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9 de agosto de 2012

Los bárbaros y sus invasiones




Dicen los historiadores que las invasiones bárbaras trajeron a Occidente la paralización de la industria y el retroceso en el comercio, significando el fin de una civilización antigua avanzada.
¿Estamos condenados a repetir?

8 de agosto de 2012

Anhelos





Ha llegado a Marte un nuevo artefacto robotizado. La noticia me llena de alegría, pues soy de naturaleza estratosférica y muy aficionada a la aventura sideral. Crecí imaginando que en el año 2000 viajaríamos en platillos volantes a otros mundos y que por esas fechas ya tendría varios amigos de Ganímedes o de cualquier otro rincón del cosmos. Sin embargo, estamos en 2012 y seguimos prácticamente igual, cogiendo el autobús, recorriendo autopistas en vehículos mayoritariamente dependientes del petróleo, pasando el tiempo en las esperas cada vez más tediosas de los aeropuertos o montándonos en la alta velocidad, que por estos pagos se llama AVE y va sobre raíles bien pegaditos a la corteza terrestre. Salvo algún millonario con suerte y, por supuesto, los astronautas profesionales, casi nadie ha estado en órbita.
Quienes seguimos creyendo que los americanos patearon la Luna en julio de 1969, ansiamos volver a ver a seres humanos pisando nuevamente el polvo galáctico y, por qué no, explorando nuevas formas de adaptación a la vida extraterrícola. Ahora bien, me gustaría que, si ese día llega, quienes habitamos este planeta hayamos aprendido de nuestros errores y no traslademos a otros orbes la inmundicia y la degradación que hemos ido acumulando desde que empezamos a creernos los reyes del universo.
Mientras ese día llega, potenciemos lo que de bueno y mejor hemos sido capaces de construir y olvidémonos del reality que algunos tullidos de escrúpulos dicen preparar con las primeras mujeres y hombres que se decidan a asentarse en el planeta rojo.

7 de agosto de 2012

El reino del revés




De pequeña cantaba una canción según la cual en un lugar remoto los pájaros nadaban y los peces surcaban los aires, los gatos decían “yes” y nadie era capaz de ver a mil quinientos chimpancés juntos. Gracias a mi curiosidad, supe luego que se trataba de un poema de la escritora bonaerense María Elena Walsh, que también le regaló otras letras memorables a chicos y mayores.
Últimamente pienso a menudo que el mundo está del revés, pues hace tiempo perdimos el hilo conductor que le daba sentido a las cosas. De un tiempo a esta parte, es como si hubieran tocado a rebato y se pugnara por ver quién suelta la tontería más grande, quién hace lo más absurdo o quién se contradice con más desparpajo. No me extraña que la mayoría de la gente no entienda nada. A modo de ejemplo, traigo aquí a colación la entrevista que hace un par de semanas le hicieron a Gunilla Von Bismarck en el suplemento semanal de un periódico español. Entre otras lindezas, la que fue década tras década imagen de la Marbella más hortera, ociosa, bullanguera y monstruosa, suelta la siguiente perla: “los españoles tienen que gastar menos, no tanta fiestas y trabajar más”.
Para  tranquilidad de esta señora, diremos que llevamos tiempo en ese camino: gastar, lo que se dice gastar, cada vez se puede menos, dados los recortes salariales, la subida de impuestos y el límite asignado a subsidios y otras ayudas públicas. En cuanto a fiestas, no sé si se refiere a las suyas, donde creo que el pueblo llano jamás ha entrado, o a las celebraciones de cumpleaños, finales de curso, bodas de plata y bautizos, mucho más modestas y menos pomposas que las de la jet-set. Y por lo que a trabajar más se refiere, con las reformas legislativas en marcha, acabaremos siendo esclavos y desempeñando nuestro cometido a cambio de comida y agua, tal y como sueñan algunos que andan parapetados tras un gráfico de líneas quebradas que dibujan ellos mismos.
Ante tan desoladora situación, ¿recuerdan la película “El Dormilón”, de Woody Allen? Cuando el espectador descubre que el dictador que rige los destinos de ese mundo futurista es una nariz, suele soltar una carcajada, pues en principio no cabe en cabeza humana que esa napia controle la vida de la población. Sin embargo, tras ese recurso cinematográfico y cómico se esconde la metáfora que hoy aflora nuevamente en España, Europa, Occidente, tal vez el mundo entero: quienes han cambiado el orden natural de las cosas no son más que un despojo. Ahora bien, como vivimos en el reino del revés, esos desechos opinan, aconsejan, deciden y amenazan… a veces a través de gente de rancio, muy rancio, abolengo.

