Visitas

16 de julio de 2021

El dominó de Montesquieu

 


Desde la última vez que me asomé al mundo exterior a través de esta tribuna, han sucedido miles de cosas, a tenor de lo que cuentan radios,  diarios y televisiones. Sin embargo, me da la impresión de que lo mejor se queda siempre de puertas para adentro. Es decir, lo más sustancioso sería aquello que no se comparte con el gran público ni individualmente con las humildes personas que lo formamos. ¡Lo que daría yo por colarme en los consejos de ministros, cumbres políticas, deliberaciones de algunos tribunales y negociaciones de altos vuelos, para así hacerme una cuenta cabal de la realidad, sin tamizarla  con los cedazos de otros y sin que me la interpreten! 

Tengo la impresión de que mi mundo paralelo no es tal  y que en realidad es el BOE el que establece un lugar artificioso e irreal que acaba constriñéndonos como una bota estrecha. Lo mismo cabe decir con el que otrora se llamó “cuarto poder” y hoy no es más que un juguete en manos de intereses comerciales y ansias de percibir o seguir percibiendo favores y prebendas. 

El Tribunal Constitucional ha declarado inconstitucional el primer estado de alarma que nos regaló este gobierno pinturero (me refiero el español). Y yo me pregunto, si esa norma primigenia conculcó todo lo conculcable (como venían advirtiendo muchos, incluidos mis fantasmales compañeros de piso), las decenas de decretos y más decretos que han fundido las meninges de quienes debían leerlos para aplicarlos, en buena lógica también están viciados.  

Sin embargo, me temo que todo vaya a seguir igual y que la mayoría de la gente se quede tan contenta sin ser conscientes de la gravedad de las cosas, no por su culpa, sino porque cada tiempo tiene sus censores y cada época sus tiranos. Esa censura siempre obedece a dos cuestiones:  

  1. O salvaguardar las esencias del poder dominante ya instalado, como sucede en las dictaduras y gobiernos que, sin serlo oficialmente, son absolutistas o, como se dice ahora, totalitarios). 
  2. O defender las esencias del pensamiento dominante que aspira a instalarse y que casi siempre se instala en democracias, imponiéndonos la idea de que debemos ser políticamente correctos. 

En fin, que hagamos lo que hagamos siempre estamos al borde el precipicio, como cuando de pequeños descubrimos que se puede pecar de palabra, obra y omisión, por activa o por pasiva, pensamientos inclusive. 

Para esa forma de doblegación que en definitiva son la censura y la autocensura, desde arriba se utilizan dos armas fundamentales: el pan y el circo, juntos o por separado. Estos elementos de alivio y regocijo vienen a ser como el poli bueno que anima al detenido a colaborar y no percatarse de que las paredes que lo circundan son igual de feas, sombrías e inseguras que con el poli malo. Si en la antigua Roma se trataba de apaciguar a las poblaciones potencialmente levantiscas con juegos y gladiadores, ante la retahíla de infortunios que nos van cayendo a los ciudadanos de a pie, los mandatarios nos tiran desde arriba panes en forma de licencia para quitarnos las mascarillas al aire libre, fomento de los viajes turísticos y frases extremadamente cursis que invitan a que veamos la vida en technicolor y pasemos por alto la crisis sanitaria, económica y moral que padecemos. Me viene a la memoria, mientras escribo esto, la opereta “La Corte de Faraón”, donde el coro alaba a un Putifar pagado de sí mismo y ajeno a la realidad; un Putifar que en la tradición judeocristiana ordena encerrar a José porque prefiere caer en una mentira acomodada que respaldar una verdad incómoda.

— Usted también se censura — me indica una Pardo Bazán que cotillea por encima de mi hombro lo que voy anotando. — Haga el favor de ser valiente  y decir que he emigrado a Madrid porque ya no hay quien esté en el Pazo de Meirás. ¡Mire que llevaba un siglo tan tranquilita allí disfrutando desde la orilla espectral de la que fue mi casa! Apenas me molestaba nadie; tampoco  los inquilinos que acaban de desahuciar, pues en realidad solo correteaban y dormitaban algunas semanas en verano. El resto del tiempo era para mí y para los amigos que me visitaban — me dice con coquetería —. Pero ahora, abierto al público, me siento como si estuviera en un escaparate con las enaguas expuestas. ¡No aguanto a los visitantes y turistas que acuden a museos y lugares históricos como quien engulle queso!  

— Tengo entendido que de momento solo se puede transitar por los jardines, doña Emilia.  

— ¿Pero usted sabe la sarta de estupideces que cuentan sobre mí algunos guías? ¿Y las bobadas que pregunta el personal? Ahora resulta que solo soy un paladín del feminismo porque me separé de mi marido, que dejé a mis hijos al cuidado de su abuela para dedicarme a viajar y frecuentar tertulias, y que simultaneé los brazos de Benito con los de Lázaro Galdiano.  

— ¿Y no es verdad nada de eso?  

— Es cierto, pero a medias, como todas las verdades que se establecen en cada época. Pretendiendo hacerle un favor a mi persona, destacan unas cosas que solo pueden ser aplaudidas por títeres y corifeos, de esos que se tragan lo que les cuentan sin atisbo no ya de cuestionamiento, sino de curiosidad por profundizar e ir descubriendo por ellos mismos qué hay tras una fachada construida a mayor gloria del pensamiento dominante. Cuando oigo decir cosas de mí, lloro de impotencia por no poder revelarme presencialmente y aclarar que nunca fui una casquivana, que amé a mi familia y a mis hijos por encima de todo, que fui católica hasta el final de mis días, que viví las guerras carlistas desde la orilla carca o que Concepción Arenal se enfadó muchísimo conmigo a costa de un ensayo que escribí sobre el Padre Feijoo y resultó premiado, o que apoyé públicamente a la segunda mujer de Rubén Darío, Francisca Sánchez del Pozo,  cuando académicos y ateneístas le daban la espalda no tanto por convivir en adulterio, sino porque era campesina, de familia humilde y analfabeta.  

— A propósito, — cambia de tema — he visto que tiene usted en su biblioteca casi todo lo que Benito publicó. 

— Me gustan más unas obras que otras, doña Emilia, pero en efecto tengo muchas cosas suyas.  

— Pues no lo espere mientras yo esté en su casa. Lo abdujo el alma de un gato santanderino y a partir de entonces solo recibí de él bufidos, arañazos y tarascadas. Es curioso que los tres hombres que amé apasionadamente estudiaran, con mejor o peor resultado cada uno, la carrera de Derecho.  

Y mientras evoca esta circunstancia, la Pardo Bazán se integra en la tertulia de los filósofos juristas, que andan muy alborotados últimamente a costa del BOE.  

El 25 de junio entró en vigor en España la ley de la eutanasia. Según algunos, hoy somos un país más moderno y acorde con los tiempos. Fíjense que yo pensaba que uno de los parámetros que indicaba nuestro progreso social era la esperanza de vida y resulta que no, que no éramos del todo una sociedad avanzada porque lo económicamente plausible es no invertir en cuidados paliativos y ahorrar en investigación de tratamientos que contribuyan a que la gente pueda vivir cada vez más y en mejores condiciones. Imagino que quienes deciden todo esto deben de verse a sí mismos jóvenes y sanos per secula seculorum, pues de lo contrario no se entiende. El asunto no es estar a favor o en contra de la eutanasia, pues las cuestiones complejas no deben abordarse con un pueril sí o no, sino legislar de una manera holística, teniendo en cuenta a todo el sustrato humano que habita en un Estado, reconociendo distintas realidades, diferentes necesidades. Hablar de diversidad y proponer un solo modelo de pensamiento es estafar, es presentarse como salvavidas en un naufragio causado por ellos mismos, es abrazar el totalitarismo más palpable, aunque lo llamen de otra manera.  

