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28 de julio de 2015

Sin fecha de caducidad




Más de uno nos hemos encontrado alguna vez frente a un diagnóstico médico poco agradable, bien contra nosotros mismos o bien en relación con alguien de nuestro entorno. Por si esto no fuera suficiente, puede que el facultativo nos regale la propina de poner fecha aproximada a nuestra cita con la Parca, en un alarde de transparencia y sinceridad que casi nunca es comprendido o aceptado de buena gana por quien lo recibe. No me estoy refiriendo a esos momentos en que el enfermo se está muriendo y los médicos avisan de que solo quedan días u horas para el desenlace, sino a esos otros casos en que, sin decirte que estás terminal, te sueltan que dentro de meses, un año, tres o quizá cinco seas polvo de estrellas y recuerdo de tus seres queridos.

Es cierto que en muchas ocasiones esas conjeturas se realizan respondiendo a las preguntas directas y ansiosas de los pacientes, pero esto en absoluto justifica que te equiparen a un yogur y sellen tu alma con una fecha de caducidad que, aunque sea imaginaria, quedará impresa en el inconsciente del enfermo con esa tinta indeleble que tan hábilmente preparan siempre el miedo y la frustración. Porque, llegados a este punto, si nos dicen que no cumpliremos los cincuenta años o que no volveremos a ver florecer el granado de nuestro jardín, nos están condenando a vivir bajo la espada de Damocles, aun a sabiendas de que la praxis médica no es infalible.

Saber comunicar las noticias dolorosas es un don que no todo el mundo posee, pero sin duda se puede aprender. De igual manera que los médicos aplican protocolos hasta para sajar un grano, alguien debería instruirles sobre las consecuencias que desencadena lo que dicen. Si se me permite aludir a mi experiencia personal, en cierta ocasión salí de la consulta con un nuevo amiguito: el fantasma de la guadaña. Este personaje me dio dos años infernales, pues a cada momento me asaltaba la idea de que me moriría pronto, infierno que se agrandaba con la creencia de que yo debía mantenerme fuerte, sin preocupar ni apenar a quienes me rodeaban. El destino quiso que encontrara a otro especialista que me habló en un idioma distinto. Mi dolencia sigue ahí, pero el fantasma desapareció y yo recuperé no solo años de vida, sino la ilusión de disfrutarla sin mayores temores que los de todo el mundo.

Si la naturaleza ha querido que no sepamos nunca dónde y cómo escribiremos el último renglón de nuestra existencia, me parece inhumano hacerte cargar con una fecha de caducidad que normalmente es hipotética y puede que hasta irreal. A mí me da la impresión de que, muchas veces, los galenos se aventuran a dar fechas o plazos para curarse en salud, colocándose el escudo contra posibles reclamaciones antes de que estas se lleven a cabo. Medicina defensiva la llaman.
Es importante tener en cuenta que, se acierte o no en la previsión de la vida que le queda a un enfermo, lo cierto es que somos lo que nuestros pensamientos van creando.  Imaginemos que, al enamorarnos, se nos informara de que esa relación terminará un determinado día. ¿Experimentaríamos las mismas emociones? Probablemente no. Cualquier cita romántica, encuentro placentero o detalle cariñoso muy posiblemente quedaría empañado por un sentimiento de insignificancia, pues resultaría difícil sustraerse a pensar algo parecido a “esto está muy bien, pero dentro de siete meses vamos a separarnos”.

Pregunto a esos sanitarios que se aventuran a dar tales noticias cómo se imaginan que serían sus vidas si a ellos les dijeran que apenas tienen un año para poner en orden sus asuntos. ¿Estarían tranquilos? Se me ocurre que muchos optarían por dejar de trabajar e irse sumiendo en la narcolepsia abúlica de un calendario; otros romperían una relación amorosa, temerosos de no poder dar lo que creen que el ser amado espera; algunos decidirían no engendrar ese hijo que anhelaban; no faltaría tampoco quien cayera en depresión y quien se enganchara a las drogas de cualquier estirpe... Es decir, con fecha de caducidad la vida te cambia y, como esa transmutación no obedece a la voluntad del paciente, jamás se apreciará como una renovación, sino como la carga de estar vivo, incrementándose así  el sentimiento de culpa y la victimización por hacer contraído una dolencia de las malas.