NOTA: Acompaño a esta entrada la foto de una de mis últimas consumiciones festeras, que asciende a 3,90 euros, consistente en un refresco que me tomé con L., acompañado de alguna chuchería. Por cierto, que este mes de agosto estoy yendo a trabajar.

4 de julio de 2012

El valor de las cosas




Si tuviera que escaparme de madrugada, huir del país atropelladamente o, en definitiva, abandonar mi casa sin tiempo para hacer maletas, creo que me llevaría un cuadro. Eso sí, desmontando el marco, quitando el cristal y doblando el objeto que preserva, para facilitar su transporte. Probablemente en mis paredes haya otros que costaron más y que siguen siendo más cotizables, pero estas cosas poco o nada importan, cuando las valoramos con las entrañas.
Se trata de una carta muy antigua, escrita en chino tradicional. Me la regaló L. cuando cumplí una de esas fechas redondas que, según los psicólogos, marcan nuestra existencia evolutiva (aunque a mí me han marcado más algunos eventos sin edad precisa). Está dirigida a una muchacha que va a casarse y se la remite su abuela (probablemente con la ayuda de un escriba, a juzgar por la pulcritud de los ideogramas y porque es probable que no todas las mujeres –ni hombres- supieran escribir en la China del siglo XVII). De su autenticidad no me cabe duda, ni de su contenido tampoco, porque en su momento encontré una persona que la pudo más o menos traducir.
Aquella abuela, previendo que no podía asistir a la boda de su nieta, de alguna manera quiso acompañarla y, por supuesto, desearle la mejor ventura y felicidad. Es la misiva de alguien con experiencia que, lejos de dar consejos, anima a su ser querido (a lo mejor el más querido) a ser feliz y encarar el futuro con esperanza y alegría.
Pienso que los objetos quizá carecen de alma propia, pero sin duda albergan la de quienes los hicieron. Esa carta transporta en sus poros todo un universo doméstico de emociones contenidas, gestos mínimos, palabras exactas y destila el amor suave de las margaritas silvestres, es decir, ese afecto que no necesita vocablos ni gestos ampulosos para estar presente. Sospecho, además, que abuela y nieta compartían el mismo sentimiento.
Agradezco a la providencia que este papel de textura rugosa y color indefinido, pero hermoso, haya sobrevivido a los acontecimientos y avatares que, sin duda, han ido sucediéndose alrededor de esa carta. Además, como no creo en la casualidad, me gusta pensar que llegó hasta mí para recordarme que mi abuela A., a pesar de ser polvo de estrellas, sigue alegrándose conmigo.

21 de junio de 2012

De soles y paradojas




El solsticio de verano supone que los días comienzan a menguar y, por el contrario, el de invierno agranda la brecha por donde se cuela la luz. Nada es obvio y yo me alegro.

19 de junio de 2012

Rebobinando




Una de las más grandes conquistas humanas ha sido la facultad desarrollada durante siglos para mejorar la herencia de los antepasados y, en consecuencia, dejar un futuro más prometedor a los descendientes. Esto ha sido así generación tras generación, en unas épocas más rápidamente que en otras, pero siempre de la misma manera. En términos generales y sin ahondar mucho, podemos afirmar que el siglo veinte fue mejor que el quince y que este último adelantó en progreso al nueve o siete. No me refiero solamente a los avances técnicos, sino a ese conjunto de valores y principios que hacen que las cosas sean de una determinada manera y que, respecto a ellas, la sociedad conviene que no hay marcha atrás, porque se trata de un paso más hacia el ideal común de felicidad y prosperidad. 
El Derecho, que siempre ha ido e irá detrás de los cambios sociales, acaba consagrando las normas que apuntalan esos principios y, de esta forma, penaliza o promueve las conductas que respectivamente atentan contra ellos o los desarrollan. Cuando la facultad legislativa de los países se adelanta a dichos cambios sociales, se producen desajustes, malestar entre los destinatarios de las leyes y, a menudo, involución. 
Recuerdo que mi profesor de Hacienda Pública hacía siempre en sus exámenes una pregunta “creativa”. Entre el sistema de tasas, el valor añadido, las exacciones parafiscales y demás jerigonzas,  se descolgaba con cuestiones de este tenor: “Mencione la persona o el personaje que más le ha llamado la atención durante sus vacaciones navideñas y explique las razones”. ¡Y ojo con no responder, porque todas las preguntas se computaban! Si bien entonces no comprendí su método docente (y creo que mis compañeros tampoco, aunque nos hacía gracia), ahora daría la mitad de mi hucha por que su espíritu acompañara a tanto mandatario, tanto ministro de economía, tanto G-20 y tanto brujo financiero. Porque me parece a mí que se han olvidado de lo principal: las personas. 
Me pregunto, al hilo de todo esto, si con tanto reajuste y tanta medida draconiana para alargar la agonía de un sistema que se desmorona, no estarán nuestros próceres legislando por delante de lo que la sociedad reclama y, por ende, de espaldas a ella e imponiendo unas pautas en contra de la voluntad del pueblo soberano. Siendo capaces de hacer repetir elecciones hasta que salga un resultado partidario de las teorías dominantes, aboliendo alguno de esos hitos históricos que significaron progreso y bienestar, la involución está servida. Para ir haciendo boca, les planto a ustedes una fotografía del barrio donde me crié. Está tomada unos años antes de nacer yo. Pero no desesperen, que con el tiempo volverán a ver Arturo Soria así. Es cuestión de rebobinar la casete.

