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31 de marzo de 2018

Mao no es Mao






A estas alturas, las sorpresas que me puedo encontrar en una exposición de Warhol me las proporcionan las personas que acuden a ver sus obras. Ni que decir tiene que aún concita a un buen número de jóvenes ávidos de fotografiarse con sus vacas multicolores y los retratos serigrafiados. Ahora bien, echo en falta una interpretación certera de su obra porque, si para Magrittte una pipa no era una pipa, para el bueno de Andy muchas de sus cosas no se entienden desde la interpretación lineal y absurda que lo relegan al capacho de los diseñadores publicitarios. Quiero decir que sus producciones están llenas de crítica y humor ácido, como el aparentemente inofensivo plátano de la Velvet, cuya piel, sin embargo, te hace resbalar si no pisas con destreza. 

El otro día,  ante el retrato de Mao, escuché en la boca de una veinteañera lo que, para Arrabal o cualquier ácrata de pro sería el culmen del retruécano. Dirigiéndose a quien me pareció era su madre (una mujer de mi edad, aproximadamente, pero más enseñorada yo, a juzgar por el aspecto), le espeta sin pestañear lo siguiente: “aquí está el coreano otra vez; lo vemos en todas partes”. La supuesta progenitora no corrigió el error, pero si lo comento aquí es porque me marché a mi casa pensando en el vuelco que ha dado el mundo y en que lo que creíamos importante hace dos o tres décadas,  ha perdido interés. 

No me sorprende tanto que alguien confunda a Mao con Kim Jong-un, cuando la vestimenta, las facciones y lo que transmiten son casi lo mismo: un régimen dictatorial y represivo. Lo que me sorprende es que esa criatura (y seguramente algunos más de quienes hayan visto o vayan a ver la exposición) no sea capaz de deducir que, habiendo fallecido Warhol en los años ochenta (como ponía en los carteles que se supone debía leer a la entrada), resulta imposible que hubiera inmortalizado al actual presidente norcoreano. 

Con independencia de que me duela que la gente consuma cultura como quien engulle bollos o se compra camisetas, es decir, sin pensar y sin sentir, lo cierto es que, en mi reflexión postrera, llegué a la conclusión de que Mao dejó de serlo cuando una mañana vimos su apellido escrito en piyin, y el Tse-Tung con que crecimos se disolvió en el agua de un Zedong posmoderno que, tras estrechar la mano de Nixon en 1972, empezó a sentar las bases de lo que sería su imagen para las generaciones venideras: nadie. 


©️ Fotografía A. Quintana. Madrid, marzo de 2018. Exposición “Warhol, el arte mecánico”. 

4 de noviembre de 2017

Arquetipos vitales VIII: El poder del rosa o los que tiran del carro.





Todo es ceremonia en el jardín salvaje de la infancia.
(Pablo Neruda)


Apenas faltaba un mes para que vinieran los Reyes. A pesar de que en la casa ya no había niños en edad inocente, esa de buscar el buzón directo a Oriente y lustrar los zapatos la noche anterior, seguía montándose cierta algarabía y alborozo. La responsable de mantener casi intacta la llama de la ilusión era Aurora, la hija mayor. Con catorce años y desde que falleciera el padre hacía cinco, había tomado las riendas de un hogar anárquico y desabrido, centrado en el día a día, más pendiente de la balanza de pagos doméstica que de hacer realidad los sueños de sus moradores. 

Siendo la mayor, como esta narradora les cuenta, acompañaba al colegio cada día a su hermana Lidia y a su hermano Quique y, aunque con este último solo se llevaba tres años de diferencia y con la otra quince meses, Auro, como solían nombrarla familiares y amigos, era la mayor a todas luces porque así lo habían establecido el destino y su propia vocación de primogénita. Y digo bien lo de vocación, pues se sabe que existen vástagos que, aun siendo los primeros en venir al mundo, tal vez por sentirse principales o quizá por la impericia de sus parientes, arrastran durante toda su vida un papel benjamín e inacabado, como enfermizo. Ella no era así, sino más bien al contrario. Fuerte sin llegar a dura, para su madre era el acantilado donde rompen las olas y se desgajan las galernas, el faro que alumbra aun tímidamente en los días de niebla y que parece autoabastecerse de todo lo necesario, porque jamás se ve al farero.

Llegados a esto, habría que puntualizar que la relación materno-filial no era idílica. Para la niña, la explicación estaba en que su madre tomaba pastillas para dormir desde que enviudara, pensando Aurora que los fármacos le propiciaban muy mal genio. Sin embargo, la madre sabía, aunque no lo admitiera, que esa hija nunca había sido aceptada como los otros dos, porque nació cuando lo que tocaba era disfrutar de un marido guapo y profesionalmente exitoso, lo que se truncó a los siete meses de la boda. Ese día, un resplandeciente viernes de octubre, rompió aguas cuando los esposos acababan de protagonizar su primera gran pelea de pareja, portazo incluido. Fue un momento aciago en el que ambos sintieron que habían llegado a un punto de no retorno y notaron al unísono que la garganta se les llenaba del vómito del hastío anticipado, que es el peor hastío que existe, pues contra él no puede hacerse nada. Luego vinieron Lidia, a colmar el corazón de mamá, y finalmente Quique a intentar salvar un matrimonio que ya hacía agua por todos lados. 

Pues bien, apenas faltaba un mes para el Día de Reyes y los tres hermanos pasaban la tarde limpiando caritas de muñecos y ordenando un mecano hecho de tres mecanos distintos. 

