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3 de mayo de 2010

Alan Bennett y las flores del Corán


Hacia el final de la obra teatral "Los chicos de Historia", Bennett pone en boca del protagonista Héctor unas palabras que impulsan a dar a la gente aquello que nos ha sido entregado. Estando escrita en un contexto académico, la cita se refiere a los conocimientos. Literalmente, este profesor (encarnado en Josep María Pou) les pide a sus alumnos que "pasen el testigo", que para mí es algo así como "vaciaros, lo que sabéis no os pertenece del todo, debéis compartirlo".

Esta idea nos conecta con la generosidad, hermosa palabra de la que todos hablan, pero que no siempre practican. ¿Quién es generoso? Probablemente el que se mueve por fines distintos a los meramente materiales, procurando el favor o bienestar ajeno por delante del propio. La raíz "gen" me evoca  generalidad, genealogía, gentes... y, por tanto, se me antoja cualidad exclusivamente humana. Por eso me gusta, porque está alcance de todos con democrática simplicidad. No es cosa de titanes o superhéroes, sino de imperfectas personas. En principio, todos podemos ser generosos, moralmente comprometidos con los demás.

En otra obra, cuya segunda parte de su título da nombre a este post, el viejo Ibrahim le da al joven Mo más de lo que éste se hubiera figurado nunca: "le pasa el testigo" hasta el punto de convertirse, tras la muerte de aquél, en el árabe del barrio (hay que decir, para quienes no han visto ni la representación teatral ni la película, que Mo es francés y, además, judío) 

Por si esto fuera poco, en un momento, Ibrahim le dice a su discípulo que "las cosas que das te pertenecen para siempre y las que te quedas, las desperdicias". Y yo pregunto: ¿hay alguien ahí dispuesto a seguir desperdiciando?

Nota: He elegido una imagen de derviches giróvagos no solamente porque Ibrahim fuera sufí, sino porque estos danzantes recogen con una mano la idea mística de lo supremo y con la otra la depositan en la tierra de los hombres, es decir, "nos pasan el testigo".

30 de abril de 2010

La prescripción o el deber de perdonar






En el llamado Siglo de las Luces, Cesare Beccaria nos alumbró con un tratado sobre delitos y penas, texto al que aún hoy se remiten las voces doctas del Derecho y que todo buen jurista conoce. Es mérito de nuestro filósofo haber sentado las bases de la reforma del sistema penal europeo (también llamado "del Antiguo Régimen"), hasta entonces caracterizado por su extremada crueldad y arbitrariedad.

Beccaria sostiene que, cuanto más pronta y más cercana al delito cometido sea la pena, ésta será mas justa y más útil. Lo primero, porque al reo no se le puede mantener indefinidamente en la incertidumbre, lo que sería equiparable a lo que hoy conocemos por tortura (el tratadista habla de "tormentos" y yo propongo acordarnos de Guantánamo para comprender esto) Y será más útil porque, cuanto menor sea el periodo de tiempo transcurrido entre el delito y la pena, tanto más fuerte y legítima es la asociación de tales conceptos y, por tanto, de que a toda pena es consecuencia de un delito.

También explica que, una vez conocidas las pruebas del delito, es necesario concederle al  reo un tiempo y la posibilidad de justificar su acción (lo que hoy equivaldría a la fase de instrucción), subrayando que ese tiempo debe ser breve, de modo que no perjudique a la prontitud de la pena y, por supuesto, introduce la idea de la prescripción de los delitos y de las penas, diferenciando entre los más graves y los más leves.

Parece, pues, que es consustancial a la razón dotar al tiempo de efectos curativos, en el sentido de considerar contrario a la naturaleza humana tener a alguien bajo sospecha toda su vida. Todas las religiones y buena parte de las corrientes filosóficas han sabido de esto y han elevado las ideas de clemencia, misericordia y absolución a la categoría de valores indiscutibles. Pero es que, además, dicen médicos y psicólogos que resulta beneficioso para la mente humana perdonar lo que nos hacen, no anclarse en un sufrimiento que muchas veces conlleva un desmesurado deseo de venganza, lo que agrava la amargura y el desconsuelo.