Dejemos que al tiempo lo sigan midiendo relojes que nunca son exactos, que se atrasan, se estropean, se paran… Si los carillones no son infalibles, apliquemos la fecha de caducidad solo a los artículos perecederos e inanimados, jamás a la gente que vive, siente, piensa y solo desea ahuyentar sus miedos.  No se trata de dejar de ser realistas, pero puestos a elegir, yo me quedo con el realismo mágico que se obstina en llevar la contraria a las previsiones estadísticas que manejan los médicos. 

NOTA: La foto fue tomada en el Palacio de Peles (Sinaia).

25 de junio de 2015

Cultura




Existen vocablos que, con el transcurso del tiempo y a fuerza de olvidar su raíz etimológica, se vuelven tan permeables que parecen autorizar a cada persona que los utilice a imprimirle su propio sentido y mantener su peculiar y concreto significado frente a otro u otros igualmente particulares.

Con la palabra cultura ocurre un tanto de esto. Independientemente de las etiquetas o apellidos que muchas veces se le colocan ("popular", "a la contra", "de masas", etc.), lo cierto es que su contenido cambia según quien la utilice y, por ende, también es distinta la relación que cada cual mantiene respecto a ella. Hay quienes la aman, quienes la buscan, quienes la aborrecen, quienes la encumbran, quienes la critican, quienes la reclaman, quienes la representan, quienes la manipulan, quienes la regulan y hasta quienes la consumen sin más. Es decir, cuesta manifestarse objetivo y ecuánime hasta el punto de que, según lo que digamos en material cultural, podrá interpretarse a nuestro favor o en contra.

La lengua quiso que cultura y cultivo procedieran del mismo término latino, por tanto,  podemos pensar que nos encontramos ante una cuestión que consiste en acondicionar algo para poder dar frutos. Sin embargo, cuando hablamos de lo primero prácticamente cabe todo, desde un tiovivo hasta la Bauhaus, mientras que si decimos de alguien que es una persona cultivada, añadimos un plus a su personalidad.

Llegados a este punto, entiendo la cultura como una forma de estar en el mundo; guarda mucha relación con la ideología y, si no siempre, a veces puede convertirse en una acción política. Evidentemente, leer a Bukowski, escuchar soul y asistir a una representación de “La fanciulla del West” pueden ser compatibles entre sí (y de hecho somos bastantes a quienes nos gustan esas tres cosas tan distintas), pero si tras unas declaraciones pacatas de algún prócer episcopal alguien dice en público que prefiere entretenerse con el autor de “Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones”, esa opción se convierte en un aguijón cargado de intencionalidad muy distinta a quien hubiera contestado que admira a Sam Cook. En el primer caso se tomaría como provocación, en el segundo como simple desinterés por lo que pudiera haber dicho el representante de los obispos. 

Nada, por tanto, es menos neutro que la cultura, no solo desde el ámbito ideológico o de valores al que me he referido, sino también por ese cultivo de la personalidad que, poco a poco, se va forjando a través de lo que leemos, escuchamos, hablamos, observamos, etc. Por eso los pueblos que, como el nuestro, paulatinamente se desentienden de ella, acaban en un cajón de sastre al albur de la consigna de cualquier cantamañanas, ya sea periodista, político, brujo o titiritero. Cultivarse es sacar lo mejor de nosotros mismos, porque nos convierte en pensadores libres… y no es lo mismo cien que ochenta, aunque podamos disfrutar y emocionarnos tanto con una canción de Jacques Brel como con la catedral de Chartres o, como yo esta semana, leyendo “Apología del metasuicidio”, de Eric Von Gerö, un autor iconoclasta que disfruta sacudiendo las columnas de los biempensantes, voten al partido que voten (o no voten).


