Quien la posee de veras apenas es consciente de que la tiene, pues se trata de una virtud que se aloja normalmente en los sentimientos de los demás. Son los de fuera quienes aprecian que alguien actúa con justicia y, por eso, casi nadie coincide sobre lo que es en realidad.
Nos hemos acostumbrado a percibir lo justo o injusto de una decisión mirando a través de nuestro prisma personal, tantas veces alterado, muchas veces manipulado y siempre acomodado a nuestra conciencia, esa compañera que casi todos decimos tener tranquila (por lo que me pregunto a menudo si existe en verdad eso que llamamos conciencia).
Si la justicia fue, para los romanos, la constante y perpetua voluntad de conceder a cada uno su derecho (y así la consideran muchos todavía hoy), tendremos que convenir que hay derechos incompatibles unos con otros: mi derecho a escribir puede chocar con el derecho de mi vecino a que lo nombre, por ejemplo, y él puede percibir como injusto que yo cuente en este blog o en otra parte lo que hace, piensa o sufre. Esto puede explicar que, de un tiempo a esta parte, casi nadie esté conforme con la mayoría de las sentencias que se dictan en nuestro país.
Pero limitar la justicia a lo que se hace en los tribunales es achicar su esencia, pues ser personas justas nos concierne a todos, no solo a los jueces. Por eso pido disculpas públicamente por las veces que he podido ser injusta.