No hay peor censura que la autocensura y es probable que doña Emilia tenga razón cuando me regaña por medir las palabras y no atreverme a llamar nazis a estos progres de verbena que han tocado el cielo por una carambola del destino, jugando con los dados que les prestó el diablo.  

Pero también se autocensuraron mujeres y hombres con nombre propio en la Historia, como Hildegarda de Bingen, obligada por sí misma a aplacar su sabiduría para que no la tildaran de bruja o poseída. Hubo de llegar a abadesa para atreverse a hablar del deseo sexual de la mujer y del orgasmo femenino (siglo XII) en sus libros de ciencias naturales, o reinterpretar el Génesis para liberar a Eva de la expulsión del Paraíso y del pecado original.  

Mientras tanto, vayan al teatro, acudan al cine, lean, visiten museos… En un mundo donde la mentira sale gratis y hasta los periódicos han dejado de ser medios de noticias para convertirse en órganos de propaganda, contemplar un cuadro, escuchar música o releer un poema es lo que más nos acerca a la esencia del ser humano, a la mística de Hildegarda o al Espíritu de las Leyes de un Montesquieu que se cree herido de muerte y, para evadirse, juega al dominó con quien se le acerca. Ahora está con Emilia Pardo Bazán, que con parsimonia gallega nos dice: “el mundo es un conjunto de ojos, oídos y bocas que se cierran para lo bueno y se abren para lo malo”.  

NOTAS: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” correspondiente al mes de julio de 2021 y que puede escucharse aquí 

Música para acompañar: “Romanzo”, de Ennio Morricone.  

Fotografía ©️Amparo Quintana. Madrid, 3 de julio de 2021 (Exposición de Pep Agut, “Meridiano de Madrid: sueño y mentira”. MNCARS, Palacio de Cristal). 

2 de mayo de 2021

Quimeras

 


Este mundo paralelo desde el que me asomo y al que les invito a ustedes de vez en cuando ya no es solo un recurso estilístico para explicar lo que quizá carezca de lógica y dar forma a mis sentimientos fuera de las coordenadas espacio-tiempo, sino que varias empresas tecnológicas están desarrollando proyectos de multiversos y metaversos que, sucintamente hablando, posibilitarán que la gente pueda relacionarse en los mundos virtuales como si fuera el mundo real. Lo hemos visto en películas y leído en novelas, pero ya está aquí e, incluso, alguna de esas empresas ha creado el omniverso, que ya es el epítome de todo, pues consiste nada más y nada menos en que las grandes multinacionales industriales usen otro universo paralelo vedado al resto de los mortales. La compañía impulsora de este club exclusivo se llama Nvidia y en él se han inscrito ya BMW y el estudio de arquitectura de Norman Foster. De momento es una especie de laboratorio virtual donde pueden probar y ensayar sus prototipos e ingenios como si estuvieran en la realidad, pero mi imaginación me dicta que dentro de poco se utilizará para otras cuestiones y, por qué no, hasta para gobernar el planeta Tierra o lo que quede de él.


Junto con esto, hemos conocido cómo Marte vuelve a estar en el centro del interés científico, hablándose ya de expediciones hasta allí para colonizarlo. Me resulta curioso comprobar que, en lugar de restañar las heridas que hemos ocasionado en la base terrícola desde el Big Bang hasta hoy, la esperanza radique en hacer las maletas y marcharse a otro planeta, desconozco por ahora si solo al alcance de una élite o a través del IMSERSO, pero opinen ustedes mismos. 


Ahora bien, pienso que para entonces la vida, tan como la conocemos hoy, habrá cambiado, a tenor de diversas noticias que vienen salpimentando  nuestra primavera. Por ejemplo, la robótica avanza a pasos agigantados; ayer mismo leí que se ha presentado en sociedad un ser mecánico que hace unas paellas a la altura del mejor cocinero y ya sabemos que quien apacigua los paladares goza siempre de la simpatía de la mayoría. Le auguro, por tanto, mucho éxito. Supongo que, junto al robochef valenciano, surgirán sus primos japos, franceses e italianos. 


Otro hito de lo que se llama avance científico es lo acaecido en China de la mano de investigadores españoles que, jugando a las casitas, han cruzado humanos con monos, dando origen a unos embriones bautizados por ellos con el nombre de “quimera”, como esos monstruos mitológicos que vomitaban llamas y tenían cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón. Dicen que sus fines serán terapéuticos y en beneficio de la civilización, pues apuntan a que quieren tener con esos seres un banco de tejidos para posibles transplantes. Teniendo en cuenta cómo se las gastan las industrias sanitaria y farmacéutica, cómo aprovechan para sí cualquier patente y convierten en dividendos el derecho fundamental a la salud, se me hace difícil apreciar tanta filantropía. Además, históricamente hemos asistido a inventos y descubrimientos que, concebidos con unos objetivos, se transforman en otra cosa.


Por si esto fuera poco, hay hombres embarazados. Como suena. Al principio creí que era una broma, pero nada de eso. A quienes no fueron mujeres en años anteriores se les implanta un útero y en él anida el germen de la nueva vida. Hay casos en España y fuera de aquí. De momento es un proceso caro y dificultoso, pero quién sabe si para cuando las quimeras hagan la compra para que los robochef preparen la comida de una familia en Marte, el catálogo de los vientres de alquiler cuente con varones subrogados. 


Mientras me tropiezo con estas noticias, la campaña electoral de la Comunidad de Madrid tiene muy revuelta a la pléyade de huéspedes que conviven conmigo. Como lo suyo es pensar y darle a lengua, decidieron repartirse por todos los actos políticos, asistiendo a mítines, presentaciones, concentraciones y demás algarabías. Los pobres llegan destrozados, pues aunque son espíritus del más allá, sus estómagos no digieren según qué cosas y sus mentes no comprenden algunos discursos. Hemos de tener en cuenta que, como vienen del pasado, en realidad viven en un presente continuo y por eso no se explican cómo la gente olvida las palabras y los hechos de tanto político malintencionado. 


Una tarde, volviendo de un rifirrafe a pedradas en Vallecas, mi querida Sissi se encontró con Zygmunt Bauman, a quien su alteza no conocía, pero como el polaco le resultó muy agradable (me dice en un aparte que es un anarquista utópico como ella, pero que ni él mismo lo sabe), lo llevó a merendar chocolate con churros y luego lo trajo a casa, para presentarlo a sus colegas espectrales. 


Fue muy bien recibido por todos, aprovechando Voltaire para ficharlo como autor de la Nueva Enciclopedia que están redactando, porque eso de la sociedad líquida le ha conmovido hasta el punto de que lo trata con tanto respeto como a los pensadores griegos. 


Bauman nos recuerda que se ha creado un clima de desconfianza mutua, recelo y competencia a degüello y que los miedos personales de las gentes  son bien aprovechados por los políticos, especialmente por aquellos que, bajo la capa de buenos y solidarios protectores, esconden la tiranía. 


— Efectivamente, interviene Hypatia. No olvidemos las sabias palabras de Platón  cuando dijo que “la dictadura surge naturalmente de la democracia”. Así que andémonos con mucho ojo, que he visto de todo desde la desaparición de la biblioteca de Alejandría. 


— ¿Andémonos?, pregunta un Kant asombrado. Le recuerdo, ilustre señora, que excepto nuestra casera Amparo a ninguno de nosotros nos atañe del presente más que asistir al declive de la civilización. Aunque nos presentemos con miles de votos y los introduzcamos en las urnas, serán invisibles para el sistema.


— Andémonos, andémonos, le insiste la egipcia neoplatónica. Si gobiernan quienes parecen corderos que, en lugar de dejar pensar libremente a la gente, se sirven de una pedagogía falsa y bastarda para educar y reeducar dentro de unos parámetros determinados, tenga usted por cierto que nos echarán de todas partes.


