentemente nada, una mera convención para pasar el rato contando años, meses o minutos. Esto mismo ocurre en dos islas del Pacífico, las Diomedes, también conocidas como “Isla de Mañana” e “Isla de Ayer”. A solo tres millas de distancia,  entre ambas hay casi un día de diferencia, pues se hallan emplazadas en el Estrecho de Bering, entre Alaska y Siberia, a ambos lados de la línea internacional de cambio de fecha que atraviesa el océano y que marca el límite entre una jornada y la siguiente. En invierno se forma una plataforma de hielo entre ambas y sus habitantes pueden transitar de una a otra, aunque es ilegal, porque se trata de países distintos en continentes diferentes y con relaciones políticas no tan amistosas. ¿Pero quién se resiste a jugar con el tiempo? Caminas una corta distancia y ¡zas! viajas 21 horas adelante o atrás. 


Por eso, cuando hablamos de memoria, debemos precisar muy bien a qué nos referimos, no vaya a ser que algunos recuerdos sean en realidad anticipos del mañana, anuncios del ayer o quimeras del presente. La idea aristotélica de eternidad, es decir, lo que perdura siempre, contradice el nihilismo que se ha apoderado de nuestra época, ese cinismo con que muchos hombres y mujeres dirigentes mienten con descaro y a sabiendas de que la remembranza de los ciudadanos cada vez se debilita más a costa del empacho de redes sociales y periódicos digitales. A propósito de esto, algunos científicos vaticinan que el ser humano será, dentro de cien años, encorvado y con las manos en forma de garra, precisamente por el abuso de teléfonos móviles para cualquier cosa excepto llamar. Desde antiguo sabemos que, en la evolución de nuestra especie, mano y cerebro van unidos, siendo aquella una prolongación de este. Las áreas motoras y sensoriales de la mano ocupan una extensa superficie en la corteza cerebral, siendo capaces nuestros dedos y palmas de hacer muchísimas más cosas que cuando vivíamos en los árboles. Si se retrotraen nuestras extremidades a una garra, ¿estaremos involucionando? Y peor aún, ¿cómo influirá eso en nuestros cerebros? ¿Seremos capaces de analizar y razonar sobre cuestiones y cosas más allá de las pantallas? 


Una revista especializada ha difundido un trabajo según el cual, antes de nuestro universo, antes del Big Bang, existía un antiuniverso. Unos profesores del Instituto de Física Teórica de Canadá proponen que en ese antiuniverso el tiempo corre en dirección opuesta y la antimateria es la que gobierna. Sería como cuando vemos algo reflejado en un espejo: al levantar el brazo derecho, nuestra imagen proyecta su izquierdo. ¿Qué les parecería a ustedes que quedáramos allí un día? Debe de ser mucho más emocionante que el metaverso. 


De lo que no cabe duda es de que la ciencia no es implacable ni exacta o, si no, que se lo digan a la almeja Cymatioa cooki, que se creía extinguida hace 40.000 años y resulta que vive tranquilamente frente a la costa de California. Fue descubierta de manera accidental por un ecólogo marino que buscaba babosas para sus estudios; se dio de frente con la concha de un bivalvo blanco desconocido salvo en su modalidad fósil. Tras los análisis oportunos y múltiples viajes a la localización del hallazgo para verificar si existía una colonia de esos moluscos, se ha concluido que, en efecto, la simpática almeja ha resucitado para la ciencia. El cooki de su nombre se debe a Edna Cook, que fue una famosa coleccionista de conchas y caracolas. 


Otro tipo de universo es el de los dibujos animados, construido por las historias, ilustraciones, movimientos y sonidos que han ideado unos artistas y muchas veces son ejecutados por otras personas. Si decimos Cenicienta, Fantasía o Peter Pan, asociamos esos títulos a un señor llamado Walt Disney, es decir, el padre de esas tres películas míticas. Pero no nacieron por generación espontánea, sino que también tuvieron madre, pues en realidad se deben al genio y creatividad de la dibujante Mary Blair, que llegó a la productora en 1940 y aquello supuso una revolución en cuanto al color y líneas, definiendo un estilo inconfundible. Su forma de trabajar, marcada por un estilo audaz y rompedor en la época, fueron claves para que se hiciera rápidamente un hueco en el estudio. Fue enviada por el presidente Roosevelt a varios países iberoamericanos, donde siguió evolucionado y buscando nuevos caminos como supervisora arte. 


— ¿Sabe usted cuántos granos de arena son necesarios para llenar el Universo? 


Quien me habla así es un Arquímedes perdido, porque no se halla con el plato de ducha que le ofrezco, en lugar de una bañera o tinaja, que en realidad es lo que me pidió para las demostraciones de su teorema más popular. 

— Dígame, no tengo ni idea —  le respondo. 

— Los jóvenes han abandonado la costumbre de pensar por sí mismos y, claro, usted prefiere que yo se lo diga. 

— Creo que me lo explicará de todos modos, señor Arquímedes, pues de lo contrario usted no se habría hecho visible en esta tarde tan lluviosa y desapacible. 

— Cierto. Cuando llueve me dedico a poner a punto mis nuevos artefactos mecánicos, muchos de ellos meras variaciones de otros anteriores. Mire, señorita, el número de granos de arena necesarios es 10 elevado a 63. Lo demostré a base de cálculos geométricos y no fue fácil. 


Y como es un día frío, mientras preparo té suficiente para mis sabios inquilinos, él me explica que lo primero que tuvo que hacer fue inventar cómo denominar el número más grande y llego al 1 seguido por 80.000 billones de ceros. Después, tuvo que calcular el tamaño del Universo y por último, se basó en el volumen de las semillas de amapola para deducir cuántos granos de arena llenarían ese universo más idealizado que real. 


Arquímedes de Siracusa, que llegó a mi casa el mes pasado, ha hecho peña con los cuánticos, a quienes considera casi oráculos y magos. También discute mucho con Descartes, pues sabido es el poco tacto que este último tiene para decir las cosas y anda un poco resabiado haciéndole demostraciones “desde la razón” y la geometría analítica que refutan algunos planteamientos del griego. Ahora bien, su colega del alma es la perrita Laika, que le ha explicado que en la Luna existen un cráter y una cordillera a los que pusieron su nombre, así como un asteroide que anda por ahí orbitando. 