20 de mayo de 2015

El poder de la mirada






Asistí a la representación, en un teatro de Madrid, de la obra “La mirada del otro”, basada en el trabajo que llevó a cabo un equipo de mediación con el objeto de facilitar el diálogo entre algunas víctimas del terrorismo vasco y algunos pistoleros disidentes. Ya iba siendo hora de que se tocara el tema con pulcritud, sin panfletos ni frases políticas y que, además, los protagonistas sean dos personas unidas por la misma tierra, que buscan en sus respectivas miradas la clave para pasar página sin tener por ello que olvidar. El 2 de octubre de 2011, y en este mismo blog, me hice eco de dichos encuentros mediados, rompiendo una lanza a favor de los mismos. Si alguien quiere echar un vistazo a lo que escribí entonces, puede pinchar aquí
Lo que más me gustó de la obra fue lo bien que se recoge el vértigo que casi siempre nos atenaza cuando sabemos que tenemos pendiente una conversación y que debemos realizarla, no porque sea necesaria en sí misma, sino por nuestro propio compromiso interno. Dialogar es darle al interlocutor la oportunidad de mirarnos y de que, a través de sus ojos, se sumerja en las profundidades de nuestro discurso, encontrando así su verdadero sentido. En esta época de guasapeo, mail y videoconferencias, no es casualidad que la gente se decante por “hablar” a través de métodos electrónicos, parapetada tras un escudo que proteja su mirada de la observación del otro. 
Me pregunto si hubiera sido posible efectuar con éxito la mediación que da origen a la referida obra de teatro si, en lugar de encontrarse frente a frente, los protagonistas se hubieran escrito o llamado por teléfono. Mi respuesta es un no rotundo, de la misma manera que nos enamoramos de alguien a través de sus ojos, pues su mirada nos devuelve siempre lo que percibe de nosotros, más allá de las palabras, más allá de los silencios, mucho más allá de los prejuicios… Mirarnos para comprendernos, para conocer lo que encerramos tanto que ni siquiera somos capaces de verbalizar. Ese es el fin del diálogo, conversar sin boca, pues las palabras no alcanzan las ramas donde anidan los sentimientos y, además, a fuerza de nombrar las cosas con vocablos ajenos, casi nunca acertamos.

La mirada del otro, cuando es franca, reflejará siempre la tuya.


  

6 de abril de 2015

Esto no es lo que parece… ¿o sí?






Llevo tiempo advirtiendo lo orgullosa que se siente la gente por cualquier cosa y cómo puede llegar a jactarse de ser, estar o aparentar hasta lo más ridículo. Aparte de pronunciar ese término por doquier, la etiqueta #Orgullos@ se ha vuelto una plaga en redes sociales y, créanme, en determinados contextos a veces me suscita alguna sonora carcajada. Como estamos en año electoral, ahora les toca a los políticos y, miren por dónde, parece que se han apuntado a la moda. Pertenecer a un partido conlleva que te gusta su ideario, estás más o menos contento con las decisiones de tus superiores y sueñas con que tu formación arrase. Todo esto se da por sentado, es lo normal y no es necesario hincharse diciendo que uno está orgulloso de apoyar a su líder, de confeccionar la nómina de candidatos, de abandonar el cargo para que se presente otro, de que te llame un juez en calidad de imputado y toda esa ristra de simplezas…

Como ha pasado casi un año desde que me tocó por primera vez (y espero que sea la última) formar parte de una mesa electoral, me apetece echar un poco de leña al fuego del orgullo, no sea que acabemos todos abrasados con tanta inmodestia. Algunos recordarán que en aquella ocasión se trató de comicios europeos, pero para el caso da igual. Pronto volveremos a escuchar los mismos eufemismos y las manidas frases grandilocuentes de siempre. Así que voy a relatar lo que recuerdo de aquel 25 de mayo de 2014:

A pesar de mi escepticismo político y de mi vena contestataria, reconozco que fui puntual, muy puntual, la más puntual de todos y que me había leído de cabo a rabo un folleto con instrucciones que, días atrás, me había entregado la cartera. El rictus tranquilo con que llegué al colegio donde me habían citado se fue congelando a medida de que me percataba de que todos los que aguardábamos allí éramos suplentes. En medio de un monumental batiburrillo que obligó a retrasar bastante la apertura de la sede electoral, alguien pierde los nervios y, ni corto ni perezoso, el interventor del partido de la flor llama a la policía nacional. 

Imagínense quién estaba en medio, quién se siente obligada a parlamentar con la fuerza del orden, quién consigue aplacar la alteración de quien ya se veía esposado y a quién aperciben de estar propiciando (sic) un delito electoral. Pues sí, era yo. La citada amenaza no provenía de los agentes, sino de ese interventor gañán que debió de pasar muy mala noche, a juzgar por el día que nos dio.