Aurora convenció a sus hermanos de que debían llevar a la parroquia aquellos juguetes que ya no usaran y estuvieran ocupando espacio en armarios, cajones y estantes. Había niños que no tendrían regalos a causa de la crisis y qué mejor forma de repartir riqueza que esta, es decir, donar sus cachivaches. Daba gloria ver a los tres, afanados en tan justiciera batalla, imaginando en voz alta la reacción de la chiquillería más necesitada. Su idea era más caritativa que revolucionaria, porque hasta las revoluciones se olvidan de los más párvulos, salvo para pervertirlos enseñándoles la cara diabólica de la especie humana y convertirlos en carne de cañón en causas que les son ajenas. 

A medida que pasaban las horas, ellos se animaban más y más. Quique decidió que ya no le interesaba su flauta dulce y Lidia, por no ser menos, se desprendió de su colección de minerales. 

Cuando llegó la madre con el tiempo justo para hacer la cena, sus tres hijos estaban aguardándola deseando contarle la hazaña que estaban preparando. 
  • Muy bien, buena idea. ¿Cómo lo llevaréis a la iglesia? 
  • Habíamos pensado que tú en el coche - dijo Quique.
  • Cariño, el horario parroquial no coincide con el mío, ya lo sabéis. Cuando llego de trabajar, el cura ya está viendo la televisión. 
  • Bueno, no importa - terció Aurora -. Si nos dejas el carrito de la compra, lo llevamos nosotros mañana mismo. 
Y así quedó la cosa.

Al día siguiente, nada más llegar del colegio y sin quitarse el abrigo, cogieron el carro y en él fueron depositando con mucho mimo la juguetería que habían apartado para aquellos chavales que tenían peor suerte que ellos. Cuando iban a cerrar el improvisado vehículo, Lidia recordó que su madre guardaba en el maletero de su alcoba una Pantera Rosa de peluche, regalo del novio que tuvo el año anterior. 
  • ¿Y si la llevamos también?
  • Es de mamá, no podemos.
  • Auro, no seas pesada. A mamá no le gustó nunca mucho, no la ha puesto en ningún sitio que se vea... y ya no sale con Guillermo. 
  • Podemos votar - dijo Quique- . Pero no a mano alzada, que luego os chiváis, sino con papelitos.
  • ¡Papeletas! - gritaron las otras a la vez.
El recuento de aquel referéndum fue corto y claro: dos a favor y uno en contra. Ganó el sí. Cogieron al felino y con él coronaron el montículo de muñecos y demás artefactos. Pink Panther asomaba la cabeza con su bigotes torcidos y su pícara mirada. 

Los tres hermanos se fueron alternando en llevar el carrito hasta la parroquia, no porque pesara o fuera dificultoso guiarlo, sino por la ilusión que a cada uno le hacía participar activamente en la aventura. Llegaron al despacho donde Íñigo, el cura más joven que, como buen carismático, los recibió alzando los brazos y agitando las palmas de las manos. Les alabó el gesto que habían tenido y, a medida que sacaba los juguetes y los depositaba sobre una mesa de madera oscura, les repetía que le dieran las gracias a su mamá por haber pensado en los más necesitados. También les dio una hojita de papel donde se indicaba que el 5 de enero, a partir de las nueve de la noche, algunos voluntarios irían repartiendo los regalos por las casas de quienes habrán pedido previamente esa ayuda. Se solicitaban manos generosas para llevar ilusión.

Contentos, los niños regresaron a su casa sorteando las losetas rotas y comprobando cuánto podía avanzar por sí solo el carro, dándole un pequeño empujón. 

A pesar de su alegría por la buena acción que habían llevado a cabo, aquella noche Aurora casi no durmió. Le remordía la conciencia a costa de la Pantera Rosa y también temía la reacción de su madre. De nada serviría alegar que lo habían decidido por votación y que ella, la mayor, se opuso desde un principio... ¡Ojalá nunca la echara en falta! Aunque siempre podrían responsabilizar a Irina, la asistenta que no sabe planchar, según dice mamá. 

Pasó un día y otro y otro. Semana tras semana llegó el 5 de enero. La madre estaba extrañamente feliz y dicharachera. Había ido a la peluquería, se había dado mechas de otro color y llevaba de vacaciones desde la Noche Vieja. 

Cuando Aurora la ayudaba a poner la mesa para comer, se acordó del impreso que el sacerdote les había entregado la vez que aterrizaron por ahí carro en ristre. 
  • ¿Vas a repartir juguetes esta noche, mamá?
  • No lo había pensado, pero he visto al párroco pegando carteles. No deben de haber reclutado a mucha gente.
  • Si quieres, te acompaño - soltó la niña con voz luminosa. 
  • Si voy, tendrás que quedarte cuidando de tus hermanos, doña Frufrú.
Hacía mucho que no la llamaba así. Sabía que, cuando lo hacía, era su peculiar manera de desmostrarle su cariño. 
  • Trato hecho. Me quedo con ellos y luego, cuando vuelvas, hacemos chocolate y comemos el roscón. 
  • Un poco tarde para todo eso, pero bueno; al fin y al cabo mañana es fiesta.
Y la madre, inesperadamente, puso la misma sonrisa que cuando Lidia gana medallas en natación. 

Al despacho parroquial fueron llegando los pocos voluntarios que aquellos clérigos habían sido capaces de reclutar. La madre reconoció algunos rostros, saludó a todos y cada uno de los presentes y a los que se iban incorporando al comité. Íñigo, el carismático, había confeccionado unos marcapáginas a partir de fotografías de paisajes, con frases del Nuevo Testamento. Era una forma humilde, pero sincera, de agradecer la tarea de quienes dejaban por unas horas el confortable sofá de sus casas para ir de excursión a la zona menos noble del distrito. 

