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4 de noviembre de 2017

Arquetipos vitales VIII: El poder del rosa o los que tiran del carro.





Todo es ceremonia en el jardín salvaje de la infancia.
(Pablo Neruda)


Apenas faltaba un mes para que vinieran los Reyes. A pesar de que en la casa ya no había niños en edad inocente, esa de buscar el buzón directo a Oriente y lustrar los zapatos la noche anterior, seguía montándose cierta algarabía y alborozo. La responsable de mantener casi intacta la llama de la ilusión era Aurora, la hija mayor. Con catorce años y desde que falleciera el padre hacía cinco, había tomado las riendas de un hogar anárquico y desabrido, centrado en el día a día, más pendiente de la balanza de pagos doméstica que de hacer realidad los sueños de sus moradores. 

Siendo la mayor, como esta narradora les cuenta, acompañaba al colegio cada día a su hermana Lidia y a su hermano Quique y, aunque con este último solo se llevaba tres años de diferencia y con la otra quince meses, Auro, como solían nombrarla familiares y amigos, era la mayor a todas luces porque así lo habían establecido el destino y su propia vocación de primogénita. Y digo bien lo de vocación, pues se sabe que existen vástagos que, aun siendo los primeros en venir al mundo, tal vez por sentirse principales o quizá por la impericia de sus parientes, arrastran durante toda su vida un papel benjamín e inacabado, como enfermizo. Ella no era así, sino más bien al contrario. Fuerte sin llegar a dura, para su madre era el acantilado donde rompen las olas y se desgajan las galernas, el faro que alumbra aun tímidamente en los días de niebla y que parece autoabastecerse de todo lo necesario, porque jamás se ve al farero.

Llegados a esto, habría que puntualizar que la relación materno-filial no era idílica. Para la niña, la explicación estaba en que su madre tomaba pastillas para dormir desde que enviudara, pensando Aurora que los fármacos le propiciaban muy mal genio. Sin embargo, la madre sabía, aunque no lo admitiera, que esa hija nunca había sido aceptada como los otros dos, porque nació cuando lo que tocaba era disfrutar de un marido guapo y profesionalmente exitoso, lo que se truncó a los siete meses de la boda. Ese día, un resplandeciente viernes de octubre, rompió aguas cuando los esposos acababan de protagonizar su primera gran pelea de pareja, portazo incluido. Fue un momento aciago en el que ambos sintieron que habían llegado a un punto de no retorno y notaron al unísono que la garganta se les llenaba del vómito del hastío anticipado, que es el peor hastío que existe, pues contra él no puede hacerse nada. Luego vinieron Lidia, a colmar el corazón de mamá, y finalmente Quique a intentar salvar un matrimonio que ya hacía agua por todos lados. 

Pues bien, apenas faltaba un mes para el Día de Reyes y los tres hermanos pasaban la tarde limpiando caritas de muñecos y ordenando un mecano hecho de tres mecanos distintos. 

Aurora convenció a sus hermanos de que debían llevar a la parroquia aquellos juguetes que ya no usaran y estuvieran ocupando espacio en armarios, cajones y estantes. Había niños que no tendrían regalos a causa de la crisis y qué mejor forma de repartir riqueza que esta, es decir, donar sus cachivaches. Daba gloria ver a los tres, afanados en tan justiciera batalla, imaginando en voz alta la reacción de la chiquillería más necesitada. Su idea era más caritativa que revolucionaria, porque hasta las revoluciones se olvidan de los más párvulos, salvo para pervertirlos enseñándoles la cara diabólica de la especie humana y convertirlos en carne de cañón en causas que les son ajenas. 

A medida que pasaban las horas, ellos se animaban más y más. Quique decidió que ya no le interesaba su flauta dulce y Lidia, por no ser menos, se desprendió de su colección de minerales. 

Cuando llegó la madre con el tiempo justo para hacer la cena, sus tres hijos estaban aguardándola deseando contarle la hazaña que estaban preparando. 
  • Muy bien, buena idea. ¿Cómo lo llevaréis a la iglesia? 
  • Habíamos pensado que tú en el coche - dijo Quique.
  • Cariño, el horario parroquial no coincide con el mío, ya lo sabéis. Cuando llego de trabajar, el cura ya está viendo la televisión. 
  • Bueno, no importa - terció Aurora -. Si nos dejas el carrito de la compra, lo llevamos nosotros mañana mismo. 
Y así quedó la cosa.