Por eso es necesario que el paso del tiempo siga siendo instrumento de perdón. Una sociedad que no dispensa, ni borra, ni olvida, no se alivia de sus propias rémoras, no se libera de viejas ataduras y no avanza, por más que lo pretendan disfrazar.

Y para finalizar, algo que dice Beccaria en el capítulo XII del tratado que aquí comento: Un cuerpo político, muy lejos de obrar por pasión, es el moderador tranquilo de las pasiones de cada uno. Al buen entendedor....

29 de abril de 2010

Creadores

Parece que en la naturaleza de las personas habita el deseo de crear vida a partir de elementos inanimados, pues son tantos los mitos y leyendas basados en esto, que se diría fuese nuestra máxima aspiración. La materia más extendida para llevar a cabo ese momento creativo suele ser el barro: desde que Dios lo utilizó para que naciera Adán, en cualquier latitud surge alguien que convierte un trozo de arcilla en un ser más o menos autónomo y, desde luego, siempre imperfecto. Ahí está el Golem de Praga, sin ir más lejos...

Otro tanto cabe decir de Frankenstein. En este caso, la criatura procede indirectamente de la tierra, pues ya sabemos que su cuerpo lo componen fragmentos muertos de seres humanos. Mas la idea es la misma: insuflar vida donde antes no la había y con un fin que trasciende la propia naturaleza de su hacedor. Se diría que éste busca perfeccionar algo, progresar, emular a los dioses, doblegar la naturaleza, o simplemente valerse de algo capaz de llevar a cabo lo que él no puede o no se atreve. Lástima que, en todos los casos que conozco, los creadores no contaron con la capacidad que tenían sus hijos de rebelarse y, por tanto, no previeron las consecuencias de su inspiración.

28 de abril de 2010

Dejar huella


Hace algo más de un año, leí en la prensa que un monje tibetano, tras años y años de orar en la misma posición, había dejado las huellas de sus pies impresas en el suelo. Se decía que rezaba unas mil veces diarias y que, siendo más joven, lo hacía hasta tres mil. Me imagino que el cálculo es aproximado, pero desde luego hace honor a la constancia del religioso y a la fe que tiene en cuanto hace.

No sé si en el monasterio dejarán esas huellas para siempre, como una especie de reliquia. Pero lo que está claro es que, aparte de la madera, nuestro monje habrá dejado su impronta en los corazones de cuantos hayan compartido su vida de retiro y oración. Y quizá sea esa la huella más importante e indeleble: el recuerdo que de cada cual puedan tener los otros y el influjo que podamos ejercer en los más próximos. Por eso es importante concentrarse en cuanto hacemos, como este budista, que no ha dejado al azar ni la posición de sus dedos.

26 de abril de 2010

Andar andenes



Hasta en los andenes vacíos suceden cosas. El tiempo no se detiene, los pensamientos bullen y la calma aquí no es sinónimo de paralización. Un cartel nos enseña su risa, pone voz a nuestros pensamientos y hasta discutimos con él la oportunidad o no de cuanto anuncia. Los raíles se aproximan entre sí, se cruzan y separan millones de veces en peculiar Moebius... Tan sólo se interrumpe el lazo cuando un convoy se detiene. Las puertas se abren. Nadie sube. Bajan dos mudas charlando.




25 de abril de 2010

Caos

Como en el mito de la caverna, de vez en cuando hay alguien que se desata las ligaduras y sale al exterior. Cuando regresa para describir a los otros cautivos qué ha visto fuera, los demás no creen lo que dice, porque es más fácil seguir acomodados en el pensamiento mayoritario, dormitar viendo las imágenes que nuestros ojos miran sin sobresalto, que nuestro cerebro clasifica rápidamente y que nuestro corazón no se esfuerza en comprender.