La madre de Aurora leyó la frase que le había tocado:  “el amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (I Corintios, 13, 7)”. Intentó atisbar si el resto de marcapáginas tenía la misma cita, pero apenas pudo ver que las había más largas y más cortas. Para ella, auxiliar de laboratorio, la vida era líquida como los humores, amorfa como las células y ambigua como como la propia ciencia. Por lo tanto, aquel trocito de epístola paulina no era más que una idea en un mundo de ideas. 

Cada voluntario cogió una bolsa con objetos. La de ella apenas pesaba. Echó una mirada al interior y vio cuatro o cinco paquetes ataviados con papel de colores y de formas distintas, unos más largos y otros más chaparros. Habían dispuesto que irían de dos en dos, para hacer menos tediosa la labor.
  • Espera - le dijo Íñigo- como veo que llevas lo de Capitán Roi 15, coge también ese otro de la esquina y ten cuidado -le dijo en tono jocoso y guiñando un ojo- que va la Pantera Rosa. La dejas en el tercero izquierda. 
El camino hasta esa calle era dificultoso. Diciembre había sido un mes lluvioso, enero nació nevando y el barrizal formado en esos andurriales apenas asfaltados y alumbrados por farolas afónicas y cegatas, hacía que ella y su acompañante, un joven universitario que le iba contando sus andanzas del verano, tuvieran que moverse como si jugaran a la rayuela. 

Se atravesó un gato que salió de la oscuridad bufando y salpicando el bonito abrigo de la madre. Esta, un poco por el susto y otro poco por coquetería, hizo el gesto de pasar la mano por las manchas de barro, dejando caer involuntariamente el bulto con la pantera, que llevaba fuera de la bolsa. Apurada por haber sido ella la del descuido, empezó a compadecerse en voz alta, pasando pronto a despotricar del clima, la noche, el gato, el frío y “el capricho de mi niña”. 

El joven que la acompañaba optó por no decir nada al principio, limitándose a coger el paquete del lodazal y, con su pañuelo, intentar asearlo. Viendo que el esfuerzo era inútil, no tuvo más remedio que hablar, diciéndole a la madre que lo más elegante sería desenvolver ese muñeco y entregarlo desnudo pero limpio, no con el papel hecho un asco. 

Mientras retiraban el envoltorio, la cara de ella se fue mudando. Pasó de la contrariedad por el incidente gatuno a la risa ahogada en sonrisa cuanto contempló que no era una Pantera Rosa cualquiera, sino la suya, porque en el lazo que ceñía el cuello de aquel felino de trapo su amigo Guillermo había dibujado sus iniciales: G y E. ¡Vaya con sus hijos! ¿Y ahora qué podía hacer? Llevársela a su casa la obligaría a dar muchas explicaciones y compensar con otra cosa a la familia que esperaba ese obsequio. En cuestión de milésimas de segundo se despidió mentalmente del peluche y del único recuerdo material que le quedaba de aquel novio pasajero al que rechazó de la noche a la mañana, siguiendo su máxima de que era mejor repudiar a tiempo que ser repudiada. 

Repartieron los paquetes, estrecharon manos, abrazaron torsos, se tragaron algunas lágrimas, también rieron y, al llegar a la avenida principal, se despidieron, marchando cada cual a sus respectivos hogares.

Pasaban quince o veinte minutos las doce cuando la madre abrió la puerta. Sus hijos la esperaban despiertos, viendo en la televisión una película musical. Dudó si soltar a bocajarro lo de la Pantera Rosa, pero esa vez no se dejó llevar por su temperamento y, uno por uno, fue besándolos. Convinieron los cuatro en dejar el chocolate para desayunar y se retiraron a descansar. 
En el silencio de la noche, cuando los Reyes penetran en los sueños de las almas sinceras, se oyó a Aurora acercarse de puntillas a la habitación de su madre quien, haciéndose la dormida, percibió el aliento de su hija al lado de la oreja. En voz baja, temblorosa e insegura, la niña le dio las gracias por haber ido a repartir juguetes y le pidió perdón por haber llevado la pantera a la parroquia sin su permiso, pero que sus hermanos se empeñaron y ya sabía cómo eran. Le prometió que ahorraría su paga para comprarle otro muñeco igual. En ese momento, los corintios de san Pablo se instalaron en la frente de la matriarca y esta, comprendiendo de repente el misterio del mensaje, dejó que un riachuelo de lágrimas mojara su hasta entonces estéril y fría almohada. 

NOTA: Tomé la fotografía en Milán, el 26 de agosto de 2016. 

23 de octubre de 2017

La estrella de los recuerdos




Para Julián, Marisa y familia


A mi amigo Julián le ha salido una estrella en el tuétano, dentro de sí, en lo más profundo de su sentir. Se trata de un astro comodón, que lo mismo chilla si su dueño pasa largas horas sentado, que si está de pie, pues sus rayos necesitan ser el centro de atención continuamente. Además de cómodo, por tanto, es un divo. 

Sin embargo, ayer la estrella estuvo aplacada durante un buen rato, escuchando historias de cuando éramos más jóvenes, esos tiempos en que nadie pensaba en nietos porque Julián aún criaba a sus niños y una servidora tejía un ajuar con las piedras doradas y azules que un fauno trajo de Guinea. Me di cuenta de que los relatos aplacan a las fieras mejor que el agua de lluvia, porque la vida son instantes y estos se forman en la médula de los recuerdos. Cuatro amigos, ayer, recorrimos a la inversa el camino de la melancolía y de repente, al pasar por la Puerta del Sol y leer algunas pancartas, caímos en que éramos más jóvenes que los chicos que izaban las banderas de la intolerancia. 