16 de mayo de 2012

Serás libre si te dejan





Cuando la gente vota, deposita su confianza en unas siglas o unas personas determinadas. Nadie es infalible, desde luego, y muchas veces los votantes acuden a las urnas guiados por las vísceras, la emoción o el más puro romanticismo. De los pocos actos realmente libres que nos quedan, está el del elegir una u otra papeleta, optar por la abstención e, incluso, anular una candidatura con tinta indeleble, si nos da la gana. Y esto es así porque creemos en la democracia, esa forma de organización social que, cuando no se tiene, se anhela y reivindica, hasta el punto de que han sido, son y serán muchísimas las personas que den su vida por implantarla o restaurarla.  
Como tengo memoria, recuerdo las primeras elecciones en España, tras la dictadura franquista. Yo no voté en ellas, porque era menor de edad, pero eso no me impidió asistir con los ojos como platos a cuanto estaba aconteciendo en mi país. Me acuerdo de la profusión de partidos y coaliciones, el escaso complejo de mis compatriotas a la hora de decantarse por unas siglas. Fuera una agrupación pacifista, cualquiera de los pecés que entonces existían, los socialistas de Tierno o el viejo búnker, casi todos votaron con la conciencia de estar haciendo lo que les pedía el alma. Lo del bipartidismo y el llamado voto útil quedaba muy lejos, a un avión de Londres, París o Washington y poco más. 
Con el transcurso del tiempo, la sociedad se ha hecho adulta y, a fuerza de creer que solo hay una o, a lo sumo, dos formas de hacer las cosas, ha perdido la imaginación y las ganas de asomarse más allá de las teletiendas. Paralelamente a esto, los políticos han capitulado frente a los mercaderes, que también es una forma de no responsabilizarse por nada. Los Estados han claudicado ante organizaciones de pomposo nombre y muy dudosa legitimidad, pues, que yo sepa, los ciudadanos no han elegido a los miembros que las integran. 
Todo esto ha desembocado en que los guardianes de esas “esencias democráticas” se pongan muy nerviosos cuando la gente reivindica y muestra su indignación fuera de los cauces reconocidos. Tampoco les gusta que votemos lo que queramos y, de esta forma, salirse del redil  se interpreta como declaración formal de guerra, hasta el punto de amenazar con todas las plagas de esta biblia moderna que es la eurozona. 
Por eso yo pido que empecemos a llamar a las cosas por su nombre. Esto dejó de ser democracia hace mucho tiempo, pues el pueblo carece de poder. Cuando lo único soberano que ya existe es esa deuda que nos atenaza, propongo modificar el artículo 1 de la Constitución española, suprimiendo el apartado segundo, pues la soberanía nacional ya no reside en nosotros. 
A nivel internacional, tampoco estaría mal abrir una consulta para cambiar  la denominación de la forma de Estado. Yo propongo trelocracia, ¿y usted?
  
NOTA: Del griego τρελό: loco.