Al día siguiente, nada más llegar del colegio y sin quitarse el abrigo, cogieron el carro y en él fueron depositando con mucho mimo la juguetería que habían apartado para aquellos chavales que tenían peor suerte que ellos. Cuando iban a cerrar el improvisado vehículo, Lidia recordó que su madre guardaba en el maletero de su alcoba una Pantera Rosa de peluche, regalo del novio que tuvo el año anterior. 
  • ¿Y si la llevamos también?
  • Es de mamá, no podemos.
  • Auro, no seas pesada. A mamá no le gustó nunca mucho, no la ha puesto en ningún sitio que se vea... y ya no sale con Guillermo. 
  • Podemos votar - dijo Quique- . Pero no a mano alzada, que luego os chiváis, sino con papelitos.
  • ¡Papeletas! - gritaron las otras a la vez.
El recuento de aquel referéndum fue corto y claro: dos a favor y uno en contra. Ganó el sí. Cogieron al felino y con él coronaron el montículo de muñecos y demás artefactos. Pink Panther asomaba la cabeza con su bigotes torcidos y su pícara mirada. 

Los tres hermanos se fueron alternando en llevar el carrito hasta la parroquia, no porque pesara o fuera dificultoso guiarlo, sino por la ilusión que a cada uno le hacía participar activamente en la aventura. Llegaron al despacho donde Íñigo, el cura más joven que, como buen carismático, los recibió alzando los brazos y agitando las palmas de las manos. Les alabó el gesto que habían tenido y, a medida que sacaba los juguetes y los depositaba sobre una mesa de madera oscura, les repetía que le dieran las gracias a su mamá por haber pensado en los más necesitados. También les dio una hojita de papel donde se indicaba que el 5 de enero, a partir de las nueve de la noche, algunos voluntarios irían repartiendo los regalos por las casas de quienes habrán pedido previamente esa ayuda. Se solicitaban manos generosas para llevar ilusión.

Contentos, los niños regresaron a su casa sorteando las losetas rotas y comprobando cuánto podía avanzar por sí solo el carro, dándole un pequeño empujón. 

A pesar de su alegría por la buena acción que habían llevado a cabo, aquella noche Aurora casi no durmió. Le remordía la conciencia a costa de la Pantera Rosa y también temía la reacción de su madre. De nada serviría alegar que lo habían decidido por votación y que ella, la mayor, se opuso desde un principio... ¡Ojalá nunca la echara en falta! Aunque siempre podrían responsabilizar a Irina, la asistenta que no sabe planchar, según dice mamá. 

Pasó un día y otro y otro. Semana tras semana llegó el 5 de enero. La madre estaba extrañamente feliz y dicharachera. Había ido a la peluquería, se había dado mechas de otro color y llevaba de vacaciones desde la Noche Vieja. 

Cuando Aurora la ayudaba a poner la mesa para comer, se acordó del impreso que el sacerdote les había entregado la vez que aterrizaron por ahí carro en ristre. 
  • ¿Vas a repartir juguetes esta noche, mamá?
  • No lo había pensado, pero he visto al párroco pegando carteles. No deben de haber reclutado a mucha gente.
  • Si quieres, te acompaño - soltó la niña con voz luminosa. 
  • Si voy, tendrás que quedarte cuidando de tus hermanos, doña Frufrú.
Hacía mucho que no la llamaba así. Sabía que, cuando lo hacía, era su peculiar manera de desmostrarle su cariño. 
  • Trato hecho. Me quedo con ellos y luego, cuando vuelvas, hacemos chocolate y comemos el roscón. 
  • Un poco tarde para todo eso, pero bueno; al fin y al cabo mañana es fiesta.
Y la madre, inesperadamente, puso la misma sonrisa que cuando Lidia gana medallas en natación. 

Al despacho parroquial fueron llegando los pocos voluntarios que aquellos clérigos habían sido capaces de reclutar. La madre reconoció algunos rostros, saludó a todos y cada uno de los presentes y a los que se iban incorporando al comité. Íñigo, el carismático, había confeccionado unos marcapáginas a partir de fotografías de paisajes, con frases del Nuevo Testamento. Era una forma humilde, pero sincera, de agradecer la tarea de quienes dejaban por unas horas el confortable sofá de sus casas para ir de excursión a la zona menos noble del distrito. 

La madre de Aurora leyó la frase que le había tocado:  “el amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (I Corintios, 13, 7)”. Intentó atisbar si el resto de marcapáginas tenía la misma cita, pero apenas pudo ver que las había más largas y más cortas. Para ella, auxiliar de laboratorio, la vida era líquida como los humores, amorfa como las células y ambigua como como la propia ciencia. Por lo tanto, aquel trocito de epístola paulina no era más que una idea en un mundo de ideas. 