Paremos, paremos y reflexionemos sobre lo que ocurre últimamente en nuestro país: otra vez los unos contra los otros, tirios y troyanos, montescos y capuletos, buenos y malos..., esas dos Españas machadianas llenas de ira y revancha, incapaces de perdonar y, por tanto, inservibles. ¿Hasta cuándo? ¿Veremos alguna vez un cambio verdadero? ¿Cómo hemos honrado hasta ahora a los muertos y represaliados? ¿Los estamos dignificando o, por el contrario, resucitamos su estigmatización?

Paremos, paremos de una vez y levantemos el velo que cubre esta farsa: pensemos en quiénes se benefician de tanto dolor y cuáles son sus intereses. Son los mismos personajes que, desde hace tiempo, están empeñados en subvertir el orden de las cosas, legislando a golpe de martillo, abocando al Derecho Penal a las cloacas, impostando su pretendida defensa de los derechos y libertades fundamentales, haciendo pasar por avanzado lo que en realidad es una nueva cara del totalitarismo.

Paremos, paremos y comprendamos que es muy peligroso jugar con la seguridad jurídica, cambiar las normas a nuestro analfabeto capricho electoral y con pretendida retroactividad.

Y a quienes, en la platónica caverna, jalean todo esto, sepan que están contribuyendo a que un día no se salven ni ellos mismos, como amargamente cantaba el personaje de Brecht.

Abril en Portugal...

... O capitanes intrépidos.

20 de abril de 2010

De nenúfares y estaques

Podemos disfrutar en estos momentos de una maravillosa exposición sobre Monet y sus concomitancias o influencia respecto de algunos artistas abstractos. En un día concurrido, como puede ser un domingo, la mayoría de la gente se agolpa para ver, comentar y comparar la variedad de cuadros que plasman a golpe de pincelada diversos elementos acuosos y multitud de nenúfares.

Recuerdo que, cuando era una niña, los nenúfares me parecían flores mágicas, que no guardaban relación con ninguna otra. No me planteaba buscarlos en las tiendas, porque les atribuía una naturaleza extra comercio, merecedora de agasajar a las hadas, pero imposible de marcarles un precio. Cuando veía alguno, en estanques o fuentes, tampoco se me ocurría cortarlos, porque no ansiaba poseerlos. Me bastaba con recordarlos luego, a solas, y dibujarlos. Suponían para mí casi una manifestación de lo sagrado y, por lo tanto, forzosamente tenían que ser inaccesibles.

Al acudir a la exposición de la que hablo y observarme yo misma "desde fuera", me he dado cuenta de que conservo intacta la actitud reverencial hacia esas flores. Las contemplo a través de los trazos y el gusto del pintor, mas vislumbro sin verlos aquellos nenúfares de mi infancia y siento en el estómago la misma punzada que experimentamos ante lo sobrenatural o lo fantástico. Y como algunas manos fervorosas agarran rosarios y cruces para asirse a la vida eterna, yo me acerco a las ninfas robando con los ojos el color sobre lienzo de esos lirios de agua.

De paso, creo haber entendido la esencia abstracta de tales cuadros: no son trazos, ni reflejos, ni juegos de sombras... Es el gozo de mirar lo que resulta efímero y perecedero, para colmarnos las entrañas con el aroma de lo eterno.

7 de abril de 2010

Despedida


Aparece aquí un mini-relato que escribí en la década de los noventa, cuando acababa la guerra de Bosnia-Herzegovina. Nunca quise situarlo en un lugar concreto, ni dar pistas sobre la nacionalidad de los protagonistas. Puede ser cualquier país, porque los conflictos bélicos no acaban y los éxodos tampoco. La foto está tomada en Weimar, en 2008. No hay guerra, pero el ciclista podría ser perfectamente el protagonista del cuento:

He dejado pasar los días hasta decidirme a escribirte estas notas y parece, mira tú por dónde, que la climatología me acompaña: hoy dejó de llover bien temprano, haciéndose la luz en lo que, desde hace semanas, era un manto brumoso acorde con nuestro ánimo. Puede, por tanto, que las únicas gotas de agua que notes en las próximas horas sean las que salgan por tus ojos cuando leas lo que aquí expreso. Por mi parte, lo tengo todo llorado. De sobra he humedecido la almohada durante los últimos diez meses, esperando este día con una mezcla de ansia y miedo, lo primero por salir del infierno y lo segundo porque en él dejo parte de mí.