Arquímedes significa “el que se preocupa”. Gracias a gente como él, que se ocupa de antemano de aquellas cosas que nos facilitaran la existencia, el mundo a veces nos resulta maravilloso, a pesar de esas leyes que parecen escritas bajo los efectos de estupefacientes adulterados, de los virus y enfermedades con que abren los telediarios, de algunas amantes reales despechadas que cobran por contar secretos de alcoba y cacerías, de la violencia verbal que recorre el mundo, de las políticas y políticos que deberían esfumarse para siempre y no lo hacen, del negocio de la mentira o del miedo que nos inoculan cada mañana, como si con ello persiguieran que no salgamos de casa, que no nos relacionemos con nadie, que no pensemos sino lo que nos indican las redes y los diarios digitales… en suma, que no seamos personas. 


Quienes nos negamos a esa involución del ser humano y aún apostamos por la vida, estaremos eternamente agradecidos a quienes nos mostraron un camino donde pensar libremente es tocar con las manos ese universo que algunos soñaron lleno de arena, aunque no tengan bañeras con que demostrar teoremas. 



NOTAS: 

  • Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo, noticias de estos tiempos y de otros”, dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado el 6 de diciembre de 2022 y correspondiente a este mismo mes.
  • Fotografía ©️Amparo Quintana. Restos de la maquinaria de un barco que en tiempos sirvió para generar electricidad en la estación de Atocha. La Neomudéjar, Madrid, 7 de mayo de 2022. 
  • Música para acompañar: “What a Wonderful World”, de Bob Thiele y George David Weiss, interpretada por Louis Armstrong.

23 de noviembre de 2021

Cuestión de territorio o el espejismo de los mapas

 


Recuerdo que en mi infancia me gustaba mucho dibujar mapas en un papel semitransparente que llamábamos calco, sobre todo mapas físicos, e ir señalando el cauce y desembocaduras de los ríos, los montes más elevados, los desiertos, etc. Usaba pinturas de cera y debo reconocer que el resultado era bastante personal, porque me gustaba marcar los márgenes con varias líneas de colores distintos y luego difuminarlas. Cuando ponía el papel sobre el mapa político del lugar o continente en cuestión, se producía el milagro: veía que una misma cordillera podría abarcar varios países, un mismo río se abastecía de afluentes de diversas nacionalidades y un mismo océano o mar tocaba playas y acantilados en lugares donde sus habitantes hablaban lenguas diferentes. 


De los mapas políticos aprendí el concepto de frontera y, como era una niña exploradora de libros, pronto me di cuenta de que en algunos planisferios que tenía mi abuelo, por ejemplo, había estados que ya no estudiábamos en el colegio o que, de repente, en mis mapas escolares habían surgido puestos fronterizos donde antes era un solo país. 


Esto me llevó a descubrir los atlas históricos, luego los geológicos y así sucesivamente, hasta comprender que las fronteras van y vienen sin atender a razones naturales y que son origen y consecuencia de muchas guerras y desencuentros, pues estar a un lado u otro puede determinar ser ciudadano de primera o de tercera, obtener prebendas o permanecer en el limbo, aunque se beba agua de las mismas cumbres y el suelo tenga los mismos minerales.


Hablando de otra cosa, aunque también guarda relación con esto de los territorios, todos conocemos los pimientos de Padrón, esos que no se sabe si pican o no hasta que te los metes en la boca. Como en las últimas décadas se vienen produciendo pimientos de esa variedad en Almería o Murcia, el municipio coruñés empezó a acuñar el calificativo de “auténticos” para los suyos y así se han  estado vendiendo.  Pero hete aquí que la Oficina de Propiedad Intelectual de la Unión Europea (EUIPO) ha dispuesto que esos pimientos no son de Padrón, sino que se cultivan desde hace siglos en una pedanía llamada Herbón. Por tanto, no pueden incluir el término “auténtico” porque eso puede inducir a error a los consumidores, ya que la denominación de origen protegida es “Pimiento de Herbón”, aunque la variedad de la hortaliza de sea “padrón”. 


Esto me recuerda a lo del coñac y el brandy, el champán y el cava, el queso manchego y el curado, etc., cuestiones todas que, por supuesto, puedo comprender y explicarme desde un punto de vista jurídico, pero que en el fondo no dejan de ser fronteras intangibles, marcas de agua que señalan quién manda. De igual forma, nos quedamos tranquilos si al comprar boquerones nos informa el pescadero de que son del caladero patrio, como si los peces no se movieran de un lado para otro, poniendo huevos que las corrientes marinas llevan a saber dónde. Lo mismo pensamos que viene de Algeciras y resulta que nacieron cerca de Agadir. 


Otra noticia de estos días es la posibilidad de que dos municipios de la provincia de Badajoz, Villanueva de la Serena y Don Benito, se fusionen en uno que sería el tercero más importante de Extremadura. La cuestión se llevará a referéndum, como en su día también votaron los vecinos de La Moraleja para separarse de Alcobendas. La verdad es que me parece mucho más sensato escuchar a los  habitantes acerca de qué futuro quieren para su territorio que adjudicarse partes del mapa por la fuerza, como los conquistadores de antaño y Hitler hace menos de un siglo, o repartirse los países como quien juega al monopoly, tal como hicieron en la Conferencia de Yalta, sin ir más lejos. 


A mi casa llegó la semana pasada María Curie y ha montado un revuelo extraño entre algunos de mis ocupas. Me dicen que yo no puedo verlo, pero que entre las dos  y las tres de la madrugada, cuando la científica atraviesa un muro para salir de paseo, deja un halo entre blanco y azul que algunos de ellos diagnostican como radiactivo. ¡Imagínense a Voltaire y los suyos cuando escucharon esa palabra que no habían oído jamás en su vida terrenal! Ya la tienen anotada en su nueva enciclopedia y andan tras la señora Curie para que les cuente pormenores de sus experimentos. Esto ha provocado que ella trajera ayer una serie de manuscritos e instrumental de los que la Biblioteca Nacional de París guarda en cajas forradas de plomo y que no podremos ver con ojos mortales hasta dentro de mil quinientos años, aproximadamente, porque están contaminados y son altamente peligrosos. 


— Los documentos no tienen tanta importancia — me dice en sueco, idioma que se le pegó por las veces que fue a recoger su premios Nobel— porque ya me he encargado yo, desde que fallecí, de soplarles muchas de las reflexiones y preguntas que quedaron sin responder a otros investigadores que me sucedieron.