A mi amigo Julián le ha salido una estrella en el tuétano portadora de magia y buenas revelaciones que ahuyentarán, sin duda,  las nubes que ahora se ciñen al firmamento. 


NOTA: Fotografía tomada en Madrid, octubre de 2017 

11 de abril de 2017

Arquetipos vitales VII: Cecina y galletas para alcanzar el grial



En el amor siempre hay algo de locura, 
mas en la locura siempre hay algo de razón.
(Friedrich Nietzsche)


Aquel año tenían mucho que celebrar, no solo porque cumplían sus bodas de plata, sino porque su hijo había regresado vivo de la guerra que lo mantuvo lejos el último año. Aún faltaban cuatro meses hasta la fecha del aniversario, pero Oclo ya acusaba cierta premura por encontrar un magnífico regalo para su mujer. 

Mientras el barbero le retocaba el bigote, pensó en su vida con Camelia, el sacrificio de esta acompañándolo a través de medio mundo, sin asentarse en un lugar hasta pasada la cuarentena de él, los treinta y tantos de ella. La vida de un diplomático no es tan apacible como pueda pensarse, sobre todo si le tocan destinos conflictivos con los que su país va rompiendo relaciones. Por eso sentía que su hogar había sido durante bastante tiempo la lengua en que su esposa y él hablaban, ese chapurreado de ladino e inglés con el que empezaron a tontear y a retarse en el baile de debutantes, cuando Bohemia y la corte de Viena tributaban a las mismas arcas y el océano salpicaba espuma dorada en los sueños de los jóvenes. Hasta se conjuraron para prestarse los votos, el día de su casamiento, en aquella jerga íntima y cómplice. Y así lo hicieron ante el asombro del oficiante, padrino y monaguillos. La madrina, sorda desde niña por la difteria, les dedicó una sonrisa limpia y emocionada. El resto de los asistentes a la ceremonia, absortos como estaban en sus propios pensamientos, no habrían sabido decir si las palabras pronunciadas por los novios eran un latín atropellado por los nervios del momento, o que la acústica catedralicia era refractaria a las voces de los contrayentes.
  • ¿Qué le regalaría usted si quisiera impresionar a su esposa? - le preguntó al barbero.
  • Algo que no tengan sus amigas. Para las mujeres lo más importante es saber que pueden tener, si quieren, todo lo que su pandilla atesora y, al mismo tiempo, poseer algo que aquellas puedan codiciar y envidiar. Così fan tutte, señor.
A Oclo no le gustó mucho el comentario, aunque debía reconocer que algo de razón llevaba, pues a menudo Camelia sufría de melancolía cada vez que su prima Rebecca se embarcaba en alguno de los cruceros de lujo con que la agasajaba el hijo del último sultán otomano.

Aquella misma tarde, aprovechando que ella estaba ausente por tres días, se puso a indagar entre las cosas de su mujer, buscando pistas sobre sus gustos, manías o caprichos. Resulta increíble lo desconocida que puede resultar la madre de tu hijo, cuando descubres un opúsculo de mística oriental acurrucado entre camisones, o esos versos del peor poetastro envueltos en celofán amarillo.

Lazos, horquillas, flores secas, hebillas repujadas, plumas de diversas aves y algunas piedrecitas compartían espacio en un cofre persa junto al herbario de Camelia. Reparó también en un pequeño rollo atado con una cinta plateada que, al abrirlo, resultó ser un aguafuerte que reproducía el complejo megalítico de Stonehenge. Le impresionó la imagen y recordó que, durante la pasada Navidad, ella colgó más muérdago que de costumbre en el hueco de la escalera principal, aduciendo que así traería suerte a todos los que pasaran por debajo, independientemente de si lo veían o no. ¿Estaría interesada en las culturas paganas que poblaron antaño el Reino Unido?

Al día siguiente y ante el asombro del chófer, sacó el coche de los paseos y marchó solo hacia Salisbury. En un morral llevaba un poco de cecina y seis galletas que él mismo cogió de la despensa. También se proveyó de prismáticos y de su bastón campero, aquel que le regalaron el año pasado unos armenios agradecidos. 

A mitad de camino paró en lo que parecía una fonda. Traspasó la puerta de entrada y observó a cinco parroquianos jugando a los dados en dos mesas adosadas. A pesar de su aspecto rural, eran comedidos en las formas y celebraban los triunfos sin gritos ni aspavientos. Pasó delante de ellos saludando sin mirar y se dirigió a un rincón donde había un perol grande con sopa y varias escudillas apiladas. Cogió una y se sirvió un poco de aquel caldo con puerros y patatas.  

Al momento llegó la dueña del establecimiento, una rubiales de nariz respingona vestida de negro. Oclo pensó al principio que era viuda, pero pronto mudó de idea cuando ella misma le afirmó que estaba esperando su segundo hijo y que el bebé nacería antes de que su padre saliera de la cárcel del condado. 
  • Mala suerte, señor. Le provocaron unos borrachos aquí mismo, entrando en forcejeos y queriendo el destino que uno de ellos se cayera como un plomo al suelo, golpeándose la sien con una silla de estas de aquí, que ya ve son muy duras. La silla se la llevaron los guardias, como prueba dijeron, aunque yo más bien creo que fue para sentarse ellos, porque ¡qué sentido tiene apresar también un mueble, digo yo! 
Repitió de sopa, pagó más de lo que la mujer le pidió y se marchó.