Entre dimes y diretes, eslóganes, panfletos y demás parafernalia electoral, algunos empiezan a considerarse madrileños aunque hayan nacido hace siglos en las antípodas de la Puerta del Sol y andan a vueltas con las parpusas, los vestidos chinés, las goyescas y el 2 de mayo. 

Los dejo entonando algunas zarzuelas y madrigales y, cuando me disponía a salir a la calle, aparece un teniente con hermosa casaca decimonónica. 


— Señora, buenos días. Soy Jacinto Ruiz y Mendoza, el teniente Ruiz del cuartel de Monteleón. Seguro que ha oído hablar de mí. 


— ¿Y a qué debo el honor?, le pregunto bastante temerosa de que la emprenda con los franceses que tengo alojados en mi casa. 


— Estaba aburrido, como siempre me ocurre cuando se acerca el gran día y me he acercado hasta la colina de Príncipe Pío y, bajando hacia el río, he aprovechado para visitar el cementerio de la Florida, donde están la lápidas de algunos de aquellos héroes. Ellos no están allí, pues vuelan como yo de un lugar a otro, pero quienes vivimos aquel tiempo acudimos a los lugares emblemáticos de esa guerra cuando nos asalta la melancolía. 


Tras esas palabras, lo invité a entrar y ahí lo tengo desde entonces explicando su vida y sus razones a sus hermanos de éter. Como buen militar de su época, siente la necesidad constante de agradecerme el alojamiento, para lo que se ha nombrado él mismo mi guardaespaldas.  Me acompaña a comprar, a trabajar, a pasear, al teatro, a las exposiciones… El metro le chifla, un poco porque eso de transitar por el subsuelo de Madrid le ilusiona y otro poco porque en sus vagones descubre a muchos héroes anónimos que trabajan, aman, estudian y tratan de divertirse en paz y libertad. 


Hoy, 2 de mayo, me ha acompañado hasta los estudios de la calle Monteleón, a grabar el podcast. Está aquí conmigo y, aunque no le guste que lo diga, sepan todos que a la altura de lo que para él sigue siendo la calle Ancha de San Bernardo, ha recordado al doctor Rivas que lo salvó de morir junto a otros oficiales y soldados, así como a María Paula Variano, que le dio cobijo para evitar que las tropas de Murat lo apresaran. 


— Y es que, en cuestión de refugiar y albergar, ustedes las mujeres suelen hacerlo de manera natural, mientras otros andan con la mente dormida intentando arreglar el mundo.


Al oír esto, mi corazón me aconseja alejarme de votar a quienes experimentan con quimeras y alimentan monstruos. 


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado el 2 de mayo de 2021 y que puede es escucharse aquí



Música para acompañar: “Oliver’s Army”, Elvis Costello & The Attractions https://www.youtube.com/watch?v=LrjHz5hrupA


Fotografía ©️Amparo Quintana. Madrid, 2 de mayo de 2021


23 de febrero de 2021

La Bastilla de la dignidad

 



El otro día leí la siguiente frase: “Una revolución solo es de fiar si arranca con un beso”. Pertenece al actor Juan Codina y la suelta a propósito de la obra teatral Marat-Sade, donde él interpreta al político de la bañera.  El texto de Peter Weiss plantea un dilema interesante: el pensamiento crítico e individual que defiende Sade, llevado al extremo, conduce al nihilismo, mientras que las razones sociales que defiende Marat, al fanatismo. Y en mitad de la horquilla de ambas posiciones, quizá nos encontremos cualquiera de nosotros, oscilando hacia un lado u otro, poniéndonos a salvo de quienes dicen querer salvarnos y buscando los besos que la vida nos regala de múltiples formas. Es probable que, cada vez que nos encontramos a gusto con nosotros mismos y somos capaces de mirarnos de frente sin disimulo, estemos emprendiendo una revolución contra el caos que nos circunda.


Cuando nacemos, al menos en mi época, a los neonatos no se nos besaba; lo primero que percibíamos era un cachete en las nalgas para hacernos llorar y despegar así unos pulmones chiquitos y tímidos. Salimos del agua y llegamos a tierra firme con lágrimas, como pequeños náufragos que el mar expulsa a la arena. Me pregunto si, en lugar de darnos un azote, alguien nos besara, nuestra relación con el prójimo pudiera ser más sana, más benigna y  afable, pues resulta que, en esa etapa primera de nuestra existencia, las neuronas del cerebro son tan maleables que podemos aprender prácticamente de todo.


En este sentido, el neurocientífico Xurxo Mariño, en su libro “La conquista del lenguaje”, mantiene que las tres características más importantes del género humano son, en conjunto, el lenguaje, el pensamiento simbólico y la autoconsciencia. Otros animales pueden tener, en menor o mayor medida, alguna de ellas, pero las tres capacidades juntas la tenemos exclusivamente nosotros. Afirma también este autor que durante el primer año de nuestra vida podemos reproducir todos los fonemas y que luego esta capacidad va muriendo, de ahí que, al aprender un idioma nuevo, a menudo se llega antes a la comprensión de lo que se escucha que a poder reproducir correctamente sus sonidos. Se diría que lo que llamamos aprendizaje sea en realidad una deconstrucción de nuestra naturaleza; menos mal que, en un mundo paralelo, existe alguien como nosotros que está a punto de nacer y puede enmendarlo todo (veo un bebé que pasa a mi lado y por su mirada comprendo que no es un ser incompleto, sino que en sí mismo recoge todo el potencial que la Historia y la evolución nos depara como especie). 


Hace un año, mirábamos la pandemia que nos asola como si fuera un espejismo, una mala gripe, un juego de chinos y murciélagos. Hoy, cuando algunos nos sentimos como en el día de la marmota, perdidos en un océano de dudas, leo a Ovidio para convencerme de que solo vencemos si cedemos  ante quien maneja el poder y reflexiono al respecto llegando a la conclusión de que esto es así porque el poder es ególatra y en el fondo débil, atonta a quien lo posee y le hace caer en sus propias trampas.


Sabido es que Sade pasó veintiséis años de su vida encerrado por diversas acusaciones que en el fondo eran una sola: pensar de forma libre e independiente. Estando en La Bastilla, poco antes de su toma por parte de  los revolucionarios de 1789, los carceleros irrumpen en su celda y, sin permitirle recoger sus pertenencias, lo trasladan al manicomio de Charenton.  Por este traslado y el posterior asalto a la fortaleza el 14 de julio, se pierden quince manuscritos que, según nuestro marqués, estaban listos para mandar al editor. Me es fácil escuchar a Sade cuando abro el armario de mi ropa; le oigo perfectamente decir que trabajó sin cesar en La Bastilla, pero destrozaron y quemaron todo cuanto había. Dice que por la pérdida de aquellos manuscritos lloró lágrimas de sangre y cayó en la desesperación. Las camas, las mesas o las cómodas pueden reemplazarse, pero las ideas no. 


Si Sade se esconde entre vestidos y jerséis, quien se ha acomodado en la cocina es Oliva Sabuco, una albaceteña que en el siglo XVI escribió "Nueva Filosofía de la naturaleza del hombre”, un tratado sobre la búsqueda de la felicidad y el cuidado de la salud basado en la buena conversación, el disfrute de la música y la naturaleza, así como en el control y armonía de las pasiones y emociones. Se me presenta como filósofa y, coquetea ella, me indica que el propio Lope de Vega le dedicó el más dulce de los piropos para una mujer de letras, pues  la denominó “la décima musa”. 