Lo de soplar es literal, pues al parecer ella suele comunicarse con sus colegas vivos a través de soplidos en la frente. Una forma como otra cualquiera de que les llegue la inspiración.


Para mí es un placer que Madame Curie esté cerca, porque entre mapa y mapa de los que coloreaba de pequeña, se me iba el ojo hacia su persona y su legado gracias a una película que vi en aquella televisión española en blanco y negro. 


Tengo que decir que la polaca es muy curiosa y, como me abre todos los cajones, ha dado con una fotografía que hice hace muchos años cuando visité su casa en Varsovia, hoy convertida en museo. 


— Ahí estaba yo en ese preciso instante, señora Quintana, como lo estoy ahora mismo; como también estoy en París y en Nagasaki, en Teherán o en el desierto de Nevada. Nuestros átomos vuelan por encima de nuestras capacidades, ya lo descubrirá usted algún día, cuando cruce la frontera del tiempo. 


— ¿Y dónde han llegado sus átomos anoche?, me atrevo a preguntarle.


— A los anillos de Saturno, un lugar que me recuerda que nací polaca bajo el Imperio Ruso, pero viví y morí como francesa. He hablado con su amiga Sissi y tenemos en común que ella apoyó la causa griega y yo la polaca. Ella, una bávara asentada en una corte vienesa que le resultó siempre extraña, y yo, una varsoviana feliz de ser francesa.


A continuación me pregunta de dónde soy yo y, sintiendo una ráfaga sutil de aire en el flequillo, le digo que soy madrileña de Groenlandia, donde las auroras boreales recuerdan a sus habitantes que el reino de Dinamarca, al que políticamente pertenecen, está en otro continente. 


— Mi sueño patriótico se juntó al sueño humanitario de mi marido Pierre Curie y pudimos compaginarlo por encontrar aquello que nos unía, la ciencia y las ansias de hallar soluciones a las neoplasias — comenta mientras me ofrece un poco de sopa que se ha hecho ella misma hace un instante (por cierto, está riquísima). 


Por los demás, el chef del restaurante Davies and Brook, situado en un hotel londinense de mucho porte no seguirá al frente del local, porque la dirección se niega a cambiar su menú, prácticamente carnívoro,  por otro totalmente vegano. Tras su despido, el cocinero estrella Michelín ha manifestado que el futuro está basado en las plantas, esa es su misión y es lo que defiende en su empresa. Me parece que Daniel Humm, que es el nombre de este caballero, también viaja por Groenlandia o los anillos de Saturno buscando pimientos de Padrón. 


NOTAS: Este artículo forma parte de la secci´pn “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado el 21 de noviembre de 2021 y que puede escucharse aquí: https://go.ivoox.com/rf/79308820

MÚSICA PARA ACOMPAÑAR: “Groenlandia”, de  Bernardo Bonezzi, interpretada por  “Zombies”. 

Fotografía ©️Amparo Quintana. Madrid, 5 de agosto de 2021 (“Barco-flor”, de Younes Rahmoun y Markib Zahra) Esta obra pudo verse en la exposición “Trilogía marroquí, 1950-2020”, del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Representa, con papel y luces led, noventa y nueve barcos que son también noventa y nueve personas meditando. Todas miran hacia el mismo punto central vacío. Por un lado, plasma la migración de África a Europa a través del Mediterráneo y, por otro, hace referencia a la alquibla y la actividad espiritual conjunta para mejorar el mundo. 

23 de febrero de 2021

La Bastilla de la dignidad

 



El otro día leí la siguiente frase: “Una revolución solo es de fiar si arranca con un beso”. Pertenece al actor Juan Codina y la suelta a propósito de la obra teatral Marat-Sade, donde él interpreta al político de la bañera.  El texto de Peter Weiss plantea un dilema interesante: el pensamiento crítico e individual que defiende Sade, llevado al extremo, conduce al nihilismo, mientras que las razones sociales que defiende Marat, al fanatismo. Y en mitad de la horquilla de ambas posiciones, quizá nos encontremos cualquiera de nosotros, oscilando hacia un lado u otro, poniéndonos a salvo de quienes dicen querer salvarnos y buscando los besos que la vida nos regala de múltiples formas. Es probable que, cada vez que nos encontramos a gusto con nosotros mismos y somos capaces de mirarnos de frente sin disimulo, estemos emprendiendo una revolución contra el caos que nos circunda.


Cuando nacemos, al menos en mi época, a los neonatos no se nos besaba; lo primero que percibíamos era un cachete en las nalgas para hacernos llorar y despegar así unos pulmones chiquitos y tímidos. Salimos del agua y llegamos a tierra firme con lágrimas, como pequeños náufragos que el mar expulsa a la arena. Me pregunto si, en lugar de darnos un azote, alguien nos besara, nuestra relación con el prójimo pudiera ser más sana, más benigna y  afable, pues resulta que, en esa etapa primera de nuestra existencia, las neuronas del cerebro son tan maleables que podemos aprender prácticamente de todo.


En este sentido, el neurocientífico Xurxo Mariño, en su libro “La conquista del lenguaje”, mantiene que las tres características más importantes del género humano son, en conjunto, el lenguaje, el pensamiento simbólico y la autoconsciencia. Otros animales pueden tener, en menor o mayor medida, alguna de ellas, pero las tres capacidades juntas la tenemos exclusivamente nosotros. Afirma también este autor que durante el primer año de nuestra vida podemos reproducir todos los fonemas y que luego esta capacidad va muriendo, de ahí que, al aprender un idioma nuevo, a menudo se llega antes a la comprensión de lo que se escucha que a poder reproducir correctamente sus sonidos. Se diría que lo que llamamos aprendizaje sea en realidad una deconstrucción de nuestra naturaleza; menos mal que, en un mundo paralelo, existe alguien como nosotros que está a punto de nacer y puede enmendarlo todo (veo un bebé que pasa a mi lado y por su mirada comprendo que no es un ser incompleto, sino que en sí mismo recoge todo el potencial que la Historia y la evolución nos depara como especie). 