Cada voluntario cogió una bolsa con objetos. La de ella apenas pesaba. Echó una mirada al interior y vio cuatro o cinco paquetes ataviados con papel de colores y de formas distintas, unos más largos y otros más chaparros. Habían dispuesto que irían de dos en dos, para hacer menos tediosa la labor.
  • Espera - le dijo Íñigo- como veo que llevas lo de Capitán Roi 15, coge también ese otro de la esquina y ten cuidado -le dijo en tono jocoso y guiñando un ojo- que va la Pantera Rosa. La dejas en el tercero izquierda. 
El camino hasta esa calle era dificultoso. Diciembre había sido un mes lluvioso, enero nació nevando y el barrizal formado en esos andurriales apenas asfaltados y alumbrados por farolas afónicas y cegatas, hacía que ella y su acompañante, un joven universitario que le iba contando sus andanzas del verano, tuvieran que moverse como si jugaran a la rayuela. 

Se atravesó un gato que salió de la oscuridad bufando y salpicando el bonito abrigo de la madre. Esta, un poco por el susto y otro poco por coquetería, hizo el gesto de pasar la mano por las manchas de barro, dejando caer involuntariamente el bulto con la pantera, que llevaba fuera de la bolsa. Apurada por haber sido ella la del descuido, empezó a compadecerse en voz alta, pasando pronto a despotricar del clima, la noche, el gato, el frío y “el capricho de mi niña”. 

El joven que la acompañaba optó por no decir nada al principio, limitándose a coger el paquete del lodazal y, con su pañuelo, intentar asearlo. Viendo que el esfuerzo era inútil, no tuvo más remedio que hablar, diciéndole a la madre que lo más elegante sería desenvolver ese muñeco y entregarlo desnudo pero limpio, no con el papel hecho un asco. 

Mientras retiraban el envoltorio, la cara de ella se fue mudando. Pasó de la contrariedad por el incidente gatuno a la risa ahogada en sonrisa cuanto contempló que no era una Pantera Rosa cualquiera, sino la suya, porque en el lazo que ceñía el cuello de aquel felino de trapo su amigo Guillermo había dibujado sus iniciales: G y E. ¡Vaya con sus hijos! ¿Y ahora qué podía hacer? Llevársela a su casa la obligaría a dar muchas explicaciones y compensar con otra cosa a la familia que esperaba ese obsequio. En cuestión de milésimas de segundo se despidió mentalmente del peluche y del único recuerdo material que le quedaba de aquel novio pasajero al que rechazó de la noche a la mañana, siguiendo su máxima de que era mejor repudiar a tiempo que ser repudiada. 

Repartieron los paquetes, estrecharon manos, abrazaron torsos, se tragaron algunas lágrimas, también rieron y, al llegar a la avenida principal, se despidieron, marchando cada cual a sus respectivos hogares.

Pasaban quince o veinte minutos las doce cuando la madre abrió la puerta. Sus hijos la esperaban despiertos, viendo en la televisión una película musical. Dudó si soltar a bocajarro lo de la Pantera Rosa, pero esa vez no se dejó llevar por su temperamento y, uno por uno, fue besándolos. Convinieron los cuatro en dejar el chocolate para desayunar y se retiraron a descansar. 
En el silencio de la noche, cuando los Reyes penetran en los sueños de las almas sinceras, se oyó a Aurora acercarse de puntillas a la habitación de su madre quien, haciéndose la dormida, percibió el aliento de su hija al lado de la oreja. En voz baja, temblorosa e insegura, la niña le dio las gracias por haber ido a repartir juguetes y le pidió perdón por haber llevado la pantera a la parroquia sin su permiso, pero que sus hermanos se empeñaron y ya sabía cómo eran. Le prometió que ahorraría su paga para comprarle otro muñeco igual. En ese momento, los corintios de san Pablo se instalaron en la frente de la matriarca y esta, comprendiendo de repente el misterio del mensaje, dejó que un riachuelo de lágrimas mojara su hasta entonces estéril y fría almohada. 

NOTA: Tomé la fotografía en Milán, el 26 de agosto de 2016. 

28 de julio de 2015

Sin fecha de caducidad




Más de uno nos hemos encontrado alguna vez frente a un diagnóstico médico poco agradable, bien contra nosotros mismos o bien en relación con alguien de nuestro entorno. Por si esto no fuera suficiente, puede que el facultativo nos regale la propina de poner fecha aproximada a nuestra cita con la Parca, en un alarde de transparencia y sinceridad que casi nunca es comprendido o aceptado de buena gana por quien lo recibe. No me estoy refiriendo a esos momentos en que el enfermo se está muriendo y los médicos avisan de que solo quedan días u horas para el desenlace, sino a esos otros casos en que, sin decirte que estás terminal, te sueltan que dentro de meses, un año, tres o quizá cinco seas polvo de estrellas y recuerdo de tus seres queridos.