Comparecen los representantes de la Administración y manu militari nos designan a los distintos componentes de las mesas. A partir de entonces, la mía pasó a denominarse “la de las chicas”, nombre con que la bautizó el mastuerzo aquel. Será porque llevo gafas, porque iba en vaqueros o por qué sé yo, pero me tocó hacer a mano todas las actas del mundo, elemento más que importante para los delegados de las candidaturas, que otra cosa no, pero aparecer cuando menos falta hacían y pedir datos y papeles cuando más afluencia de público había, se les daba de perlas. Debo decir que todas las siglas se comportaban igual, a grandes rasgos. Las diferencias entre ellas eran matices de corte culinario (unos se paseaban comiendo patatas fritas y otros montaditos de jamón, pero nadie ofrecía, que conste). Además de las citadas actas, mi función consistió en escribir a bolígrafo, uno a uno y DNI incluido, los nombres y apellidos de cada votante, verificar conteos cada cuatro horas y, de vez en cuando, aguantar la cháchara de militantes no ya en las antípodas de mis valores o ideas, sino la mayoría de ellos manifiestamente enemigos del orden público. Pensé que los opuestos se atraen y ese día yo debía de tener un imán para tanto majadero.

Quiso el destino que mi mesa terminada la primera de contar papeletas y votos, con sus actas incluidas (mi letra mejoró una barbaridad con tanta práctica) y siguiera las instrucciones de aquel folleto que el Estado regala a los agraciados con el premio “Siéntese al pie de una urna”. Pues bien, dado que los resultados no favorecían a los partidos mayoritarios (o partido único bifronte, según se mire), el mismo interventor bruto y grosero que nos estuvo tocando el pífano desde las ocho de la mañana se empeñó en repetir el recuento… ¡con las papeletas arrugadas que ya estaban en bolsas de basura! En esto no midió bien sus fuerzas y fue a enfrentarse, no a “las chicas” de la mesa, sino al resto de compromisarios y representantes políticos.

Aprovechando la coyuntura, con un sigilo y aplomo propios de una película de espías, el sobre con las actas y los resultados de mi mesa se encaminaron a su destino administrativo.

De esta aventura extraje varias conclusiones, que someto aquí a la reflexión de quien quiera:
  1. Un día electoral no es "la fiesta de la democracia" ni nada parecido, por más cursiladas que se empeñen en decir. Es un trámite.
  2. No esperen buena conversación de ningún politicastro.
  3. No es tan difícil el pucherazo (ahí lo dejo).
  4. Lo mejor del día, los votos nulos. Hay que reconocer que la gente se vuelve creativa cuando se trata de manifestar su indignación, malestar o frustración. Uno de los sobres llevaba una rodaja de chorizo: elocuencia pura.
  5. Creía poco, pero ahora desconfío plenamente de los resultados oficiales.
  6. Va siendo hora de modernizar la forma de votar y de recoger la información electoral en las mesas. Seguimos en el siglo XIX, pues en el XX ya existían los ordenadores.
No lo he contado todo, pero decidan ustedes si esta breve muestra es para estar orgullosos. Sé que muchos no comparten lo que expreso y no faltarán quienes me acusen de que generalizo lo que tal vez sea un caso aislado. Cuento lo que viví y crean que no exagero un ápice, pues el tiempo ha amortiguado muchas emociones.

Al día siguiente le conté la peripecia a mi amiga Mar. Como ella tiene el don de subrayar siempre lo más humorístico, nos despachamos a gusto. Y es que, de cuando en cuando, tenemos que reírnos de nosotros mismos y, por supuesto, de nuestro sacrosanto sistema. Eso sí, sin perder de vista que debemos hacer autocrítica, mirarnos menos el ombligo y empezar a reparar aquello que se ha deteriorado, como los obreros de la fotografía que ilustra este post, pues las cosas devienen inservibles cuando no se ponen al día. Este final me ha salido muy alegórico, pero a buen entendedor…

NOTA: La foto se tomó en Sibiu


15 de marzo de 2015

La corte de los milagros




En una esquina aledaña de la calle Segovia y a pocos metros del lugar donde antaño se ubicó el estudio de López de Hoyos, existe un café tranquilo, con hermosas orquídeas en los veladores y un monaguillo que te franquea el paso sin pedirte nada a cambio. Este local es pariente próximo de otro ubicado en la acera de enfrente, famoso desde hace muchos años y cuyo rótulo marca bien su pertenencia a un estatus eclesiástico superior.