Cuando llegó a Salisbury se dirigió al ayuntamiento. Allí preguntó a un bedel por la dirección que debía tomar para llegar a Stonehenge.
  • ¿Viene usted a comprarlo?
  • Solo venía a verlo. Desconocía que estaba en venta.
  • Sí, es de una familia que necesita el dinero. Son muchos acres de tierra fértil, en uno de los mejores parajes. El agua de allí es muy buena y el sol no hace tanto daño como en otros lugares. 
  • Yo venía a contemplar las piedras…
  • El año pasado se cayó una, cuando una tormenta descargó más de veinte rayos  por aquí cerca. Los trozos se los llevaron a otra casa de los dueños, para mampostería. De todos modos, si cambia de opinión, pregunte por Lord Monroy. Vive en la mansión que hay camino al río; no tiene pérdida. 
Se hizo de noche y Oclo seguía embobado ante la agrupación de rocas. Las había rodeado, acariciado, olido, escuchado, visto desde distintas perspectivas. De lejos, sobre un repecho del camino, parecían dispuestas como esos templos antiguos que vio tantas veces en algunos de sus destinos más exóticos. De cerca, al lado de ellas, se le antojaban gigantes benefactores de la ciudad. 

Cuanto más las miraba, con más fuerza le venía la idea de comprarlo. Tenía claro que iba a ser el mejor regalo de aniversario para la mejor de las esposas.

Traspuesto y obnubilado volvió a Londres. La cecina y las galletas seguían el morral. Antes de llegar a su casa, se las dio a un perro que olisqueaba las alcantarillas. 

No le comentó nada a nadie, ni siquiera a Camelia cuando esta regresó. Casi dos meses duraron las negociaciones, pues no solo tuvo que ajustar el precio con su propietario, sino que se vio obligado a compensar a varios aparceros por la rescisión, antes de tiempo,  de los contratos que los unían a la familia Monroy. Oclo quería que el terreno estuviera libre de inquilinos, vacío de servidumbres, liberado de cualquier cadena que lo atara al pasado. Imaginaba a su mujer organizando cenas y bailes estivales en ese andurrial tan hermoso; podrían celebrar juegos florales, montar pequeñas obras de teatro… Incluso estaba dispuesto a adquirir una casa cerca de allí para pasar días de asueto en medio de ese sueño. 

Pasaron los días y llegó la gran fecha. Debido a un brote de las fiebres palúdicas que trajo del frente su hijo, el festejo sería íntimo, una comida en casa. Únicamente acudirían Rebecca y el vástago del sultán, recién llegados de España.  

A los postres, antes de que los varones se retiraran al salón de fumar, Camelia le pidió a su doncella que le trajera un paquete rojo que había dejado en el vestidor. Oclo se ausentó unos segundo y regresó con un cartapacio crema atado con cintas pardas. 
  • Se lo encargué a Rebecca, querido. Lo ha traído expresamente para ti desde Toledo.
De un paquete bastante largo y estrecho, Oclo extrajo una espada cuya empuñadura estaba cubierta con arabescos dorados.
  • Para tu colección. Me informé de que el acero de esas tierras es de lo mejor que se hace. Parece mentira, pero allí poseen una fábrica de armas muy acreditada desde hace siglos. Y estos dibujos de aquí están hechos con oro; son hilos y láminas finísimas de oro auténtico. Lo llaman damasquinado. ¿A que no lo sabías? 
  • Gracias, Camelia. Es un sable precioso. Y sí, menuda hoja tiene. Acero bien templado… Y ahora coge esta escritura, es tu regalo.
Todos los presentes dirigieron sus miradas hacia el legajo que sacó Oclo de la carpeta, intrigados. 
  • Lee, Camelia, lee.
  • ¿Son unas escrituras?
  • Sí, he comprado Stonehenge para ti. Vi que guardas un grabado entre tus cosas y comprendí que te atrae ese lugar.
  • ¿Que has hurgado en mis cosas…? 
  • Tenía que hacerlo. Debía buscar alguna pista sobre algo que te hiciera realmente feliz.
  • Devuélvelo, no lo quiero.
  • Pero Camelia, espera a verlo. Podemos ir mañana y te quedarás maravillada como yo me quedé la primera vez que lo contemplé. 
  • No lo quiero, Oclo. ¿Qué tipo de regalo es este? ¿Unas piedras en medio del barro?  No te entiendo. Yo no quiero vivir allí, ni veranear, ni pasear. ¿Ya no me conoces? Hicimos planes para comprar una casa de campo en Escocia, pero en ese agujero de Salisbury… ¿Te has vuelto loco?
Camelia se echó a llorar. Rebecca y el turco se marcharon y el hijo de la pareja, rendido por la fiebre, decidió irse a reposar. 

Oclo no salía de su asombro. Disgustado, cogió la escritura y la regresó a la carpeta.  Diplomático, acarició el pelo de su mujer y, en la jerga que ambos inventaron, le pidió disculpas por haberse entrometido en sus armarios y cajones, por haberse precipitado a comprar algo sin consultar primero, por haber sido un idealista y no pensar en algo más práctico. Mañana mismo acudiría a una inmobiliaria y pondría en venta las tierras recién adquiridas. También aprovecharía su inminente viaje a París, acompañando al ministro, para comprarle un collar de perlas grises.