No es fácil despedirme, sé que lo comprenderás, al igual que se me ha hecho muy duro elegir qué cosas puedo llevarme de aquí. Curiosamente, "recoge tus cosas" fue tu frase favorita durante muchos años; todos los días de mi infancia se gestaron al calor de esas palabras y, ahora que en verdad debo recoger lo mío, en este preciso instante, nada dices, nada impones, a nada obligas: paradojas de la vida que advierten de que lo que más trabajo nos cuesta hacer a los seres humanos es aquello que no nos piden. ¿Estaremos tan acostumbrados a ser dirigidos? Incluso los actos en apariencia más libérrimos responden en el fondo todos ellos a razones exógenas que nos superan, a dictados ajenos que nos van envolviendo y nos hipnotizan, nos engañan haciéndonos creer que realizamos cuanto queremos. Siempre actuamos según nos permiten las circunstancias y por eso, papá, ahora tú te quedas y yo me marcho.

Te seguirás preguntando por qué me voy, tratarás durante bastante tiempo (quizá el resto de tu tiempo) de encontrar una justificación a mi partida, algo que dignifique mi postur... Mas te ruego que reflexiones poco sobre estas cosas y admitas los hechos como quien asiste al cambio estacional, sin plantearse nada, sólo aceptándolo como parte de la vida. Si de algo te sirven mis palabras, has de saber que no me voy porque hayan derribado mi escuela, ni porque ya no me permitan ser maestro en lo que nos queda de patria, ni tampoco por ser un traidor de los traidores. Me marcho sencillamente porque tengo miedo, mucho miedo.

Durante la guerra conviví con el horror y el espanto, como todos cuantos permanecimos en esta ciudad sitiada. A fuerza de asistir al drama diario, acabé acostumbrándome a sus manifestaciones, a las muecas de la muerte, a los gritos de locura, al dolor y al abandono que pesaban sobre la población entera, sobre los centenarios monumentos, las milenarias tierras... Pero hoy el peligro es invisible, no asoma a la cara de nadie ni te avisa. Se encuentra en el aire y, al respirarlo, nos vamos colmando de su veneno hasta vomitar pánico. Los que hemos aprendido a sobrevivir a los bombardeos y a los francotiradores intuimos, sin embargo, que los peores proyectiles están aún por llegar. No podrá preverse su trayectoria y lo más alarmante es que pudieran salir del fusil o metralleta de alguien cuya amistad nunca hubiéramos cuestionado.

El país al que viajo es soleado y, aparte de un vocabulario de emergencia, apenas tengo conocimiento de su idioma. ¿Seguirás creyendo que es de medrosos abandonar la tierra de tus padres en tales condiciones? ¿Cuántas mujeres y hombres estarían dispuestos empezar de cero, si no fuera porque se encuentran en peligro? Porque la integridad personal no sólo se arriesga cuando te apuntan con una pistola, sino también cuando te cierran las puertas que anteriormente tuviste abiertas. Es entonces cuando tus raíces, tus creencias, tus recuerdos, tu cultura, tu propia entidad, en suma, se subastan a cambio de nada en la lonja de la Historia, escrito así, con mayúscula, como casi todas aquellas cosas que en realidad no nos pertenecen y sobre las que los humanos de a pie poco o nada podemos decidir: Estado, Iglesia, Cumbre, Tratado...

Por eso te pido, ya no sólo como padre, sino como alguien también involucrado en la aventura de existir, que no califiques mi decisión como cobardía, sin antes pensar un poco sobre la situación que me espera hasta que pueda (si es que puedo) normalizar mi vida. Se trata de una huida hacia adelante, es haber depositado la esperanza fuera de aquí, soñando con un futuro que no alcanzaré en mi ciudad ni en mi región ni en otros territorios limítrofes. Cruzo la frontera porque han sembrado mi calle de fronteras invisibles, porque para muchos vecinos ya no volveré a ser el hijo del sastre, aquel chico al que vieron crecer al paso de tu viudez, que no dio a sus mayores más problemas que los habituales y cuya única pasión reconocida fueron los helados de crema. Nunca más seré a sus ojos el joven callado incapaz de negar a nadie un favor, ni el maestro de la mayoría de su prole. A partir de ahora soy un perdedor y sólo se me asociará con una ideología fracasada, a pesar de que jamás hablara con ellos expresamente acerca de mis convicciones. Tampoco de las ajenas.