Parece que en su época fue una autora muy reputada y, por su estilo literario, sus contemporáneos llegaron a compararla con el mismísimo Cervantes. ¡Lástima que los conflictos familiares, derivados de que su padre se casó con una muchacha muy joven, quebraron para siempre la relación paterno filial!


— Y cuando digo para siempre — me indica Oliva — es para toda la eternidad, pues dejó escrito en su testamento que mi libro, tan alabado y bendecido por la sociedad de mi tiempo y que a él mismo le sirvió para presumir de hija, lo habíamos escrito juntos. ¡Imagínese cuánta ponzoña puede albergar el corazón de alguien cuando la envidia se apodera de sus bilis! Y esa es la razón por la que la comunidad científica ha estado y está aún dividida en cuando al nombre del autor de mi obra, cuando le puedo asegurar a usted que soy yo la artífice y por eso Felipe II me otorgó el privilegio de autoría. 


Yo la creo y no me hacen falta sesudos tratados o estudios en que basar mi convencimiento, toda vez que confiar en alguien siempre es cuestión de fe, de intuición y de esperanza, nunca de entendimiento. 


En fin, mi Sade llorando aún por sus manuscritos perdidos, la señora Sabuco clamando por su autoría puesta en entredicho y, como quien no quiere la cosa, escucho por la radio que ha de fomentarse el estudio de carreras científicas y técnicas por parte de las mujeres.  El aparente buenismo de esta idea se me antoja diabólico  y me recuerda aquellos tiempos en que las ciencias estaban tan desmesuradamente valoradas que, por ejemplo, en mi curso de COU de 1976-1977, de cuarenta niñas solo diez nos decantamos por carreras de letras. La mayoría de mis compañeras de aquel año engrosaron la nómina de médicas, arquitectas, químicas, biólogas, farmacéuticas, veterinarias, psicólogas, ingenieras de este país… Y era la España preconstitucional, por si no se habían dado cuenta. Sin embargo, somos muchas las mujeres que hemos elegido ser lingüistas, historiadoras, dibujantes, abogadas, violinistas, actrices o teólogas sin que ningún patriarcado nos lo haya impuesto, afortunadamente. Y también somos muchas las que pensamos que lo importante es estudiar y adquirir cultura para aprender a pensar por nosotras mismas, por si a papá Estado se le ocurre un día tomar La Bastilla de nuestra dignidad y sumirnos en una tarde azul y larga, donde el tren de los deseos vaya en sentido contrario a nuestros pensamientos, como en los versos de Paolo Conte. Y entonces nos preguntaremos si no era preferible que, al nacer, nos besaran con mucho mimo en lugar de darnos un azote.


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado en febrero de 2021 y que puede escucharse aquí

 Música para acompañar: “Azzurro”, Paolo Conte: pinche aquí

Fotografía ©️Amparo Quintana. Madrid, 5 de enero de 2021

3 de enero de 2021

Por una lógica cuántica o los silogismos del Universo

 



“Aquí estoy flotando alrededor de mi lata

muy por encima de la luna. 

El planeta Tierra es azul” 

(David Bowie - Space Oddity) 



Cuando hablamos de la Edad del Hierro o del Bronce e, incluso, del Siglo de Oro, nos referimos al hilo conductor que encadena los millones de chispas y partículas que conforman una parte de la Historia, una determinada época. El método científico es dado a definir, etiquetar y clasificar y, como desde hace siglos se intenta aplicar esta metodología prácticamente a todo, resulta que los seres humanos nos sentimos huérfanos cuando nos levantamos un día sin un rótulo que echarnos a la boca. El “yo Jane, tú Tarzán” de aquellas películas interpretadas por Johnny Weissmüller se me antojó siempre el epítome del cartesianismo más ortodoxo, como si todo se redujera a eso, a aplicar la lógica a lo que de por sí no es lógico ni puede serlo. Una relación entre Jane y Tarzán escapa de las leyes de la razón y, sin embargo, nuestros corazones han sabido siempre que dos y dos pueden ser tres si aplicamos otro tipo de pensamiento. De la misma manera que hoy somos capaces de hablar de física cuántica sin que nos llamen ignorantes, abogo desde ya mismo por ser valientes y profundizar en las raíces de otra lógica, la lógica cuántica o lógica a saltos, que viene a ser lo mismo. 


Franco Vazza y Alberto Feletti, de la La Universidad de Verona se han centrado en el estudio comparado de dos de los sistemas más complejos de la naturaleza: la red cósmica de galaxias y la red de células neuronales del cerebro humano y han llegado a la conclusión de que ambas tienen muchas similitudes tanto morfológicas como funcionales. Estos investigadores, astrofísico uno y neurocirujano el otro, han dado con la clave de la Ley de la Correspondencia del Kybalión, es decir, que "como es arriba, es abajo y  como es adentro, es afuera”. 


Leí tan apasionante noticia la misma semana que me topé con otra también preciosa para estos mundos paralelos. Resulta que un equipo de investigación de la Universidad John Moores de Liverpool ha descubierto una galaxia fósil escondida en las profundidades de la Vía Láctea. Parece que podría haber chocado hace 10.000 millones de años, cuando nuestra galaxia aún estaba en su infancia. Los astrónomos la han llamado Heracles, en honor al héroe griego cuya nodriza y madrastra, Hera, derramó su leche formando ese camino de estrellas donde se esconde la Tierra. 


Los astros que originalmente pertenecían a Heracles representan aproximadamente un tercio de la masa que tiene el halo de la Vía Láctea actualmente, lo que significa que esa antigua colisión debió de ser muy grande e importante, por lo que podemos concluir que nuestros orígenes como galaxia han sido muy moviditos. No es de extrañar que tengamos el mundo tan revuelto y nuestras mentes tan agitadas.  


Siguiendo con paralelismos, estos días también hemos tenido al hijo pródigo  cerca, pues un cohete usado en una misión espacial de 1966 se ha acercado a la órbita terrestre. Como los padres del mismo, es decir, la NASA, no esperaban tan inusual visita, durante todo el verano estuvieron temiendo que fuera un asteroide que chocara contra el planeta azul y, a falta de dinosaurios, desapareciera la especie humana. Pero, qué va, genéticamente es terrícola, propaga el aroma de las barras y estrellas que lo parieron y lleva una temporada asomándose al balcón para vislumbrarnos, acercándose y  alejándose el muy vergonzoso. Lo imagino sacando su dedito, señalando hacia Cabo Cañaveral diciendo “mi casa”. Parece que no comporta ninguna amenaza palpable, pero hay un dato que me inquieta, pues ese cohete es el símbolo de la soberbia con que los de nuestra especie contaminamos por tierra, mar y aire. Lanzamos artefactos fuera de órbita y los abandonamos pensando que somos los dueños del Universo, aplicando la lógica academicista de que seguramente se desintegrarán o que acabarán en el jardín del vecino, es decir, en otro astro por ahí perdido, lejos de nosotros. 


Y es aquí donde se cumple del séptimo axioma del Kybalión o ley de la causalidad, porque toda causa tiene su efecto y todo efecto tiene su causa, así que no nos extrañemos si un día vuelven a expulsarnos del Edén por no haber sabido utilizar adecuadamente nuestras facultades y fortalezas, que también las tenemos. 


Al salir del teatro hace unos días, se me pegó a la sisa Alan Turing, a quien le debemos muchas cosas en el mundo de las matemáticas y cuyo artefacto conocido como “máquina de Turing” descifró el llamado código Enigma de los nazis, por lo que, según cuentan los historiadores, la II Guerra Mundial  se acortó en meses o años. 