14 de abril de 2012

Virtudes cardinales: la prudencia o a propósito de Botsuana



“Pero el sabio conoce bien dónde está el prudente norte:
en adaptarse a la ocasión”
(Baltasar Gracián. El Arte de la Prudencia)


¿Recuerdan la película “Los dioses deben estar locos”? A pesar del tiempo transcurrido desde que la vi, me acuerdo a menudo de los bosquimanos que la protagonizaban, pues vivían felices en el desierto de Kalahari, en paz y armonía con la tierra que les vio nacer hace más de veinte mil años.
Desde hace mucho, la economía de Botsuana (o Botswana, como prefieran) guarda relación con el turismo de cacería y con la explotación de las minas de diamantes. Ligado a esto y como suele suceder con los indígenas de casi todo el mundo, los bosquimanos tuvieron que ganar en los tribunales lo que les correspondía por derecho natural: seguir viviendo en los territorios que siempre habían sido suyos y que, curiosamente, se llaman “Reserva de Caza del Kalahari Central”. Desde que se descubriera allí un yacimiento de diamantes en la década de los ochenta, el gobierno de Botsuana no cejó en hacer todo lo posible para que esas personas abandonaran sus hogares en la reserva. Los métodos empleados no fueron nada limpios y, desde luego, entraban en grave colisión con los más elementales derechos humanos. Baste decir que se clausuró la escuela y se cegó el único pozo de agua potable.
Aunque una primera sentencia de 2006 les dio la razón a los bosquimanos, por lo que muchos de ellos regresaron a sus casas en la reserva, no fue hasta febrero de 2011 cuando el más alto tribunal de ese país africano zanjó el asunto estableciendo que tenían derecho a utilizar el agua del pozo que se había sellado por orden gubernamental. Hasta entonces, la única agua que disfrutaban los nativos que allí resistían era la de la lluvia. ¿Se imaginan que hicieran esto con nosotros?
Me ha venido toda esta historia a la mente a propósito de una cacería real en Botsuana, de la que muchos ciudadanos de España nos hemos enterado a causa del accidente que ha tenido nuestro Jefe de Estado. Quienes me conocen o me leen, saben que estoy en contra de la caza como deporte y que me repugna saber que hay personas que matan elefantes, rinocerontes, osos, antílopes o jabalíes con la misma tranquilidad y satisfacción que yo experimento cuando me tomo el desayuno.
Habría preferido la imagen de mi supremo mandatario visitando a las organizaciones que trabajan en África vacunando a la población, repartiendo alimentos, ayudando a los niños de la guerra a reinsertarse en la sociedad o enseñando a leer.
Me gustaría sentir que respira al mismo ritmo que lo hacen en mi país quienes no saben si mañana ingresarán en el club de los cinco millones de desempleados o si podrán comprar un medicamento.
Me encantaría ser de otra forma y no una pobre mujer idealista que aprendió a ser prudente y, por eso, se calla muchas cosas.

Tal día como hoy

6 de abril de 2012

Virtudes cardinales: la templanza


In memoriam de un jubilado griego

Aplicado a las personas, "templado" no es sinónimo de "tibio", apelativo este que atribuimos a quienes prefieren aparentar equidistancia, no porque sean ecuánimes, sino porque siempre juegan a caballo vencedor. 
Por el contrario, quienes actúan con templanza anteponen la voluntad de proceder honestamente sobre el instinto de salvarse de la quema.
Europa se ha convertido en la alumna adelantada, cruel y bárbara, del Saturno que devoraba a sus hijos, pues empuja a sus habitantes más necesitados a las ascuas de la desesperación. Impone sacrificios a quienes ya no pueden ofrecer nada más, porque les han ido arrebatando empleo, subsidios, rentas, vivienda, poder adquisitivo y hasta la ilusión de vivir.
Me ha conmocionado que un jubilado de setenta y siete años se haya pegado un tiro frente al parlamento griego. De clase media y sin esperanza de mejora, contemplaba para sí un futuro de búsqueda de comida entre la basura, porque en su país los salarios y las pensiones van mermando cada día, a pesar de que los precios suben, los intereses bancarios se disparan y los políticos parlotean sin parar.
Suicidarse en esas condiciones, para mí, supone un ejemplo de templanza, pues a cualquier otro su instinto le hubiera llevado al asesinato de quienes disponen de las ilusiones ajenas. Me duele que haya sido un hombre ajeno a los desmanes de los mercados, quien haya pagado con su vida los trucos y las artimañas de esos mandatarios con el alma vendida al diablo.
En este blog he dedicado varias entradas a los griegos, ciudadanos a quienes respeto y con quienes me identifico en esta crisis que ninguno de nosotros hemos provocado y ni tan siquiera contribuido a que se mantenga indefinidamente. Me pregunto hoy cuánto conseguirá recaudar el gobierno español con la amnistía fiscal que anunció hace dos o tres días. El dinero sucio jamás aflora, porque sirve para anclar en él los principios que sostienen a un  sistema caduco, desalmado y desquiciado.
Descanse en paz quien ya no pudo aguantar más.