Aquella noche, al resguardo de la luna llena y con los ojos enrojecidos por el llanto, Camelia le confesó que había estado en Stonehenge un par de veces, del brazo de un médium que abusó de su buena fe y la engatusó haciéndole creer que se había enamorado de ella. Sintiéndose halagada, actuó como una ingenua hasta que se dio cuenta de su error, pues el donjuán solo quería dinero para iniciar un viaje a Katmandú, sin que haya vuelto a tener noticias de él desde que puso rumbo al Himalaya. Por eso no quiere ni oír hablar de aquella piedras milenarias. 
  • ¿Y por qué conservas el grabado? ¿Te lo regaló él? 
  • No sé. Supongo que por la misma razón por la que se guardan los secretos.
Cuando firmó la venta a favor de la compañía Knight Frank, quien no pudo aguantar las lágrimas fue Oclo. Se sentía injustamente tratado, incomprendido y humillado, aunque un hombre de su posición no podía dejar traslucir el enorme agujero que se había abierto en su corazón para siempre. 

Y desde entonces, hay quienes afirman que, en las tardes de niebla, se ve pasear por Stonehenge a un caballero que mordisquea cecina y galletas que va sacando de su morral. 


NOTA: Esta historia está remotamente basada en un hecho real. Agradezco a Knight Frank y a su representante en España que me hayan autorizado a llenar de ficción lo que me contaron en el descanso de una mediación.


Fotografía del grial tomada en el Museo del Prado (Madrid), julio de 2016

6 de febrero de 2017

Arquetipos vitales (VI): El diablo se viste de morado oscuro







"¿Es esto la vida real? 
¿es esto simplemente fantasía?
Atrapado en un derrumbamiento
 abre tus ojos.."

(Freddie Mercury, Bohemian Rhapsody) 


Apagó la radio cuando se iba acercando a los juzgados. La ciudad se había despertado con tres sucesos escabrosos y pensó que alguno le podía tocar a él. Entraba de guardia.  Era un martes ventoso, desapacible, triste y "de color morado", como le gustaba definir los momentos de sacrificio personal, los tragos amargos que a menudo debía echarse al coleto casi sin mirar, sin pensárselo dos veces, "porque sí", como le había enseñado su padre, o "por sentido del deber", como le repetía su preparador cuando no llevaba los temas de la oposición bien cimentados. 

Bajó la ventanilla de su flamante automóvil y devolvió con la mano el saludo al vigilante del aparcamiento. Mientras cerraba el vehículo, la voz de su fiscal le sentó en la realidad: 

-  Tendremos un día de perros, nos mandan al bicho que ha degollado a sus hijos. Un niño bien. He visto a la prensa en la puerta principal, con unidades móviles de televisión y todo; tienes al país pendiente, en comisaría se han ido de la lengua y han hablado de más. La opinión pública ya ha dictado sentencia. 

En el ascensor, el fiscal seguía hablando, mientras él pensaba en que había dejado en casa a su mujer llorando, incapaz de comprender que, tras doce años de matrimonio, el padre de su hija se había enamorado de un estudiante universitario. Estaba claro que era un día morado oscuro en toda regla. 

-  Señoría, han llamado del ministerio pidiendo que no hagamos declaraciones sobre el caso de los niños, por la alarma social y porque hay mucho tertuliano hablando de más en la tele -  le comenta una funcionaria apenas llega a su despacho y se quita el abrigo.-  También le aviso de que ahí afuera está la novia del detenido, la madre de los nenes; ha discutido con el abogado de oficio y dice que quiere hablar con usted.-  Vaya con el ministerio, como si yo hubiera hablado de los casos alguna vez. Cuando algo les interesa... En fin, actuaremos como siempre, con orden y con cabeza. Si se acerca algún periodista, díganle que no hay nada que comentar. En cuanto a la novia, ya sabe que no hablo con familiares ni amigos antes de tomar declaración, no quiero influencias sentimentales. 

Junto al expediente del sanguinario suceso había otros aguardando su tramitación. En total, le esperaban ya cinco detenidos y la cifra aumentaría a lo largo de la jornada. Miró las fotos de los niños degollados, el cuchillo sucio metido en una bolsa de plástico, la hoja sin antecedentes del reo, la exigua diligencia de reconocimiento policial, con faltas de ortografía y de sintaxis, y una nota manuscrita con números e iniciales. 

El juez tenía experiencia en guardias y no le llevó mucho tiempo organizar la mañana.  A las tres y cinco de la tarde, antes de tomar declaración al parricida y mientras apuraba un bocadillo de tortilla, le mandó un mensaje a su joven amado: "Se lo he dicho. Me siento liberado. Seguramente mañana me traslade a un hotel, mientras encuentro casa". 

Se entreabrió la puerta de su despacho y entró el detenido esposado y acompañado de dos policías. Según el atestado, tenía treinta y dos años, pero aparentaba menos. Barbilampiño, el pelo recogido con un coletero, vestía pantalón y camisa gris, americana granate y caros zapatos italianos. Pulcro de aspecto y de maneras educadas, pidió que le aflojaran los grilletes, a lo que el magistrado accedió y los agentes cumplieron. Gracias a esto se percataron todos de una manicura perfecta, hecha a conciencia. 

Iván, que así se llamaba el detenido, explicó que no podía compartir el amor de su compañera con esos mellizos que no debieron nacer nunca. Los catorce meses de los niños equivalían a catorce meses de infierno para él, pues su vida de pareja languidecía mientras aumentaba la devoción de su chica por unas criaturas egoístas que olían a mantequilla. Sin ir más lejos, la semana pasada, mientras los bañaba la madre, se acercó a ella por detrás e intentó acariciarle los pechos. La mujer le dio un manotazo y él percibió cómo uno de los niños abrió la boca con mueca de carcajada. Sintióse humillado, apartado, expulsado del paraíso... En su profunda tristeza, añoraba el tiempo en que aun no eran padres, cuando hacían planes exclusivos para ellos, ajenos al mundo, cuando el sol era su cómplice y todo era sencillo. En aquella época compartían risas y dormían abrazados, vestidos de luz de luna plateada. 