Hace un año, mirábamos la pandemia que nos asola como si fuera un espejismo, una mala gripe, un juego de chinos y murciélagos. Hoy, cuando algunos nos sentimos como en el día de la marmota, perdidos en un océano de dudas, leo a Ovidio para convencerme de que solo vencemos si cedemos  ante quien maneja el poder y reflexiono al respecto llegando a la conclusión de que esto es así porque el poder es ególatra y en el fondo débil, atonta a quien lo posee y le hace caer en sus propias trampas.


Sabido es que Sade pasó veintiséis años de su vida encerrado por diversas acusaciones que en el fondo eran una sola: pensar de forma libre e independiente. Estando en La Bastilla, poco antes de su toma por parte de  los revolucionarios de 1789, los carceleros irrumpen en su celda y, sin permitirle recoger sus pertenencias, lo trasladan al manicomio de Charenton.  Por este traslado y el posterior asalto a la fortaleza el 14 de julio, se pierden quince manuscritos que, según nuestro marqués, estaban listos para mandar al editor. Me es fácil escuchar a Sade cuando abro el armario de mi ropa; le oigo perfectamente decir que trabajó sin cesar en La Bastilla, pero destrozaron y quemaron todo cuanto había. Dice que por la pérdida de aquellos manuscritos lloró lágrimas de sangre y cayó en la desesperación. Las camas, las mesas o las cómodas pueden reemplazarse, pero las ideas no. 


Si Sade se esconde entre vestidos y jerséis, quien se ha acomodado en la cocina es Oliva Sabuco, una albaceteña que en el siglo XVI escribió "Nueva Filosofía de la naturaleza del hombre”, un tratado sobre la búsqueda de la felicidad y el cuidado de la salud basado en la buena conversación, el disfrute de la música y la naturaleza, así como en el control y armonía de las pasiones y emociones. Se me presenta como filósofa y, coquetea ella, me indica que el propio Lope de Vega le dedicó el más dulce de los piropos para una mujer de letras, pues  la denominó “la décima musa”. 

Parece que en su época fue una autora muy reputada y, por su estilo literario, sus contemporáneos llegaron a compararla con el mismísimo Cervantes. ¡Lástima que los conflictos familiares, derivados de que su padre se casó con una muchacha muy joven, quebraron para siempre la relación paterno filial!


— Y cuando digo para siempre — me indica Oliva — es para toda la eternidad, pues dejó escrito en su testamento que mi libro, tan alabado y bendecido por la sociedad de mi tiempo y que a él mismo le sirvió para presumir de hija, lo habíamos escrito juntos. ¡Imagínese cuánta ponzoña puede albergar el corazón de alguien cuando la envidia se apodera de sus bilis! Y esa es la razón por la que la comunidad científica ha estado y está aún dividida en cuando al nombre del autor de mi obra, cuando le puedo asegurar a usted que soy yo la artífice y por eso Felipe II me otorgó el privilegio de autoría. 


Yo la creo y no me hacen falta sesudos tratados o estudios en que basar mi convencimiento, toda vez que confiar en alguien siempre es cuestión de fe, de intuición y de esperanza, nunca de entendimiento. 


En fin, mi Sade llorando aún por sus manuscritos perdidos, la señora Sabuco clamando por su autoría puesta en entredicho y, como quien no quiere la cosa, escucho por la radio que ha de fomentarse el estudio de carreras científicas y técnicas por parte de las mujeres.  El aparente buenismo de esta idea se me antoja diabólico  y me recuerda aquellos tiempos en que las ciencias estaban tan desmesuradamente valoradas que, por ejemplo, en mi curso de COU de 1976-1977, de cuarenta niñas solo diez nos decantamos por carreras de letras. La mayoría de mis compañeras de aquel año engrosaron la nómina de médicas, arquitectas, químicas, biólogas, farmacéuticas, veterinarias, psicólogas, ingenieras de este país… Y era la España preconstitucional, por si no se habían dado cuenta. Sin embargo, somos muchas las mujeres que hemos elegido ser lingüistas, historiadoras, dibujantes, abogadas, violinistas, actrices o teólogas sin que ningún patriarcado nos lo haya impuesto, afortunadamente. Y también somos muchas las que pensamos que lo importante es estudiar y adquirir cultura para aprender a pensar por nosotras mismas, por si a papá Estado se le ocurre un día tomar La Bastilla de nuestra dignidad y sumirnos en una tarde azul y larga, donde el tren de los deseos vaya en sentido contrario a nuestros pensamientos, como en los versos de Paolo Conte. Y entonces nos preguntaremos si no era preferible que, al nacer, nos besaran con mucho mimo en lugar de darnos un azote.


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado en febrero de 2021 y que puede escucharse aquí

 Música para acompañar: “Azzurro”, Paolo Conte: pinche aquí

Fotografía ©️Amparo Quintana. Madrid, 5 de enero de 2021

17 de octubre de 2020

Cuestión de lealtades

 


El erudito no considera el oro como un preciado tesoro, 
sino la lealtad y la buena fe. 
(Confucio)


Hay poetas insignes que escribieron para niños. De las primeras cosas que aprendí a recitar fue eso de que una lagarta y un lagarto estaban llorando porque habían perdido sus anillos de desposados, pero también ha crecido conmigo ese reino del revés en el que nadie baila con los pies y dos más dos son tres. Lorca, María Elena Walsh y tantos otros forman parte de mi educación, tejida con ovillos de lanas de mil colores y cosida con telas de texturas diferentes.

Hay otros poemas, otros autores, pero quizá estos a los que me he referido sean los que salen de mis entrañas cuando menos lo espero, en mitad del sueño o mientras pago la compra. Esos lagartos tristes, sumergidos en llanto y vestidos con delantalitos blancos me recuerdan que pocas cosas hay más importantes que ser leales, porque la lealtad implica honestidad, confianza, autenticidad. 

La historia del mundo está jalonada de episodios desleales y aun hoy, en este día y a esta hora, cerca de donde ustedes viven estará sucediendo algo con trasfondo de deslealtad absoluta, es decir, algo regado con las aguas sulfurosas de la traición y, por cierto, cuando hablamos de esto no hace falta referirnos a Lady Macbeth o a Bruto, basta simplemente, para traicionar a alguien, con emboscar la realidad y nublar la memoria con fuegos artificiales y voces huecas.

Hace unos días, los ilustrados okupas que habitan mi casa invitaron a desayunar a Lev Davidovich Bronstein, más conocido por Trotsky, con el fin de debatir algunas cuestiones de la nueva enciclopedia que están escribiendo. Cuando terminaron su reunión, el revolucionario de octubre quiso conocerme y agradecerme la vista que le hice en 2004 a la isla Príncipe. 