NOTA: Sí, han visto bien. La fotografía es de Auschwitz-Birkenau, una instantánea que tomé el verano pasado. Hagan ustedes todas las asociaciones de ideas que quieran entre la imagen y el texto. A mí me sobran las palabras.

  

19 de marzo de 2012

De ensaladas vitales



A veces veo mi vida como una ensalada donde se mezclan verduras y hortalizas por doquier. Unos días, la lechuga no me sienta bien del todo; en otras ocasiones, echaría más alcaparras; de cuando me excedo con el aguacate.
Siempre son los mismos ingredientes, en mayor o menor cantidad, combinados de una forma o de otra. Pero casi siempre es igual. Ahora bien, ¿qué hace que me guste tanto mi vida-ensalada? La forma de sazonar, que cambia a menudo y casi nunca depende directamente de mí. Por eso, cuando esta mañana se paró el arco iris en el techo de mi salón, descubrí una nueva manera de aliñar mi plato principal.
Mientras siga con fuerzas para maravillarme ante un efecto luminoso que hemos contemplado miles de veces, sabré que tengo ensalada para rato.
Que aproveche.



14 de marzo de 2012

Mario Gas y los signos de puntuación



Aprendí a escribir muy temprano. Ciertos pedagogos dirían que demasiado temprano. Como en mi familia nunca los hubo (los pedagogos titulados), me educaron por libre. En lo que a letras se refiere, el responsable de que con dos años y medio me entretuviera rellenando cuartillas con palabritas y frases cortas fue mi abuelo Miguel, que jamás escatimó tiempo y tesón en acercar a su nieta a la cultura y la ciencia (hola, yayo; sabes que pienso en ti a menudo).
Ya en el colegio, recuerdo los ratos que dedicábamos a hacer dictados y cómo mi mentalidad infantil se aliaba con unos signos de puntuación más que con otros. Por ejemplo, los dos puntos me recordaban a un gato que me arañó, así que me caían mal. Pero el punto y coma era como trazar una pincelada de tinta china y me parecía simpático. Ahora bien, mi favorito era el punto final. A medida que la profesora avanzaba en el dictado, yo notaba la intensidad dramática de lo que se nos estaba contando y preveía que llegaba ese rasgo redondo que rubricaba todo el texto. El lápiz temblaba de emoción y se preparaba para dibujarlo distinto a los otros puntos que jalonaban los párrafos anteriores. Un punto final es como una fanfarria, una guirnalda, el barquillo del helado.
El domingo pasado asistí a la representación de “Follies” en el Teatro Español. Me llevé una agradable sorpresa cuando vi aparecer en el escenario a su director, Mario Gas, que esa tarde interpretaba un personaje de la obra, Dimitri Weissmann. Adoro a Gas. Como normalmente es otro actor quien representa al señor Weissmann, presentí que aquella aparición no era casual, máxime cuando ya se sabía que la nueva corporación consistorial iba a prescindir de él al frente del buque insignia de los teatros municipales. Efectivamente, Weissmann-Gas daba carpetazo a una etapa de candilejas esplendorosas; sus diálogos lo remachaban y los espectadores aplaudíamos no exentos de complicidad.
Mi lápiz, esta vez imaginario, volvió a emocionarse atisbando el punto y final a la que, para mí, ha sido la mejor etapa del Teatro Español. Una programación interesante, arriesgada a veces; unos montajes sin carcoma ni olor a naftalina; un compromiso con la cultura de veras y, lo que no es menos importante, la demostración de que el teatro público no tiene por qué ser cutre, populachero  o vacío.
El punto final de Mario Gas es rotundo, elegante y de precisa grafía. Traza una línea clara sobre lo que, como ciudadana, pido a los políticos y gestores: no jueguen con la cultura.

NOTA: Y mi lápiz iba apuntando las palabras que me decía mi abuelo: “escribe claro, Pinoccio”.