Es cierto que en muchas ocasiones esas conjeturas se realizan respondiendo a las preguntas directas y ansiosas de los pacientes, pero esto en absoluto justifica que te equiparen a un yogur y sellen tu alma con una fecha de caducidad que, aunque sea imaginaria, quedará impresa en el inconsciente del enfermo con esa tinta indeleble que tan hábilmente preparan siempre el miedo y la frustración. Porque, llegados a este punto, si nos dicen que no cumpliremos los cincuenta años o que no volveremos a ver florecer el granado de nuestro jardín, nos están condenando a vivir bajo la espada de Damocles, aun a sabiendas de que la praxis médica no es infalible.

Saber comunicar las noticias dolorosas es un don que no todo el mundo posee, pero sin duda se puede aprender. De igual manera que los médicos aplican protocolos hasta para sajar un grano, alguien debería instruirles sobre las consecuencias que desencadena lo que dicen. Si se me permite aludir a mi experiencia personal, en cierta ocasión salí de la consulta con un nuevo amiguito: el fantasma de la guadaña. Este personaje me dio dos años infernales, pues a cada momento me asaltaba la idea de que me moriría pronto, infierno que se agrandaba con la creencia de que yo debía mantenerme fuerte, sin preocupar ni apenar a quienes me rodeaban. El destino quiso que encontrara a otro especialista que me habló en un idioma distinto. Mi dolencia sigue ahí, pero el fantasma desapareció y yo recuperé no solo años de vida, sino la ilusión de disfrutarla sin mayores temores que los de todo el mundo.

Si la naturaleza ha querido que no sepamos nunca dónde y cómo escribiremos el último renglón de nuestra existencia, me parece inhumano hacerte cargar con una fecha de caducidad que normalmente es hipotética y puede que hasta irreal. A mí me da la impresión de que, muchas veces, los galenos se aventuran a dar fechas o plazos para curarse en salud, colocándose el escudo contra posibles reclamaciones antes de que estas se lleven a cabo. Medicina defensiva la llaman.
Es importante tener en cuenta que, se acierte o no en la previsión de la vida que le queda a un enfermo, lo cierto es que somos lo que nuestros pensamientos van creando.  Imaginemos que, al enamorarnos, se nos informara de que esa relación terminará un determinado día. ¿Experimentaríamos las mismas emociones? Probablemente no. Cualquier cita romántica, encuentro placentero o detalle cariñoso muy posiblemente quedaría empañado por un sentimiento de insignificancia, pues resultaría difícil sustraerse a pensar algo parecido a “esto está muy bien, pero dentro de siete meses vamos a separarnos”.

Pregunto a esos sanitarios que se aventuran a dar tales noticias cómo se imaginan que serían sus vidas si a ellos les dijeran que apenas tienen un año para poner en orden sus asuntos. ¿Estarían tranquilos? Se me ocurre que muchos optarían por dejar de trabajar e irse sumiendo en la narcolepsia abúlica de un calendario; otros romperían una relación amorosa, temerosos de no poder dar lo que creen que el ser amado espera; algunos decidirían no engendrar ese hijo que anhelaban; no faltaría tampoco quien cayera en depresión y quien se enganchara a las drogas de cualquier estirpe... Es decir, con fecha de caducidad la vida te cambia y, como esa transmutación no obedece a la voluntad del paciente, jamás se apreciará como una renovación, sino como la carga de estar vivo, incrementándose así  el sentimiento de culpa y la victimización por hacer contraído una dolencia de las malas.


Dejemos que al tiempo lo sigan midiendo relojes que nunca son exactos, que se atrasan, se estropean, se paran… Si los carillones no son infalibles, apliquemos la fecha de caducidad solo a los artículos perecederos e inanimados, jamás a la gente que vive, siente, piensa y solo desea ahuyentar sus miedos.  No se trata de dejar de ser realistas, pero puestos a elegir, yo me quedo con el realismo mágico que se obstina en llevar la contraria a las previsiones estadísticas que manejan los médicos. 

NOTA: La foto fue tomada en el Palacio de Peles (Sinaia).

25 de junio de 2015

Cultura




Existen vocablos que, con el transcurso del tiempo y a fuerza de olvidar su raíz etimológica, se vuelven tan permeables que parecen autorizar a cada persona que los utilice a imprimirle su propio sentido y mantener su peculiar y concreto significado frente a otro u otros igualmente particulares.