Parece que, con motivo de la representación de parte de su vida en los Teatros del Canal, se ha paseado entre bambalinas, sentado en el patio de butacas e, incluso, ha gastado bromas a los actores, soplándoles en las orejas o tocándoles el hombro. Y como yo asistí a la función el último día que se representaba, pues no ha tenido mejor ocurrencia que venirse a casa.  Ha fundado el grupo de trabajo “Algoritmos sin fronteras” y, mientras Voltaire y los suyos ponen al día los capítulos de la Enciclopedia, él se afana en producir máquinas de parchís para jugar sin fichas ni dados materiales, solo con la fuerza de nuestros pensamientos, dice. A él se le han unido Freud, André Breton y Magritte, muy interesados los tres en servirse del artefacto para jugar con el inconsciente y alterar las reglas de este pasatiempo tan castizo, aunque de origen indio. 


No niego que alguna trifulca tienen. El último rifirrafe fue a cuenta de los derechos de autor, lo que no alcanzo a entender, porque yo pensaba que en el más allá dejaban de tener importancia cuestiones como esas. Pero veo que no, que igual que en la infancia está el germen de nuestra vida de adultos, la experiencia mortal siembra nuestros genes inmortales. Así que, en mitad de esa discusión, se me acerca Turing y me pide que medie, arbitre o intervenga de alguna forma, porque a él le ha regresado la tartamudez y no puede expresarse adecuadamente. 


— ¿Y qué puedo hacer yo? — le digo, un tanto confundida 

— No tengo experiencia en mujeres, pero creo esos tres respetan mucho a su sexo.

— Hombre, que Freud respete a las de mi sexo está por ver. A él debemos que durante mucho tiempo mis contemporáneos hayan creído que la histeria es propia de mujeres y otras perlas más. 


De todos modos, dejé lo que estaba haciendo y me dirigí al rincón donde “Algoritmos sin fronteras” tiene su base. Les solté una frase de Lacan que no sé cómo me vino a la mente y que dice: “la verdad solo puede ser explicada en términos de ficción”. 


Ellos lo entendieron enseguida y, como la realidad es todo aquello que desconocemos y que no podemos reconocer ni expresar con el lenguaje, siendo nuestra percepción y expresión una ficción elaborada mediante el simbolismo, yo les cuento a ustedes, a través de mis palabras, historias que están fuera del espacio y del tiempo tal como lo conocemos hasta ahora. Sin embargo, la física cuántica nos advierte de que el tiempo y el espacio pueden ser una forma de expresar las cualidades de los objetos, una manera de percibir cuánta información comparten los objetos que forman el Universo. Y ya vemos que nada hay fuera del Todo, pues el universo es mental, según dicta el primer axioma del Kybalión. 


Así que, ahora que todos saben que llevan un universo dentro del cráneo,  que toda causa tiene su efecto y que somos parte del mismo conjunto de estrellas, hagan el favor de cuidar sus pensamientos, pues de ellos dependen su lugar en el espacio y cómo vivan su tiempo. 


Por lo demás, no se pierdan la exposición del ICO sobre la destrucción del bajo Manhattan en los años cincuenta, para construir el barrio donde antaño se alzaron las Torres Gemelas. Otro símbolo que acredita las leyes eternas del Universo. 



NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” que se grabó en noviembre de 2020. 


Música para acompañar: Space Oddity”, David Bowie. 


Fotografía ©️Amparo Quintana. Madrid, 31 de octubre de 2020


17 de octubre de 2020

Cuestión de lealtades

 


El erudito no considera el oro como un preciado tesoro, 
sino la lealtad y la buena fe. 
(Confucio)


Hay poetas insignes que escribieron para niños. De las primeras cosas que aprendí a recitar fue eso de que una lagarta y un lagarto estaban llorando porque habían perdido sus anillos de desposados, pero también ha crecido conmigo ese reino del revés en el que nadie baila con los pies y dos más dos son tres. Lorca, María Elena Walsh y tantos otros forman parte de mi educación, tejida con ovillos de lanas de mil colores y cosida con telas de texturas diferentes.

Hay otros poemas, otros autores, pero quizá estos a los que me he referido sean los que salen de mis entrañas cuando menos lo espero, en mitad del sueño o mientras pago la compra. Esos lagartos tristes, sumergidos en llanto y vestidos con delantalitos blancos me recuerdan que pocas cosas hay más importantes que ser leales, porque la lealtad implica honestidad, confianza, autenticidad. 

La historia del mundo está jalonada de episodios desleales y aun hoy, en este día y a esta hora, cerca de donde ustedes viven estará sucediendo algo con trasfondo de deslealtad absoluta, es decir, algo regado con las aguas sulfurosas de la traición y, por cierto, cuando hablamos de esto no hace falta referirnos a Lady Macbeth o a Bruto, basta simplemente, para traicionar a alguien, con emboscar la realidad y nublar la memoria con fuegos artificiales y voces huecas.

Hace unos días, los ilustrados okupas que habitan mi casa invitaron a desayunar a Lev Davidovich Bronstein, más conocido por Trotsky, con el fin de debatir algunas cuestiones de la nueva enciclopedia que están escribiendo. Cuando terminaron su reunión, el revolucionario de octubre quiso conocerme y agradecerme la vista que le hice en 2004 a la isla Príncipe. 

— ¿Cómo sabe que estuve por allá?

— Los seres nómadas permanecemos en los lugares donde el azar nos ha llevado — me contestó bajando la voz como hacen quienes se creen espiados — Las circunstancias nos impiden anclar, echar raíces, pero las ramas de nuestro árbol suelen ser grandes y robustas. Por eso la vi en esas tierras del Mármara, en la que fue mi calle, ante el que fue mi refugio. Y por eso también puedo hablar con los duendes de Coyoacán o los hielos noruegos. 

Saca un puñado de papeles de uno de su bolsillos y me enseña fotos, reseñas y artículos de antes de su depuración. En esos documentos es reconocido con múltiples méritos; aparece al lado de sus correligionarios o en actos oficiales. Sabemos que sus críticas al estalinismo le valieron el presidio, ser borrado de la historia oficialista, ser perseguido por medio mundo y acabar asesinado a manos de un cancerbero fiel a las órdenes de un sistema tirano, desleal y traidor con todo aquello que no casara con la “nueva normalidad” impuesta por un dictador disfrazado de otra cosa; un sátrapa de los que, sabiéndose inferiores, quieren a toda costa poner la guinda del pastel para que se hable de ellos y de sus obras, que por cierto normalmente van marcadas de ignominia, abuso y mezquindad. 

— A veces he pensado que todo comenzó cuando me rebelé y censuré la forma en que acabaron con el zar y su familia. No hacía falta tanto ensañamiento, tanta tierra quemada alrededor de Nicolás II. ¿Qué responsabilidad tuvieron sus hijos, parientes o lacayos acerca de lo que hizo el último emperador de Rusia? Pero siempre es así. También sucedió con mi familia y mis amigos; incluso inventaron un nuevo vocablo, “trotskista”, para señalar a todo aquel que era contrario a Stalin y al relato maquillado que, contra viento y marea, iba a imponerse hasta su muerte. Algunas personas, cuando se saben no aceptadas o puestas en tela de juicio, sobre todo si tienen poder o dirigen una nación, son proclives a trasladar el problema hacia otra parte y, así, elaboran la diabólica ecuación en la que la equis somos cualquiera y la equis siempre es igual a “reaccionario" y “enemigo del progreso”. Por eso tratan de reescribir la Historia. 

Seguimos hablando de su revolución permanente, que incuestionablemente pasa por señalar los defectos y grietas del poder gobernante, y de los días mexicanos en que plantaba cactus mientras canturreaba en español o escribía con Breton su manifiesto “Por un arte revolucionario independiente”, texto que aboga por la libertad ilimitada del arte respecto al Estado y los aparatos políticos. También me habla de Frida y del mirlo que cruzaba su frente, de aquel amor furtivo que resuena en su cabeza con la impronta de una voz grave. Y todo esto me lo cuenta en un castellano que huele a nopal, aluxes y rebozo. 