Por esas cuestiones de la sinrazón, muchas tardes, caminando hacia mi casa, recalo en el del monaguillo para tomar un té, abstraerme del día y charlar con la culta taiwanesa que lo regenta. C., además de cuidar a la parroquia con mimo y de manera muy personalizada (a todo el mundo le llama por su nombre y lo eleva al estrado de lo único), tiene una forma de comunicarse muy pareja a la mía y quizá sea ese el motivo por el que los canales de confianza se abrieron pronto: discreción, contestar a todo y tener una frase amigable que nos permita descubrir un poquito más del interlocutor. Soy consciente de que ella tiene un retrato bastante certero de mi persona, pues es de las mujeres que con una sonrisa y su mirada oblicua, te disecciona en un abrir y cerrar de ojos. Hablamos de muchas cosas, según esté el día, desde Podemos a los mares lejanos, pasando por las motos de su marido, la vecina de Linares o la Guerra del Opio. Hasta aquí, nada diferente a lo que podríamos comentar con cualquier otra persona. Pero lo que hacen extraordinarios para mí tales encuentros es que de cuando en cuando el destino me regala unas perlas que recojo y guardo. Un día descubrí que está emparentada con quien fue mi profesor de Derecho Canónico. Otra vez me habló de alguna magnífica mujer que adiestraba a las concubinas de su esposo y la maravillosa coordinación y respeto que, bajo sus directrices, reinó siempre en esa comuna doméstica.

Sus historias me acompañan en esta tarde de cielos grises, mientras me preparo un té ahumado de Formosa (¿en honor a ella?) y me imagino el rostro de ese abuelo suyo que parece sacado de la novela “El Patriota”, de Pearl S. Buck.

Y entre sorbo y sorbo, bendigo aquel 22 de diciembre de 2006 en que llegué a este lado de la ciudad con dos inmensos camiones de mudanza. Si no me hubiera movido, tal vez no habría comprendido que en los madriles, de cuando en cuando, se producen milagros. Sin ir más lejos, conocer a Michael Haneke cenando en la mesa de al lado, como se ve en la fotografía que ilustra esta entrada. Y es que, como en la canción de Jaume Sisa, “cualquier noche puede salir el sol”.

NOTA: La fotografía se tomó en el restaurante Ouh Babbo, calle Caños del Peral. nº 2.




14 de marzo de 2015

Verdi, Wagner y Boadella o el hechizo de los contrarios





Asistí el otro día a la representación de “El Pimiento Verdi” en los Teatros del Canal. Me gustó, disfruté con la función y me divertí al lado de dos señoras neoyorquinas con quienes compartí la mesa. Sí, han leído bien, la mesa, porque se trata de una representación con comida y bebida, pues la acción transcurre en una taberna.

El texto se jalonaba con las alabanzas que, por parte de cada grupo partidario de uno u otro compositor, se tornaban en insultos recíprocos, para concluir la representación en un sabio maridaje de nibelungos y rigolettos, uniendo las cumbres bávaras con el cielo de Parma, a Violetta con Sigfrido. Con Boadella presente en el teatral figón, aguantando las puyas y ocurrentes morcillas de sus actores-cantantes, recordé a ese Helmut Berger que, en la piel de un Ludwig complejo, sensible y excelso, contagiaba a los espectadores de su pasión por las melodías wagnerianas. En el caso de Albert, sin embargo, se vislumbra Verdi y, aun así, opta en su obra por la fusión que acabo de referir.

Hay ocasiones en las que no se puede decidir, pues elegir una sola cosa equivale a mutilar nuestra capacidad de emocionarnos y esto, en definitiva,  es acortar la intensidad de la propia vida. Por eso voy acumulando en los  bolsillos minerales y flores, amaneceres y ocasos, ríos y océanos, no porque sea contradictoria, sino porque el pensamiento libre acaba desembocando en la miscelánea, al igual que el viento puede mezclar los rombos y corazones de un castillo de naipes.  

Amar la música de Wagner no me impide conmoverme con el coro de esclavos de Nabucco y tampoco es incompatible con mi llanto en Auschwitz.


NOTA: La fotografía está tomada en Bucarest