Con la palabra cultura ocurre un tanto de esto. Independientemente de las etiquetas o apellidos que muchas veces se le colocan ("popular", "a la contra", "de masas", etc.), lo cierto es que su contenido cambia según quien la utilice y, por ende, también es distinta la relación que cada cual mantiene respecto a ella. Hay quienes la aman, quienes la buscan, quienes la aborrecen, quienes la encumbran, quienes la critican, quienes la reclaman, quienes la representan, quienes la manipulan, quienes la regulan y hasta quienes la consumen sin más. Es decir, cuesta manifestarse objetivo y ecuánime hasta el punto de que, según lo que digamos en material cultural, podrá interpretarse a nuestro favor o en contra.

La lengua quiso que cultura y cultivo procedieran del mismo término latino, por tanto,  podemos pensar que nos encontramos ante una cuestión que consiste en acondicionar algo para poder dar frutos. Sin embargo, cuando hablamos de lo primero prácticamente cabe todo, desde un tiovivo hasta la Bauhaus, mientras que si decimos de alguien que es una persona cultivada, añadimos un plus a su personalidad.

Llegados a este punto, entiendo la cultura como una forma de estar en el mundo; guarda mucha relación con la ideología y, si no siempre, a veces puede convertirse en una acción política. Evidentemente, leer a Bukowski, escuchar soul y asistir a una representación de “La fanciulla del West” pueden ser compatibles entre sí (y de hecho somos bastantes a quienes nos gustan esas tres cosas tan distintas), pero si tras unas declaraciones pacatas de algún prócer episcopal alguien dice en público que prefiere entretenerse con el autor de “Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones”, esa opción se convierte en un aguijón cargado de intencionalidad muy distinta a quien hubiera contestado que admira a Sam Cook. En el primer caso se tomaría como provocación, en el segundo como simple desinterés por lo que pudiera haber dicho el representante de los obispos. 

Nada, por tanto, es menos neutro que la cultura, no solo desde el ámbito ideológico o de valores al que me he referido, sino también por ese cultivo de la personalidad que, poco a poco, se va forjando a través de lo que leemos, escuchamos, hablamos, observamos, etc. Por eso los pueblos que, como el nuestro, paulatinamente se desentienden de ella, acaban en un cajón de sastre al albur de la consigna de cualquier cantamañanas, ya sea periodista, político, brujo o titiritero. Cultivarse es sacar lo mejor de nosotros mismos, porque nos convierte en pensadores libres… y no es lo mismo cien que ochenta, aunque podamos disfrutar y emocionarnos tanto con una canción de Jacques Brel como con la catedral de Chartres o, como yo esta semana, leyendo “Apología del metasuicidio”, de Eric Von Gerö, un autor iconoclasta que disfruta sacudiendo las columnas de los biempensantes, voten al partido que voten (o no voten).


3 de febrero de 2015

Lo que aprendí de ti




Para Joaquín, mi padre

Siempre supe que ninguna persona reemplaza a otra, pero es ahora cuando puedo decir que lo he asimilado. Cada cual ocupa un lugar concreto y definido en la vida de los demás, albergado en el núcleo de la existencia. Desde la infancia vamos descubriendo que no todos representan lo mismo para nosotros y que la huella que nos dejan va más allá del parentesco, la amistad o el oportunismo. Por eso, ahora que ya no puedo coger tu mano ni darte un beso ni llenarte el vaso con agua, agradezco tener un corazón que me ayude a recordarte, un corazón cincelado por vientos emotivos, más que por imperturbables palabras.

Recordar es hacer que las cosas surquen dos veces nuestros corazones y he aquí que se recuerda con dicho órgano y no con la cabeza. Perdemos el tiempo buscando aromas, voces o paisajes allá donde anidan logaritmos y declinaciones, pues la memoria nunca ha sido sinónimo de conocimiento ni de ideas. Se rememora desde el sentimiento y, como al fin y al cabo este es selectivo, yo termino acordándome siempre de lo mejor y más luminoso, en detrimento de amarguras y sombras.

Vivir es crecer, crecer es aprender, aprender es fijarse. Desde pequeña observé que tus difuntos estaban presentes en tu vida y que los recordabas desde la alegría y la calma, sin pesares, abatimientos o largos desconsuelos. Por eso, lo que aprendí de ti es tan complejo y simple al mismo tiempo, pues me enseñaste a vivir con ausencias. Nada reemplaza a nadie, todo sigue ocupando su lugar en nuestros corazones… y nos asomamos al balcón de la esperanza, ávidos de atesorar más recuerdos.

Nota: La fotografía fue tomada en Brasov