Al irse, me estrecha la mano advirtiéndome de que algunos querrán hacernos creer que el fin justifica los medios, — pero no se olvide, querida Amparo, de que no siempre hay algo que justifique ese fin. Manténgase alerta y guarde fotos, recortes, reseñas que, en tiempos de flojera, le demuestren que las cosas no fueron como las quieran pintar. 

La intensidad de esta visita me empuja a salir y dar un paseo por el parque del Retiro. Siempre he pensado que, a falta de espíritu nacionalista, el madrileñismo consiste en amar ese parque. De ahí que haya madrileños de  Lima, Nueva York, Huelva o Linares. Paso al lado del llamado Ahuehuete del Parterre, un árbol de más de veinte metros que la tradición dice estar ahí plantado desde el siglo diecisiete. Alguien lo trajo de las Américas y su tronco y su copa corroboran, a priori, que tiene muchos años y que sus ojos han visto muchas cosas. Como está protegido con una verja, no puedo abrazarlo ni buscar refugio bajo alguna de sus ramas. He de conformarme con interpretar su lenguaje y descifrar las palabras que me llegan a través del aire. 

Madrid es una cuidad amada y odiada a partes iguales. Cuando en los ochenta decíamos aquello de “Madrid me mata”, en realidad queríamos  decir que morimos por ella, por su resistencia cuajada de defectos, su desorden cargado de lógica, la luz magenta que tiñe fachadas y avenidas. Es una pena que, por estar en el centro de todo, por ser capital administrativa de un Estado dividido, sea la diana de todos los dardos. Por cuestión de lealtad al suelo que pisé cuando aprendí a andar, quiero a Madrid y me duele la ligereza con que disponen del destino de quienes la habitamos. Es más, este cariño a mi ciudad no me impide amar a Barcelona, San Sebastián, Málaga o Alicante y desear para todas ellas que no sean jamás víctimas de gobernantes, autonómicos o centrales, miopes y malhadados. 

Por eso, por cuestión de lealtad y aunque haya momentos de vértigo y vacío, estaré contigo, sí, contigo que ahora me escuchas o lees, cuando veas que la versión oficial te humilla.


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado en septiembre de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí 

Fotografía ©️Amparo Quintana. Ahuehuete del Parterre. Madrid, 25 de agosto de 2020


4 de septiembre de 2020

La vida debe continuar (constant craving)

 


Poco a poco van abriendo los teatros y las salas cinematográficas. Algunas personas, como supervivientes de un naufragio, nos acercamos con ilusión, conjurando miedos, tristezas y los malos augurios que vaticinan que 2020 terminará como empezó, es decir, lleno de virus, mascarillas y gente enferma. 

Hace días estuve en los Teatros del Canal viendo la última obra del Colectivo Armadillo. Bajo el título de “Todas las cosas del mundo”, los actores desgranan la vida misma desde sus albores, el nacimiento de las palabras y esa identidad universal que todos llevamos impresa en nuestro ADN, pues el delfín es también el hidrógeno que expulsa al respirar, la muralla alberga al obrero que ayudó a construirla y cuando en Astorga un bailarín folclórico levanta la pierna en mitad de la plaza, en Adelaida una niña quizá esté a punto de levantarse para ir al colegio. Ninguna estrella nos es ajena, del mismo modo que ninguna de nuestras acciones quedan borradas del todo por muchos años que transcurran. Siempre hay algo que ayuda a aflorar recuerdos, como en esos cuadros cuyos lienzos han sido aprovechados varias veces para pintar distintas cosas y, con el tiempo, se trasluce un ojo en mitad de un camino o una bandurria entre el cielo de un atardecer. 

Por eso hoy me siento un poco la viga quemada de la catedral de Nantes, testigo mudo de un fuego capaz de transformar la realidad en cuestión de  pocas horas. Y esto, que el mundo sea capaz de ponerse patas arriba de un día para otro, es lo que al parecer no hemos asumido como humanos, a pesar de que la Historia está repleta de claros ejemplos. 

Cuando bajamos de los árboles y aprendimos a caminar erguidos, a manipular la piedra y los metales, a crear sistemas de creencias, a idear utopías o a fabricar naves, quizá no fuimos conscientes de que cuanto íbamos perdiendo en favor de nuestras conquistas y nuestra evolución no se destruía del todo, porque la energía y la materia solo se transforman. Así pues, aunque en el aquí y ahora seamos incapaces de concebir toda la acumulación de experiencias que nos han colocado en el siglo XXI, nuestras entrañas nos dicen que el éter está plagado de los eslabones que componen la infinita cadena que conforma la vida, desde el caldo pimigenio de Oparin hasta el último bebé nacido en este mismo momento. 

He leído la entrevista que le han hecho recientemente a un tataranieto de la emperatriz Sissi que, como todos ustedes saben, es mi amiga. Se trata de Leopoldo Altenburg, un actor que, entre otras cosas, colabora con una red internacional de payasos que ha llevado la sonrisa y la esperanza a cientos de personas durante los meses más duros de la pandemia por COVID-19. Parece que solo ha usado una vez su parentesco para conseguir dos entradas del musical que, sobre su famosa tatarabuela, se hizo en el país del vals. A él siempre le ha gustado el anonimato, pero ahora no lo dejan ni a sol ni a sombra porque alguna productora quiere hacer una serie sobre los Habsburgo actuales y necesitan documentarse. 

Le enseño a Sissi esa entrevista y, lejos de espantarla, parece que le agrada mucho que en la ya fantasmal corte vienesa solo quede un príncipe que también es bufón. Ella, que alentó algunos movimientos revolucionarios del siglo diecinueve y que fue consciente en aquellos convulsos años de que, en cuestión de reyes y reinas, los más estables son los de la baraja de naipes, dice que hablará con su descendiente para que en esa serie no la saquen como una flor alpina meliflua y sin color, sino que se atrevan a hablar de su anorexia producida por la sinrazón de un matrimonio que a ella le impusieron, de su amante húngaro, de su adusta tía-suegra que le arrebató a su hijo Rodolfo para aniquilarle la niñez y abocarlo a un suicidio en un valle del Danubio, lo que para Sissi, según me dice, fue de lo más doloroso que le tocó vivir. 

— Mire, frau Quintana, lo que sucede con las monarquías es que, por un lado repelen y por otro atraen mucho. Son vestigios que recuerdan el mundo que fue y ya no volverá a ser. Usted que lee tanto a Zweig, según he podido apreciar en su biblioteca y en los rimeros de libros que tiene sobre ese arcón, entenderá bien que la Historia cambia no cuando desaparecen las personas y las castas sociales que la conforman en un momento determinado, sino cuando los valores que las sustentan se esfuman. Abres un día la ventana y el paisaje ha cambiado. Cuando Luigi Lucheni atentó contra mi vida, no era a mí a quien mataba, de hecho yo no entraba en sus planes. Quiso la desgracia que la prensa se hiciera eco de que estaba pasando una días en Ginebra y, a falta del noble tras el que ese italiano iba para cazarlo, me tuvo a mí más a mano. Necesitaba una presa que simbolizara un sistema para él caduco y opresor. 

— Faltaban pocos años para el desvanecimiento del imperio — le digo a Sissi. 

— Y para el nacimiento de otra Europa — me contesta. Lo malo es que nada nace sin dolor; hasta una brizna de hierba hiere la tierra que la cobija. Por eso compadezco Felipe VI, porque le toca ser diana de unos dardos que, en realidad, no van contra él. 

Para Elisabeth de Baviera, que es en realidad como quiere que la llamen, los movimientos sociales van y vienen, como las modas, por eso es inútil abrazarse a uno ciegamente, pues cada vez cambia todo más deprisa. 