— ¿Cómo sabe que estuve por allá?

— Los seres nómadas permanecemos en los lugares donde el azar nos ha llevado — me contestó bajando la voz como hacen quienes se creen espiados — Las circunstancias nos impiden anclar, echar raíces, pero las ramas de nuestro árbol suelen ser grandes y robustas. Por eso la vi en esas tierras del Mármara, en la que fue mi calle, ante el que fue mi refugio. Y por eso también puedo hablar con los duendes de Coyoacán o los hielos noruegos. 

Saca un puñado de papeles de uno de su bolsillos y me enseña fotos, reseñas y artículos de antes de su depuración. En esos documentos es reconocido con múltiples méritos; aparece al lado de sus correligionarios o en actos oficiales. Sabemos que sus críticas al estalinismo le valieron el presidio, ser borrado de la historia oficialista, ser perseguido por medio mundo y acabar asesinado a manos de un cancerbero fiel a las órdenes de un sistema tirano, desleal y traidor con todo aquello que no casara con la “nueva normalidad” impuesta por un dictador disfrazado de otra cosa; un sátrapa de los que, sabiéndose inferiores, quieren a toda costa poner la guinda del pastel para que se hable de ellos y de sus obras, que por cierto normalmente van marcadas de ignominia, abuso y mezquindad. 

— A veces he pensado que todo comenzó cuando me rebelé y censuré la forma en que acabaron con el zar y su familia. No hacía falta tanto ensañamiento, tanta tierra quemada alrededor de Nicolás II. ¿Qué responsabilidad tuvieron sus hijos, parientes o lacayos acerca de lo que hizo el último emperador de Rusia? Pero siempre es así. También sucedió con mi familia y mis amigos; incluso inventaron un nuevo vocablo, “trotskista”, para señalar a todo aquel que era contrario a Stalin y al relato maquillado que, contra viento y marea, iba a imponerse hasta su muerte. Algunas personas, cuando se saben no aceptadas o puestas en tela de juicio, sobre todo si tienen poder o dirigen una nación, son proclives a trasladar el problema hacia otra parte y, así, elaboran la diabólica ecuación en la que la equis somos cualquiera y la equis siempre es igual a “reaccionario" y “enemigo del progreso”. Por eso tratan de reescribir la Historia. 

Seguimos hablando de su revolución permanente, que incuestionablemente pasa por señalar los defectos y grietas del poder gobernante, y de los días mexicanos en que plantaba cactus mientras canturreaba en español o escribía con Breton su manifiesto “Por un arte revolucionario independiente”, texto que aboga por la libertad ilimitada del arte respecto al Estado y los aparatos políticos. También me habla de Frida y del mirlo que cruzaba su frente, de aquel amor furtivo que resuena en su cabeza con la impronta de una voz grave. Y todo esto me lo cuenta en un castellano que huele a nopal, aluxes y rebozo. 

Al irse, me estrecha la mano advirtiéndome de que algunos querrán hacernos creer que el fin justifica los medios, — pero no se olvide, querida Amparo, de que no siempre hay algo que justifique ese fin. Manténgase alerta y guarde fotos, recortes, reseñas que, en tiempos de flojera, le demuestren que las cosas no fueron como las quieran pintar. 

La intensidad de esta visita me empuja a salir y dar un paseo por el parque del Retiro. Siempre he pensado que, a falta de espíritu nacionalista, el madrileñismo consiste en amar ese parque. De ahí que haya madrileños de  Lima, Nueva York, Huelva o Linares. Paso al lado del llamado Ahuehuete del Parterre, un árbol de más de veinte metros que la tradición dice estar ahí plantado desde el siglo diecisiete. Alguien lo trajo de las Américas y su tronco y su copa corroboran, a priori, que tiene muchos años y que sus ojos han visto muchas cosas. Como está protegido con una verja, no puedo abrazarlo ni buscar refugio bajo alguna de sus ramas. He de conformarme con interpretar su lenguaje y descifrar las palabras que me llegan a través del aire. 

Madrid es una cuidad amada y odiada a partes iguales. Cuando en los ochenta decíamos aquello de “Madrid me mata”, en realidad queríamos  decir que morimos por ella, por su resistencia cuajada de defectos, su desorden cargado de lógica, la luz magenta que tiñe fachadas y avenidas. Es una pena que, por estar en el centro de todo, por ser capital administrativa de un Estado dividido, sea la diana de todos los dardos. Por cuestión de lealtad al suelo que pisé cuando aprendí a andar, quiero a Madrid y me duele la ligereza con que disponen del destino de quienes la habitamos. Es más, este cariño a mi ciudad no me impide amar a Barcelona, San Sebastián, Málaga o Alicante y desear para todas ellas que no sean jamás víctimas de gobernantes, autonómicos o centrales, miopes y malhadados. 

Por eso, por cuestión de lealtad y aunque haya momentos de vértigo y vacío, estaré contigo, sí, contigo que ahora me escuchas o lees, cuando veas que la versión oficial te humilla.


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado en septiembre de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí 

Fotografía ©️Amparo Quintana. Ahuehuete del Parterre. Madrid, 25 de agosto de 2020


11 de julio de 2020

Decimotercera enmienda






Estamos en verano, esa estación donde el ámbar y las higueras se funden hasta formar mundos de suma placidez, al menos para mí. Antaño mi corazón palpitaba a doscientos latidos por minuto, contando los días que me separaban de la estampida vacacional. Pero este año, queridos amigos, me siento como la letra de esa canción de Lucio Dalla en la que se ríe de las promesas de transformación que, con respecto al nuevo año,  anuncian las televisiones. 


Dentro de unos meses, cuando llegue el otoño y la vida me recuerde que cumplo un año más, quisiera pensar que ha valido la pena venir a la Tierra y y engancharme a la larga cadena de siglos que surgieron aquella vez que el universo estornudó y de sus narices surgieron la materia, el espacio y el tiempo. Luego llegaron las partículas subatómicas, los microbios, el magma, las plantas, los animales y, entre ellos, nosotros, los seres humanos, esos simios esquizoides que son capaces de avanzar y retroceder con la misma facilidad y con el mismo dolor. 