Dejo mi país con más pesar del que creí en un principio que iba a padecer. Si he de ser sincero, mi dolor no nace tanto de las grandes cosas que abandono (¿o me abandonan?), como de esos otros pequeños detalles que, a fuerza de no concederles importancia y, por tanto, no prevenirme contra ellos, resultan ser los que finalmente han configurado mi moral, mis pasiones y mis intereses vitales. ¡No sabes cómo duele en estos momentos dejar que los recuerdos franqueen la puerta de tu memoria y afluyan los paisajes, calles o bullicios de los que has formado parte, para terminar aceptando que no puedes transportar en la mochilla un olor, una fiesta o un mercado!.

Te escribo estos renglones desde el comedor, con el ventanal abierto de par en par. A través de él entra una inmensa luz blanca de tonos metálicos que abraza y tiñe con su esencia todo el cuarto. Creo que es esta la imagen que deseo llevarme de cuanto ahora me rodea, un fulgor níveo que purifique lo que pronto serán evocaciones y que paralice la imagen de lo que se resistirá a ser pasto del olvido. De la misma manera que hasta hoy he sido capaz de constreñir mi primera infancia en el sabor a canela de las galletas que más me gustaban, mi vida en el país donde me nacieron probablemente irá atada a la claridad que presentan en estos momentos las paredes que me circundan y abrigan.

Voy poniendo fin a mis palabras, insistiendo en que no sufras por mi partida. Al fin y al cabo, muchos han sido los que, a través de los tiempos, han mudado su residencia por razones varias y, a la postre, ello ha contribuido a un mayor y mejor intercambio de costumbres, al avance de la especie. Somos, por así decirlo, producto de ese ir y venir de gentes, el denominador común de cuantas tribus habitaron un día el planeta.

Sabes que te he honrado como padre y te he querido como persona. Te seguiré honrando y queriendo, por más que se diluyan los detalles que hasta ahora han conformado mi vida. Abraza en mi nombre a los tíos y llévale a V. el paquete que dejo junto a esta carta; contiene objetos que sólo a ella incumben y los estará aguardando como símbolo de la libertad que estrena tras mi marcha.

Un beso para ti. Ya tendrás noticias mías.


6 de abril de 2010

Mirar con los ojos y ver con el recuerdo


A medida que crecemos, vamos olvidando muchas de las cosas que hemos contemplado de pequeños. Otras, sin embargo, quedan fijas en la memoria, si bien no siempre con una objetiviad clara y fidedigna, sino "adaptadas" a nuestro recuerdo. Hasta tal punto esto es así, que nos cuesta admitir una versión diferente, por más que en el fondo seamos conscientes de que nuestra visión puede estar trastocada. Así, el doctor que nos examinaba por rayos no era solo alto, sino casi un gigante, y al collar de perlas de la abuela nos empeñamos en adjudicarle un color azul cielo.

Los recuerdos nos pertenecen más que ninguna otra cosa y de la misma forma que algunos periodistas no pemiten que la realidad les arruine una noticia, preferimos la magia de lo invocado, aunque no concuerde con hechos, datos o fechas comprobables.
Pasados unos años, ¿cómo recordarán los niños de las fotografías lo que veían agarrados a sus mayores? Por ahora yo puedo decir que era Jueves Santo de 2010, pasadas las siete de la tarde. Una multitud de personas se agolpaba alrededor de las iglesias para presenciar la salida de sus procesiones favoritas. Hasta aquí, datos contrastados; me pregunto si coincidirán con lo que esos niños, cuando crezcan, cuenten que vieron.