La Alemania surgida tras la II Guerra Mundial barrió de su parlamento tanto al partido nacional socialista como al comunista. Asimismo, cualquiera que haya viajado tras la caída del Muro de Berlín por los países que en su día conformaron el Pacto de Varsovia, habrá visto que en ningún lugar conservan las estatuas de Lenin, Stalin y otros próceres que antaño jalonaban calles y avenidas. Tampoco placas o inscripciones que recuerden ese pasado tejido tras el Telón de Acero. Los dirigentes que sucedieron a los de antaño quisieron barrer todos los vestigios que consideraban incompatibles con la nueva era que se proponían establecer. Sin embargo, las aguas del río siempre buscan el cauce y los ideales políticos su momento propicio. 

En 1982 se fundó en el Estado de Renania el Partido Marxista Leninista de Alemania, que sigue postulando la dictadura del proletariado y que se encuentra bajo vigilancia permanente de la Oficina de Protección de la Constitución por su “orientación maoísta estalinista” y su incompatibilidad con la Carta Magna germana. Este partido minúsculo, que apenas consiguió 2000 votos en las últimas elecciones, ha obtenido recientemente una victoria política y jurídica que ha puesto en alerta a las autoridades. Tras una larga batalla judicial, los tribunales autorizan a esta formación a erigir una estatua de Lenin de más de dos metros de altura ante su sede.

Esto puede extrapolarse a cualquier otro país, con cualquier otro pasado, pero con unos dirigentes parecidos que, a fuerza de imponer una realidad, olvidan que nada es exacto y que, cuando menos lo esperas, mamá Historia nos pega un susto. 

Por lo demás, el verano continúa tranquilo, asistiendo al descubrimiento de un nuevo estado de la materia (el condensado de Bose-Einstein) y un nuevo insecto de aspecto tan excéntrico que los científicos le han puesto el nombre de Kaikaia gaga, en honor a la cantante de pintorescos trajes. 

Y es que la vida, como el show, debe continuar. 


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado en agosto de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí 

Fotografía ©️Amparo Quintana. Madrid, 20 de julio de 2020


11 de julio de 2020

Decimotercera enmienda






Estamos en verano, esa estación donde el ámbar y las higueras se funden hasta formar mundos de suma placidez, al menos para mí. Antaño mi corazón palpitaba a doscientos latidos por minuto, contando los días que me separaban de la estampida vacacional. Pero este año, queridos amigos, me siento como la letra de esa canción de Lucio Dalla en la que se ríe de las promesas de transformación que, con respecto al nuevo año,  anuncian las televisiones. 


Dentro de unos meses, cuando llegue el otoño y la vida me recuerde que cumplo un año más, quisiera pensar que ha valido la pena venir a la Tierra y y engancharme a la larga cadena de siglos que surgieron aquella vez que el universo estornudó y de sus narices surgieron la materia, el espacio y el tiempo. Luego llegaron las partículas subatómicas, los microbios, el magma, las plantas, los animales y, entre ellos, nosotros, los seres humanos, esos simios esquizoides que son capaces de avanzar y retroceder con la misma facilidad y con el mismo dolor. 


En nuestra vida cometemos errores, sufrimos desengaños y padecemos por mil cosas. Ante estas situaciones podemos rebelarnos, ignorarlo todo o inventarnos otra vida, pero no sirve de nada, porque las naves del recuerdo siempre llegan de noche para susurrarnos la realidad. Así que, por pura supervivencia, nuestro cerebro opta por integrar esas anomalías y buscarles remedio. Lo que a nadie en sus cabales se le ocurre es castigarse hoy por lo que hizo hace cuarenta años o cincuenta años y, si alguien critica algo sucedido en nuestro pasado, más de uno contestará que “eran otros tiempos”. 


Esto tan sencillo que aprendemos a hacer casi a la par que a hablar lo olvidamos cuando nos convertimos en muchedumbre. Llevo tiempo preguntándome por qué la gente se empeña en analizar hechos antiguos con ojos de nuestro siglo. Asistimos a esa especie de adanismo que promueve empezar de nuevo, enterrar lo que a la cosmología, la historia y la la filosofía les ha costado tantos miles de años conseguir. 


Guardo en mi armario una camiseta estampada con la fotografía de Pelé y Cassius Clay abrazándose el día que el brasileño se despidió de su carrera como futbolista, en 1977. Es una prenda con garra, de las que no pasan desapercibidas. Me enamoré de ella hace más de un año, cuando la vi en el escaparate de la tienda Cooligan, junto a camisetas de equipos señeros y  equipaciones de viejas glorias, de cuando el mundo se dividía en bloques, existía Yugoslavia y Marcelino marcó un gol de cabeza que celebraron hasta los españoles exiliados en Moscú. 


Esos Pelé y Clay de la camiseta me traen a una niña gafitas que se asoma al mundo asistiendo al asesinato de Martin Luther King, el nacimiento de los Panteras Negras y en cuya casa le hablaban de que en algunas zonas de EE. UU. se segregaba a la población por el color de su piel. Philip Roth, en su magnífica novela “La mancha humana”, describe las andanzas de un negro que llega a ser rector de su universidad y alguien muy valorado por la comunidad académica porque oculta pertenecer a su raza, haciéndose pasar por judío. 


Esa niña con gafas a la que acabo de referirme, gracias a las noticias que hasta España llegaban de las batallas campales que se diseminaban por los  alrededores del Mississippi, descubrió a Abraham Lincoln, cuya biografía leyó y releyó hasta desgastar las páginas.  Y cuando, pasados los años, visitó Washington, la joven con gafas en que se convirtió aquella niña corrió a ver el monumento erigido en su honor. Guarda desde entonces una reproducción de la decimotercera enmienda a la Constitución, proclamada bajo su presidencia y que viene a decir: “Ni en los Estados Unidos ni en ningún lugar sujeto a su jurisdicción habrá esclavitud ni trabajo forzado, excepto como castigo de un delito del que el responsable haya quedado debidamente convicto.”


La brutalidad policial ejercida durante la detención de un hombre negro,  George Floyd, hasta su asfixia y muerte, ha traído nuevamente revueltas y manifestaciones, resucitando la idea del asesinato selectivo por razón de la piel que, desde el verano de 1967, azota periódicamente al país de la decimotercera enmienda. Dentro de los altercados, la estatua de mi admirado Lincoln apareció pintarrajeada con frases del tenor de “que se joda la ley”,  “Jacky mato a JFK”  y alguna otra en alusión al 11-S. 


Como si se tratara de pólvora, el gusto por destrozar estatuas va corriendo por los EE. UU., emprendiéndola también con malvados imperialistas españoles del tenor de Bartolomé de las Casas o Fray Junípero Serra, de quienes cualquiera con estudios primarios sabe que han pasado a la Historia por justo lo contrario, es decir, por hacer valer los derechos del pueblo indígena frente a colonos, reyes y virreyes. 


Y como nunca falta algún europeo que enarbole cualquier bandera que le suene bien, al otro lado del Atlántico han arremetido contra la estatura de Fray Junípero en su tierra mallorquina y la del propio Voltaire en París. 


— Madame, no llore por mí, que tengo muchos años. Ya conocí el destierro y gracias a él, coincidí con Rousseau en Suiza y caté los vinos españoles de la mano de algún buen amigo. 

— ¿Sigue usted por aquí, amigo Voltaire? Creí que se había ido cuando acabó el estado de alarma. 

— Por aquí sigo y aquí me quedaré un tiempo más, si no le importa. Mire, le presento a Pascal, que hoy nos tiene como anillo al dedo.


Ante mí se levanta un Blaise Pascal más luminoso de lo que imaginaba y que se dedica, según dice, a transcribir las conversaciones de mis orquídeas, pues al parecer dominan el arte de la elocuencia (y yo sin saberlo). 