En nuestra vida cometemos errores, sufrimos desengaños y padecemos por mil cosas. Ante estas situaciones podemos rebelarnos, ignorarlo todo o inventarnos otra vida, pero no sirve de nada, porque las naves del recuerdo siempre llegan de noche para susurrarnos la realidad. Así que, por pura supervivencia, nuestro cerebro opta por integrar esas anomalías y buscarles remedio. Lo que a nadie en sus cabales se le ocurre es castigarse hoy por lo que hizo hace cuarenta años o cincuenta años y, si alguien critica algo sucedido en nuestro pasado, más de uno contestará que “eran otros tiempos”. 


Esto tan sencillo que aprendemos a hacer casi a la par que a hablar lo olvidamos cuando nos convertimos en muchedumbre. Llevo tiempo preguntándome por qué la gente se empeña en analizar hechos antiguos con ojos de nuestro siglo. Asistimos a esa especie de adanismo que promueve empezar de nuevo, enterrar lo que a la cosmología, la historia y la la filosofía les ha costado tantos miles de años conseguir. 


Guardo en mi armario una camiseta estampada con la fotografía de Pelé y Cassius Clay abrazándose el día que el brasileño se despidió de su carrera como futbolista, en 1977. Es una prenda con garra, de las que no pasan desapercibidas. Me enamoré de ella hace más de un año, cuando la vi en el escaparate de la tienda Cooligan, junto a camisetas de equipos señeros y  equipaciones de viejas glorias, de cuando el mundo se dividía en bloques, existía Yugoslavia y Marcelino marcó un gol de cabeza que celebraron hasta los españoles exiliados en Moscú. 


Esos Pelé y Clay de la camiseta me traen a una niña gafitas que se asoma al mundo asistiendo al asesinato de Martin Luther King, el nacimiento de los Panteras Negras y en cuya casa le hablaban de que en algunas zonas de EE. UU. se segregaba a la población por el color de su piel. Philip Roth, en su magnífica novela “La mancha humana”, describe las andanzas de un negro que llega a ser rector de su universidad y alguien muy valorado por la comunidad académica porque oculta pertenecer a su raza, haciéndose pasar por judío. 


Esa niña con gafas a la que acabo de referirme, gracias a las noticias que hasta España llegaban de las batallas campales que se diseminaban por los  alrededores del Mississippi, descubrió a Abraham Lincoln, cuya biografía leyó y releyó hasta desgastar las páginas.  Y cuando, pasados los años, visitó Washington, la joven con gafas en que se convirtió aquella niña corrió a ver el monumento erigido en su honor. Guarda desde entonces una reproducción de la decimotercera enmienda a la Constitución, proclamada bajo su presidencia y que viene a decir: “Ni en los Estados Unidos ni en ningún lugar sujeto a su jurisdicción habrá esclavitud ni trabajo forzado, excepto como castigo de un delito del que el responsable haya quedado debidamente convicto.”


La brutalidad policial ejercida durante la detención de un hombre negro,  George Floyd, hasta su asfixia y muerte, ha traído nuevamente revueltas y manifestaciones, resucitando la idea del asesinato selectivo por razón de la piel que, desde el verano de 1967, azota periódicamente al país de la decimotercera enmienda. Dentro de los altercados, la estatua de mi admirado Lincoln apareció pintarrajeada con frases del tenor de “que se joda la ley”,  “Jacky mato a JFK”  y alguna otra en alusión al 11-S. 


Como si se tratara de pólvora, el gusto por destrozar estatuas va corriendo por los EE. UU., emprendiéndola también con malvados imperialistas españoles del tenor de Bartolomé de las Casas o Fray Junípero Serra, de quienes cualquiera con estudios primarios sabe que han pasado a la Historia por justo lo contrario, es decir, por hacer valer los derechos del pueblo indígena frente a colonos, reyes y virreyes. 


Y como nunca falta algún europeo que enarbole cualquier bandera que le suene bien, al otro lado del Atlántico han arremetido contra la estatura de Fray Junípero en su tierra mallorquina y la del propio Voltaire en París. 


— Madame, no llore por mí, que tengo muchos años. Ya conocí el destierro y gracias a él, coincidí con Rousseau en Suiza y caté los vinos españoles de la mano de algún buen amigo. 

— ¿Sigue usted por aquí, amigo Voltaire? Creí que se había ido cuando acabó el estado de alarma. 

— Por aquí sigo y aquí me quedaré un tiempo más, si no le importa. Mire, le presento a Pascal, que hoy nos tiene como anillo al dedo.


Ante mí se levanta un Blaise Pascal más luminoso de lo que imaginaba y que se dedica, según dice, a transcribir las conversaciones de mis orquídeas, pues al parecer dominan el arte de la elocuencia (y yo sin saberlo). 


Hablamos un rato acerca de la locura colectiva que lleva al mundo a dejarse las cuencas de los ojos vacías y, por tanto, acaba guiándose por reyezuelos de un solo ojo pero mucha ambición. Pascal muestra curiosidad por Soros, a quien se le acusa de mover cien hilos a la par y cuyo poder  a la sombra puede ser leyenda, “pero también puede ser verdad”, me dice el filósofo con gesto pícaro. 


— Alguien que literalmente se hizo archimillonario en 1993 con una operación financiera especulativa que se llevó por delante al mismísimo  Banco de Inglaterra, madame, o tiene ojos y oídos allí donde los demás no pueden ni acercarse, o ha pactado con el diablo.


Hablamos de que su fundación filantrópica apoya movimientos aparentemente espontáneos y causas nobles con las que casi nadie puede mostrarse en desacuerdo. Lo malo es que, en general, esas reivindicaciones y campañas acaban pareciéndose a los múltiples focos de un incendio provocado y lo que es la protesta por la muerte de un hombre en calles americanas, se convierte en  una masa informe de incultos o aborregados que recorre también la vieja Europa a golpe de consigna para imponer, en definitiva, un mundo cada vez más fanático, más intolerante y más mesiánico. 


Pascal me recuerda que “cuando el hombre trata de ser ángel, acaba siendo bestia”, de ahí que debamos asumir nuestra naturaleza humana y no perseguir la quimera de crear nuevos mundos desde la nada, porque Adán solo existe en la Biblia y quienes jugaron a crear nuevas realidades, llevándose todo por delante, son mayormente recordados por el dolor que sembraron, pues tarde o temprano se descubre el engaño de prometer tres Navidades y más de trescientos días de fiesta al año, como cantaba Lucio Dalla. 