Se habían conocido en el instituto y, desde el primer momento que la vio, se juró a sí mismo que solo viviría para esa diosa. Y lo cumplió a pesar de que ella se liara con otro cuando estuvo en Alemania de Erasmus; a pesar del año que él estuvo trabajando de ingeniero en los Emiratos Árabes; a pesar de que sus suegros eran unos carcas insoportables... contra viento y marea se consagró a esa mujer idealizada, el amor de su vida. Al quedarse embarazada, dejó de mostrar interés por las cosas que hasta el momento le habían gustado, centrándose en libros y revistas cuyos temas giraban únicamente en torno a los bebés y sus circunstancias. Pero él aguantaba con arrobo, aguardando que las aguas regresaran a su cauce, que surgiera Venus envuelta de espuma y volvieran a ser uno. 

El detenido continuó relatando la crónica de lo que para él era el desmoronamiento de su proyecto vital y, como no aceptaba el fracaso, pensó que debía poner fin a aquella situación y enmendar el error que la naturaleza había propiciado. Era consciente de que pagaría con cárcel lo que la sociedad era incapaz de asimilar, "porque la infancia y la maternidad están demasiado valoradas, señor juez. En otros tiempos, yo sería un héroe". 

Cuando terminó la declaración y devolvieron a Iván a los calabozos, la actividad en el juzgado de guardia continuó su rutina. El magistrado aprovechó para salir a la calle y fumar un pitillo. Lloviznaba y hacía viento. Sonó el móvil. Era su mujer: 

-  Andrés, no sé qué le vamos a contar a la niña. No creo que esté preparada para saber que a su padre le gustan los hombres. -  No me gustan los hombres en general, amo a Ignacio, eso es todo. -  Llámalo como quieras, pero la evidencia es la que es. ¿Con cuántos te has acostado? ¿Cuándo dejé de gustarte...?-  No creo que contestar a esto ayude a nada... Entiendo que me odies, que te sientas defraudada...-  Peor que eso. Me siento humillada, apartada, expulsada de tu vida...-  No sigas, por favor.  Acabo de tomar declaración a un homicida que ha dicho prácticamente las mismas palabras. -  Seguro que mató por amor...

Y al escuchar esto, al juez le recorrió un escalofrío por todas las vértebras. Cortó la conversación, comprobó que su amante aún no había leído el guasap que me envió  horas antes. Apartando de su frente cualquier pensamiento alarmista, llamó. 

-  Anoche no dormí casi y acabo de levantarme. -  Solo quería decirte que te quiero y que ya he elegido cómo quiero vivir los próximos años.-  ¡Qué valiente, señorito! Después de año y pico conmigo, ya era hora. -  No seas severo conmigo. Estoy pasando un día muy raro. Bueno, te cuelgo, que tengo mucho trabajo aún. 

Regresó a las dependencias judiciales, buscó a la mamá de los bebés degollados, que todavía se encontraba allí y, cogiéndole las manos, le dio el pésame y se echó a llorar. 


NOTA sobre la fotografía: South Gregorian Core. Dublín, 28-enero-2017 




2 de diciembre de 2016

Arquetipos vitales (V): Frente al Sol sin quemarme









“El lucero del alba no es una estrella”, me contaba mi abuelo, pero yo me pegaba al aire para vislumbrarlo cada mañana mientras duró aquella extraña convalecencia de mi madre que hizo que, un lunes de mayo, me viera de pronto en un paisaje de salinas y arena, conviviendo con gaviotas y con todo el tiempo libre de obligaciones. No tenía que ir al colegio y las tareas que me impusieron las profesoras no me llevarían más de cinco o siete días para completarlas, pues yo era una alumna despierta, aplicada, a la que le gustaba estudiar. Ninguna asignatura se me resistía de momento.


Así que mis ojos se abrían a la nueva realidad que suponía tener una madre tan delicada que, para restablecerse, tenía que estar lejos de mí. Presentí desde el primer minuto que no volvería a verla y que me quedaría allí, con mis abuelos, toda la vida. No me importaba sacrificarme, con tal de salvarla a ella, y así se lo pedía a Jesús en mis rezos nocturnos.


Madrugaba para ver la estrella que no es tal, como ahora hago mientras recojo mis bártulos y los clasifico cuidadosamente en cajas que carecen de destino, que no volverán a abrirse, que morirán plácidamente y sin dolor, que acabarán en el paraíso de los inocentes y quién sabe si, dentro de unos años, en algún contenedor de residuos.


Si fuera valiente de veras no empaquetaría nada, dejaría que mis enseres integraran el esqueleto de esta ballena varada que será mi casa a partir de ahora. Decidí suspender el tratamiento porque se me hizo la luz y comprendí que no resucitaría si continuaba intoxicándome. “Tendrás un retroceso”, me dijo el médico con tono amenazante, “pero veré por fin el Sol”, le contesté fijándome en el gesto que hizo con su cabeza, a medio camino entre el rechazo y la sorpresa.


Hago un alto en el camino para mirar tras los cristales. El cielo anuncia lluvia y me doy cuenta de que los momentos importantes de mi existencia han ido acompañados de agua, elemento con el que me siento hermanada. Diríase que me remonto al líquido amniótico de mi incipiente vida, donde todo era placer, el tiempo no existía, nada era ruido, todo fueron calor y mimos en un ensueño celeste que me mantuvo a salvo de los chirridos exteriores.


"Yaya, enséñame a hacer pan". "Yo no sé hacer pan, cariño, pero puedo cocinarte todo lo demás y, si quieres, te guío para que hagas un gazpacho".