Hablamos un rato acerca de la locura colectiva que lleva al mundo a dejarse las cuencas de los ojos vacías y, por tanto, acaba guiándose por reyezuelos de un solo ojo pero mucha ambición. Pascal muestra curiosidad por Soros, a quien se le acusa de mover cien hilos a la par y cuyo poder  a la sombra puede ser leyenda, “pero también puede ser verdad”, me dice el filósofo con gesto pícaro. 


— Alguien que literalmente se hizo archimillonario en 1993 con una operación financiera especulativa que se llevó por delante al mismísimo  Banco de Inglaterra, madame, o tiene ojos y oídos allí donde los demás no pueden ni acercarse, o ha pactado con el diablo.


Hablamos de que su fundación filantrópica apoya movimientos aparentemente espontáneos y causas nobles con las que casi nadie puede mostrarse en desacuerdo. Lo malo es que, en general, esas reivindicaciones y campañas acaban pareciéndose a los múltiples focos de un incendio provocado y lo que es la protesta por la muerte de un hombre en calles americanas, se convierte en  una masa informe de incultos o aborregados que recorre también la vieja Europa a golpe de consigna para imponer, en definitiva, un mundo cada vez más fanático, más intolerante y más mesiánico. 


Pascal me recuerda que “cuando el hombre trata de ser ángel, acaba siendo bestia”, de ahí que debamos asumir nuestra naturaleza humana y no perseguir la quimera de crear nuevos mundos desde la nada, porque Adán solo existe en la Biblia y quienes jugaron a crear nuevas realidades, llevándose todo por delante, son mayormente recordados por el dolor que sembraron, pues tarde o temprano se descubre el engaño de prometer tres Navidades y más de trescientos días de fiesta al año, como cantaba Lucio Dalla. 


Miro tras el espejo que la realidad impone y pienso en aquellos budas que los talibanes volaron en Afganistán allá por 2001. Desde entonces, guardo a salvo mis recuerdos, por si acaso alguna normalidad de las que el poder se atreva a calificar como nueva, hace tabla rasa y nos incita a pensar que la Tierra es plana, el mundo tiene cuarenta años y el Sol da vueltas alrededor de nuestro planeta. 


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” del mes de julio de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí


Fotografía ©️Amparo Quintana, Madrid, 17 de abril de 2018

23 de mayo de 2020

A las ocho, asamblea general





El mes pasado les comenté que había recibido la visita de un Voltaire cocinero y a fecha de hoy debo indicarles que continúa en mi casa, no solo  entre sartenes y cacerolas, sino entretenido con la televisión. Cuando me levanto o me acuesto, me encuentro a François-Marie atento a la pantalla y tomando notas en un cuaderno de páginas azuladas que parece no terminarse nunca, aunque él insiste en que cada tres o cuatro días estrena uno, solo que los mortales como yo somos incapaces de ver las tres montañas de libretas que, al parecer, se apilan junto a uno de mis armarios. 

Le he pedido permiso para contar desde aquí cómo es el confinamiento de este filósofo estelar y su contestación ha sido rotunda: 

— Madame, no entiendo a las gentes de este tiempo, más preocupadas por lo superfluo que por la sustancia. Están ustedes tan liados con eso de las autorizaciones, las dobles firmas y la intromisión en la vida privada, que se olvidan de preservar lo verdaderamente íntimo. Si yo no quiero que se conozca de mí tal o cual cosa, descuide, que no se lo mostraré a usted.  Eso sí, le ruego ponga negro sobre blanco mi estupor por el retroceso social que percibo y el destrozo que han hecho con la libertad por la que algunos de mis contemporáneos y yo mismo luchamos con tesón. Ya sabe que mis obras combatían el fanatismo y la intolerancia. 

Al poco de instalarse aquí, cambió sus ricas ropas clásicas por un vaquero y una camisa, que al parecer “se encontró” en uno de sus paseos por las tiendas cerradas de Madrid. Ese día también apareció con una camiseta enorme para dormir, calcetines de colores, unos zapatos de cordones y ropa interior que no quiso enseñarme. Dice que lo pagó todo con varias monedas de oro, pues alguien de su posición tiene el deber moral de hacer lo correcto incluso cuando no lo ven. 

— En general, no tienen mucho gusto para vestir, Madame. Me doy cuenta de que hombres y mujeres se acicalan prácticamente igual, con ropajes plebeyos de sencilla manufactura. Creo que ese es el germen de los males que les aquejan, que no son exigentes, que se acomodan.

Y continúa con improperios hacia los gobernantes y toda persona pública que se asoma por esa televisión que tantas horas le quita. Los tacos los suelta en francés, lo que convierte en chic lo que sonaría a macarra y barriobajero  en gargantas castellanas.

Cada día, a las ocho de la tarde, convoca una asamblea en el salón de mi casa, aprovechando que yo estoy trabajando o escribiendo en otro cuarto. Además de invitar a cuantos ilustres habitan el mundo paralelo de mi cabaña, ha llamado a varias de sus amantes, señoras de muy buen ver, a las que les dirige miradas más paternales que lascivas, todo hay que decirlo (será que los años no pasan en balde). Suele someter a votación diversas iniciativas legislativas contrarias a los decretos y órdenes ministeriales que, desde mediados de marzo, inundan el Boletín Oficial del Estado. Hay una comisión, presidida por Cesare Beccaria e integrada por Cicerón, Ulpiano, Francisco de Vitoria, Montesquieu, Savigny y un simpático Ihering, que prepara recursos y enmiendas al desatino jurídico que, les oigo decir, inunda este rincón de Europa. 

También, como ha resultado ser bastante burlón y travieso, los domingos organiza citas a ciegas de filósofos y pensadores. La más sonada y divertida ha sido la de Carlos Marx y Adam Smith, que acabaron cantando “La Internacional” en inglés y a ritmo de samba.

Ayer, la asamblea de las ocho aprobó por mayoría absoluta y con el único voto en contra de la emperatriz Sissi, empadronarse todos en mi casa para pedirle al gobierno de España una pensión de esas llamadas de “mínimo vital”. Quieren demostrar que vivimos instalados en el absurdo profundo. También votaron por unanimidad, incluida la emperatriz, que, en caso de conseguir sus objetivos y como son gente de bien, emplearán las pensiones en fundar una organización que, para caso de confinamientos futuros, faciliten a las personas teletransportarse hacia el tiempo o los lugares  donde quieran vivir. 

Esta mañana, mientras miraba desde mi ventana hacia calle Bailén y veía un Madrid sacudido por esta oscura noche infinita del alma, he pensado que en el fondo esa asamblea de espectros debería gobernar el mundo porque, como anhelaba Confucio, quizá sean ellos los individuos mejor preparados, los más honrados, los más fiables y competentes; en definitiva, los que mejor pueden servir al pueblo.

También creo que no está mal lo de la teletransportación esa de la que hablan mis queridos okupas. Probablemente sea yo de las primeras en reclamar sus servicios, para poder alejarme hacia el lugar donde “todas las mañanas del mundo” pueda estar a salvo de esos espantapájaros y fantoches desdentados que tanto miedo me dan. 



NOTA 1: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” del mes de mayo de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí

NOTA 2: “Todas las mañanas del mundo” es un homenaje a la novela de Pascal Quignard, donde se aborda la relación entre Marin Marais, violista y compositor de la corte de Luis XIV, y su enigmático maestro Sainte-Colombe. Fue llevada al cine en los años noventa por Alain Corneau y su banda sonora recoge la “Marche pour la cérémonie des turcs”, de Lully, que ameniza el corte radiofónico. 

Fotografía ©️Amparo Quintana, Madrid, 2 de mayo de 2020