Miro tras el espejo que la realidad impone y pienso en aquellos budas que los talibanes volaron en Afganistán allá por 2001. Desde entonces, guardo a salvo mis recuerdos, por si acaso alguna normalidad de las que el poder se atreva a calificar como nueva, hace tabla rasa y nos incita a pensar que la Tierra es plana, el mundo tiene cuarenta años y el Sol da vueltas alrededor de nuestro planeta. 


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” del mes de julio de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí


Fotografía ©️Amparo Quintana, Madrid, 17 de abril de 2018

23 de mayo de 2020

A las ocho, asamblea general





El mes pasado les comenté que había recibido la visita de un Voltaire cocinero y a fecha de hoy debo indicarles que continúa en mi casa, no solo  entre sartenes y cacerolas, sino entretenido con la televisión. Cuando me levanto o me acuesto, me encuentro a François-Marie atento a la pantalla y tomando notas en un cuaderno de páginas azuladas que parece no terminarse nunca, aunque él insiste en que cada tres o cuatro días estrena uno, solo que los mortales como yo somos incapaces de ver las tres montañas de libretas que, al parecer, se apilan junto a uno de mis armarios. 

Le he pedido permiso para contar desde aquí cómo es el confinamiento de este filósofo estelar y su contestación ha sido rotunda: 

— Madame, no entiendo a las gentes de este tiempo, más preocupadas por lo superfluo que por la sustancia. Están ustedes tan liados con eso de las autorizaciones, las dobles firmas y la intromisión en la vida privada, que se olvidan de preservar lo verdaderamente íntimo. Si yo no quiero que se conozca de mí tal o cual cosa, descuide, que no se lo mostraré a usted.  Eso sí, le ruego ponga negro sobre blanco mi estupor por el retroceso social que percibo y el destrozo que han hecho con la libertad por la que algunos de mis contemporáneos y yo mismo luchamos con tesón. Ya sabe que mis obras combatían el fanatismo y la intolerancia. 

Al poco de instalarse aquí, cambió sus ricas ropas clásicas por un vaquero y una camisa, que al parecer “se encontró” en uno de sus paseos por las tiendas cerradas de Madrid. Ese día también apareció con una camiseta enorme para dormir, calcetines de colores, unos zapatos de cordones y ropa interior que no quiso enseñarme. Dice que lo pagó todo con varias monedas de oro, pues alguien de su posición tiene el deber moral de hacer lo correcto incluso cuando no lo ven. 

— En general, no tienen mucho gusto para vestir, Madame. Me doy cuenta de que hombres y mujeres se acicalan prácticamente igual, con ropajes plebeyos de sencilla manufactura. Creo que ese es el germen de los males que les aquejan, que no son exigentes, que se acomodan.

Y continúa con improperios hacia los gobernantes y toda persona pública que se asoma por esa televisión que tantas horas le quita. Los tacos los suelta en francés, lo que convierte en chic lo que sonaría a macarra y barriobajero  en gargantas castellanas.

Cada día, a las ocho de la tarde, convoca una asamblea en el salón de mi casa, aprovechando que yo estoy trabajando o escribiendo en otro cuarto. Además de invitar a cuantos ilustres habitan el mundo paralelo de mi cabaña, ha llamado a varias de sus amantes, señoras de muy buen ver, a las que les dirige miradas más paternales que lascivas, todo hay que decirlo (será que los años no pasan en balde). Suele someter a votación diversas iniciativas legislativas contrarias a los decretos y órdenes ministeriales que, desde mediados de marzo, inundan el Boletín Oficial del Estado. Hay una comisión, presidida por Cesare Beccaria e integrada por Cicerón, Ulpiano, Francisco de Vitoria, Montesquieu, Savigny y un simpático Ihering, que prepara recursos y enmiendas al desatino jurídico que, les oigo decir, inunda este rincón de Europa. 

También, como ha resultado ser bastante burlón y travieso, los domingos organiza citas a ciegas de filósofos y pensadores. La más sonada y divertida ha sido la de Carlos Marx y Adam Smith, que acabaron cantando “La Internacional” en inglés y a ritmo de samba.

Ayer, la asamblea de las ocho aprobó por mayoría absoluta y con el único voto en contra de la emperatriz Sissi, empadronarse todos en mi casa para pedirle al gobierno de España una pensión de esas llamadas de “mínimo vital”. Quieren demostrar que vivimos instalados en el absurdo profundo. También votaron por unanimidad, incluida la emperatriz, que, en caso de conseguir sus objetivos y como son gente de bien, emplearán las pensiones en fundar una organización que, para caso de confinamientos futuros, faciliten a las personas teletransportarse hacia el tiempo o los lugares  donde quieran vivir. 

Esta mañana, mientras miraba desde mi ventana hacia calle Bailén y veía un Madrid sacudido por esta oscura noche infinita del alma, he pensado que en el fondo esa asamblea de espectros debería gobernar el mundo porque, como anhelaba Confucio, quizá sean ellos los individuos mejor preparados, los más honrados, los más fiables y competentes; en definitiva, los que mejor pueden servir al pueblo.

También creo que no está mal lo de la teletransportación esa de la que hablan mis queridos okupas. Probablemente sea yo de las primeras en reclamar sus servicios, para poder alejarme hacia el lugar donde “todas las mañanas del mundo” pueda estar a salvo de esos espantapájaros y fantoches desdentados que tanto miedo me dan. 



NOTA 1: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” del mes de mayo de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí

NOTA 2: “Todas las mañanas del mundo” es un homenaje a la novela de Pascal Quignard, donde se aborda la relación entre Marin Marais, violista y compositor de la corte de Luis XIV, y su enigmático maestro Sainte-Colombe. Fue llevada al cine en los años noventa por Alain Corneau y su banda sonora recoge la “Marche pour la cérémonie des turcs”, de Lully, que ameniza el corte radiofónico. 

Fotografía ©️Amparo Quintana, Madrid, 2 de mayo de 2020

8 de abril de 2020

Tú Taylor, yo Zira





La mayoría de ustedes conocen mi gusto por la ciencia ficción y las narraciones distópicas, que muchas veces vienen a ser lo mismo o equivalente.