Comíamos en el jardín los nutritivos manjares con que mis mayores cuidaban mi crecimiento. Bajo la mesa y a hurtadillas, yo dispensaba pedacitos de fruta a los gatos del vecino que, maleducados y arrogantes, se instalaban en la casa de mis abuelos todos los días del año, desde la hora del desayuno a la de la siesta. Eran tres mininos atigrados  con antifaz negro, a buen seguro hermanos, que recorrían la parcela como los reyes del mambo y, con su actitud, dejaban claro que eran ellos quienes nos hacían el favor de ser visitarnos.


Comienza a llover y lo hace con fuerza. Las gotas golpean los cristales. “Quieren entrar”, me digo a mí misma, pero hoy no es día de audiencia, dejo las ventanas cerradas y sigo embalando libros, cuadernos, discos, cuadros, fotografías… memoria viva de acuerdos y desacuerdos que encierran en sí mismos un resumen de lo que he ido siendo desde   que me nacieron.


Suena el teléfono y corro a cogerlo. No sé por qué me apresuro, pues ya nada es urgente para mí y, como en el fondo todos medimos la vida con nuestra propia vara, tiendo a pensar que lo que no me importa tampoco le afecta a nadie. Mi interlocutor es un viejo amigo que me invita al teatro y acepto porque es de esas obras sobre las que no hay  telón que baje y oculte el escenario: todo a la vista, como es actualmente mi vida. Los cortinones subrayan el final de la escena, son la frontera entre el pasado y el presente, únicos tiempos permitidos por la Academia de la dramaturgia. Y como la vida es puro teatro y a veces opereta, pronto germinó en todos nosotros la semilla puesta por los racionalistas a favor del carpe diem y eso de vivir el momento. Mas yo me libero y tengo mi mente ocupada con el futuro que imagino como el río que nos trae y lleva, aquel cuyas aguas no son nunca las mismas, pues el movimiento continuo no sabe de pretéritos ni de ahoras.


Tengo por delante toda la vida, aunque los galenos contemplen mi final, pues se vive cuando las cosas cambian, se vuelven distintas y sabemos apreciar la diferencia. Me queda disfrutar de un tiempo sin deberes, como aquella temporada que pasé con los padres de mi padre. El mes que viene todo será luz y alegría, pues habré escuchado la trompeta que me autoriza a hacer mi santa voluntad. Soy como la vela cuya llama va creciendo a medida que disminuye la cera que la sostiene. Sé que me apagaré, pero  tomo mi agonía como el regalo de estar consciente, ya que abomino de las recetas que te imponen paraísos tramposos para evitar que mires de frente y abras tus sentidos al anuncio de la verdad.


Hasta el momento he vivido casi setenta años. He tenido hijos, nietos, dos maridos y un hijastro. En Alemania estudié astrofísica, carrera que jamás ejercí, pero que volvería a iniciar, sin dudarlo, cada vez que renaciera. Además, trabajé mucho para mi familia haciendo esas cosas que nadie considera, pero que todos echan en falta cuando no las haces. En fin, una biografía corriente en unos tiempos vulgares repletos de estándares y uniformados pensamientos. Ahora me identifico con aquella niña que fui, que jugaba aparentemente ajena a cuanto la rodeaba, pero que, en realidad, era sabedora de lo que se cocía en su entorno. No volvería a ver a mi madre, pues su convalecencia no fue de enfermedad, sino de vida conyugal. Abandonó a mi padre, me abandonó a mí, se marchó con una maleta pequeña  y sus joyas. Más adelante supe que vivió en México y que yo tenía dos hermanos de pelo moreno que me mandaron unos zarcillos de esmeraldas y perlas cuando ella murió.


Hoy la respeto. Jamás justifiqué lo que hizo ni fui clemente, pues no hay juez más severo que un hijo herido y, como sé que el sufrir pasa, pero el haber sufrido no pasa nunca, he sido siempre indulgente con mis vástagos, a los que he tratado no con amor de madre, sino con el amor verdadero de los soles y las estrellas, que nos alumbran aun sabiendo que ni siquiera los miramos. Tampoco me dio tiempo a comprenderla, porque poco a poco fue desapareciendo su impronta, a base de referirse a ella nombrándola por su nombre de pila. Se me olvidó que Regina era mi madre y que seguramente pensaba en mí de vez en cuando.


Dentro de pocas semanas parto a Suiza, a un centro de reposo donde cuidarán y mantendrán la luz de mis ojos hasta que la bilis suba y el corazón se calle. Me hace  ilusión resucitar en la tierra de Guillermo Tell, pues conmigo morirán enfermedades, defectos, problemas, dificultades diarias y los borrones que a veces eché al escribir mi trayectoria. Siempre he estado dispuesta a transformarme, aprendiendo a vivir con la piel que en cada momento fui mudando: tersa y suave o con arrugas y manchas.


Me desato de fármacos, pautas y protocolos que me aplican sin haber pedido yo nunca. Me libero de pensar en la muerte porque ya no le tengo miedo; sé que llegó y, por eso mismo, ya es pasado. He visto cómo el sol de medianoche alumbra mi camino hacia la eternidad, esa en la que atisbo a mi abuela horneando el pan que por fin habrá aprendido a hacer. En esa eternidad Venus será estrella, si yo así lo decido, y quizá vea a mi madre  y hagamos las paces. En esa inmortalidad estaré frente al Sol sin quemarme.



NOTA: La fotografía fue tomada en Vannes, el 8 de agosto de 2015 ("Los dones llegan si miras bien")