Si echo la mirada atrás, creo que la primera película del género que vi fue “Viaje alucinante”, de la mano de mi abuela Amparo, una mujer con la que recorrí todos y cada uno de los cines del barrio de Salamanca en aquella España de los sesenta, donde a las entradas se les aplicaba un precio político como al café, el azúcar o el aceite y las taquilleras tenían un público adepto al que trataban siempre de complacer con localidades adecuadas a las necesidades de cada cual. 

Cuando vivimos en la infancia, nos identificamos con personajes y a veces estos nos abducen. Jugamos a ser ellos, a hablar como ellos, a comportarnos como ellos. A mí me abdujeron dos: la doctora Zira de ese planeta maravilloso que me llevó a la relatividad del tiempo y el espacio, gracias al accidente aeroespacial del coronel Taylor, y el señor Spock de aquella confederación intergaláctica que me sumergió en la física cuántica para siempre. 

Ahora, en estos tiempos de estado de alarma con limitación de derechos y libertades, he regresado a los siete u ocho años para mirar el mundo a través de los ojos de una primate y de un mestizo de Vulcano, pues de repente el futuro ha aparecido en nuestras vidas vestido de distopía. 

Parto de la base de que siempre, desde que el mundo es mundo, quien te impone o te niega algo te dirá que es por tu bien y créanme si les digo que entiendo las razones sanitarias que nos impiden acercarnos a nuestros semejantes a menos de un metro y que nos instan a lavarnos las manos, pero lo que no entiendo es por qué se nos habla de una pandemia en términos de guerra, por qué esos militares que aparecen en las televisiones y radios cada día nos tratan como si fuéramos soldados y por qué los representantes del Ministerio del Interior ponen tanto énfasis en las sanciones y detenciones que han llevado a cabo con quienes se saltan el confinamiento. Desde tiempos de Franco creo que no salía tanto militar en temas que son civiles, revestidos de uniformes y condecoraciones. Tampoco, desde que murió el de Ferrol, los políticos de izquierda han hablado tanto de patria, compatriotas y espíritu patrio, como si nuestra obligación fuera acudir a las trincheras bayoneta en ristre para combatir un virus que solo la ciencia y la investigación, con dotación suficiente medios,  pueden dominar. 

Esta actitud guerrera ha derivado en insultos y delaciones vecinales acerca de quien juega a la pelota en su jardín o pasea a su perro cantando y saltando. Las personas que padecen alguna dolencia del espectro autista se ven obligadas a salir a la calle con un pañuelo azul para que no las increpen y mucha gente está desarrollando un trastorno obsesivo compulsivo que le impide sonreír cuando al frutero se le cae una naranja al suelo. 

Y esta impronta bélica la percibo también en una recientísima sentencia de un juzgado de lo social de Madrid, donde el magistrado deniega la pretensión de un sindicato policial contra el Gobierno, pidiendo equipos de protección sanitaria, tachando a los demandantes (literalmente) de “quintacolumnistas” y apelando también al deber patriótico de no desalentar ni ir a la contra, es decir, parece que ahora es más patriota quien traga con todo y no cuestiona. ¿Qué necesidad hay en impregnar de vocablos ideológicos y ofensivos para una de las partes lo que, por esencia, debe ser imparcial? 

Siguiendo con esta danza y para acabar con lo que desde arriba tachan de bulos y noticias falsas, se despliega un ejército de acólitos por todas las redes sociales con el objetivo de desprestigiar a periodistas y divulgadores por el hecho de salirse del guión de la Moncloa. También se llama al papa Francisco para que inste a los obispos a cerrar la cadena COPE el mismo día que se reparten quince millones de euros del erario entre medios afines. 

“La civilización no suprimió la barbarie, sino que la perfeccionó e hizo más cruel y bárbara”, me indica un Voltaire que se ha saltado el confinamiento y ha tenido la insensata idea de viajar por Europa en estos tiempos. En realidad lleva en mi casa cuatro o cinco días, cocinando su comida porque mis gustos culinarios no son los suyos y contándome cómo el conde de Aranda le hizo más llevadero su exilio en Ferney gracias a los vinos que le mandaba desde España (creo que es una indirecta porque no encuentra bebidas alcohólicas en mi casa). Mientras echa pimienta de Jamaica y laurel de Aviñón a las perdices que rehoga pacientemente antes de cubrirlas con un caldo dorado que no sé de dónde ha salido, me advierte de que, aunque me cayera pena de destierro y todas las críticas del mundo, tengo que hacer, que decir, que moverme, pues los humanos solo somos culpables de todo lo bueno que no hacemos, por lo que pecamos siempre más por omisión que por acción. 

Compungida y pensando en sus palabras, me alejo de esos fogones tan ilustrados y vuelo hasta un hospital cualquiera donde se está apagando el aliento de un anciano que con los ojos cerrados me transmite el deseo de despedirse de sus hijos y veo en la pared el reflejo de esos hijos que, encerrados en su casa, lloran de impotencia ante lo que es inminente. El paciente se parece al coronel Taylor y, como conozco las aventuras de aquellos simios parlantes, sé que Zira confía en el humano y tratará de hacer justicia. 

Hoy la justicia se llama clemencia  en un mundo que orilla a los mayores, que habla de viabilidad a la hora de distribuir los recursos sanitarios, que amortiza sus vidas en aras de imaginarios beneficios sociales para los jóvenes. Un mundo que juega a la ruleta rusa con ellos porque al parecer la vida vale más o menos según las canas que peines o las arrugas que exhibas. Y Spock, con su lógica habitual y desde lo más profundo de mi cerebro, alza la voz para recordarme que, esquilmada la generación de nonagenarios y octogenarios, los mayores sobrantes serían los de setenta y sesenta años y así hasta llegar progresivamente a los treinta o veinte, porque el teatro del absurdo no tiene fin. 

Parafraseando a un Aute que acaba de dejar este planeta y que alertaba sobre los peligros del pensamiento único, solo me falta subrayar que hay demasiados profetas que son profesionales de la libertad, es decir, nos la cercenan a base de espejismos. Piensen por ustedes mismos. 

NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” del mes de abril de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí

Fotografía ©️Amparo Quintana. Salerno (Italia), 8 de agosto de 2018. La frase del muro viene a decir lo siguiente: "No se trata de conservar el pasado, sino de realizar su esperanza". Se le atribuye a  Theodor W. Adorno.