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26 de marzo de 2020

Seré cometa




El aire me hará cometa para elevarme sobre las nubes
y el sol me acunará silente cuando el cénit disuelva las sombras.

Seré cometa y sueño con que tú también lo seas…
cometas sin bridas para llevar color a los días de invierno
y que la gente agite sus pañuelos al vernos, 
que los perros nos ladren de alegría,
y los ancianos de las tribus nos bauticen con aliento de céfiro. 

¿Qué nombre te pedirás, entonces, cometa que me acompaña?
¿Cómo sabremos, las estrellas y yo, dirigirnos a ti?
Lo que no se nombra aún no ha nacido y yo quiero que vivas
en las constelaciones de espuma que sembraron con fe los argonautas. 



NOTA: Este poema es la respuesta al reto lanzado para escribir acerca de qué haré cuando termine el confinamiento por el estado de alarma decretado gubernamentalmente, sin pasarme de los quinientos caracteres. 

Fotografía ©️Amparo Quintana. Madrid, 2 de noviembre de 2019



19 de abril de 2019

La memoria paradójica





Hasta hace poco,  a quienes les costaba retener datos les gustaba proclamar que la memoria es la inteligencia de los torpes, como si el recuerdo fuera incompatible con la capacidad de entender el mundo y a las personas que lo habitan. 

Parece que, afortunadamente, se ha superado este pensamiento tan negativo y, como en tantas otras cosas, nos hemos dejado arrastrar de un extremo a otro, pues en la actualidad tenemos memora y media, queramos o no queramos recordar. 

Valle Inclán escribió que “las cosas no son como las vemos, sino como la recordamos”. Podríamos estar horas y horas analizando el concepto que encierra esta frase, pero por hoy me basta para mostrarme disconforme con lo que en nuestro país (y supongo que en otros) están haciendo al amparo de una memoria que cambia vertiginosamente como las aguas del río de Heráclito, que es y no es porque todo es un continuo devenir. 

Muchas personas del mundo entero se han pasado siglos luchando contra las memorias oficiales, es decir, aquellas que borraban los acontecimientos que disgustaban al gobernante de turno. El pensamiento único es lo opuesto a la memoria, porque el recuerdo anida en los corazones de los seres, no en decretos ni órdenes ni poses. 

Curiosamente, esto lo podemos decir sin apuros cuando se trata de EE. UU., Rusia, Corea del Norte o el mismo Marte, si nos llegaran vestigios de allí. Pero cuidado con hacerlo sobre el aquí y ahora patrio, porque los guardianes de la memoria puede que te acusen de recordar en vano. 

Quienes nacimos antes de aquellos “veinticinco años de paz”, sabemos que ocultar los recuerdos a golpe de cincel o pintura no sirve de gran cosa, pues la terquedad de la historia hace que afloren como los pentimentos de un cuadro y, cuando lo hacen, nacen con más fuerza. Porque el problema no es cambiar nombres a calles, abrir tumbas o quitar placas, sino retrotraernos a épocas antiguas y encender nuevas hogueras. 

Desde que se anunció, hace un año, que los restos de un dictador muerto en 1975  iban a sacarse del mausoleo donde ha permanecido más de cuarenta años y que casi nadie visitaba, la curiosidad que mató al gato ha herido al gobierno y tenemos ahora un Cuelgamuros lleno de turistas que hacen colas para ver la tumba. Son las paradojas que surgen cuando nos empeñamos en amoldar la memoria al pensamiento político. 

Igualmente sucede con los nombres de algunas calles y plazas, reemplazadas por otros protagonistas de la guerra del 36, solo que del bando perdedor y que, por este motivo, provocan el rechazo de muchos ciudadanos que no se identifican con ninguno de los frentes que mantuvieron la lucha. Y es que, como en el verso de Yorgos Seferis, “allí donde la toques, la memoria duele”. 

Por otro lado y hablando también del pasado, la última película de Quentin Tarantino nos llevará al año 1969, a unos hechos que conmocionaron a la sociedad americana y también la europea: el brutal asesinato de Sharon Tate a manos de los seguidores de una secta. Muchos de nuestros oyentes lo recordarán o habrán leído crónicas al respecto. 

Tratándose de una obra artística, sabemos que el director podrá adornar las imágenes y los diálogos como le parezca más adecuado y beneficie más al resultado de su film. Curiosamente, puede que este recorra mejor el camino de los recuerdos porque, al contrario de los políticos, Quentin sabe que la memoria habita en el alma de las personas y los animales. De ahí que, aún sin haberla visto porque no se ha estrenado en España, mi corazón salta al ritmo de la música de Los Bravos, recordando a aquellos astronautas que llegaron a la Luna unos días antes del macabro suceso que la película relata  y a un Juan Carlos de Borbón nombrado sucesor de quien está enterrado en Cuelgamuros. 

El resto es historia familiar, como la de ustedes. Que disfruten de su buena memoria.


NOTAS: Este texto sirvió de base al espacio “en Paralelo”, dentro del podcasts “Te cuento a gotas” correspondiente a abril de 2019: https://www.ivoox.com/vidas-memorias-fantasias-audios-mp3_rf_34394024_1.html

©️Fotografía, A. Quintana. Zamora, 8 de marzo de 2019. 

4 de noviembre de 2017

Arquetipos vitales VIII: El poder del rosa o los que tiran del carro.





Todo es ceremonia en el jardín salvaje de la infancia.
(Pablo Neruda)


Apenas faltaba un mes para que vinieran los Reyes. A pesar de que en la casa ya no había niños en edad inocente, esa de buscar el buzón directo a Oriente y lustrar los zapatos la noche anterior, seguía montándose cierta algarabía y alborozo. La responsable de mantener casi intacta la llama de la ilusión era Aurora, la hija mayor. Con catorce años y desde que falleciera el padre hacía cinco, había tomado las riendas de un hogar anárquico y desabrido, centrado en el día a día, más pendiente de la balanza de pagos doméstica que de hacer realidad los sueños de sus moradores. 

Siendo la mayor, como esta narradora les cuenta, acompañaba al colegio cada día a su hermana Lidia y a su hermano Quique y, aunque con este último solo se llevaba tres años de diferencia y con la otra quince meses, Auro, como solían nombrarla familiares y amigos, era la mayor a todas luces porque así lo habían establecido el destino y su propia vocación de primogénita. Y digo bien lo de vocación, pues se sabe que existen vástagos que, aun siendo los primeros en venir al mundo, tal vez por sentirse principales o quizá por la impericia de sus parientes, arrastran durante toda su vida un papel benjamín e inacabado, como enfermizo. Ella no era así, sino más bien al contrario. Fuerte sin llegar a dura, para su madre era el acantilado donde rompen las olas y se desgajan las galernas, el faro que alumbra aun tímidamente en los días de niebla y que parece autoabastecerse de todo lo necesario, porque jamás se ve al farero.

Llegados a esto, habría que puntualizar que la relación materno-filial no era idílica. Para la niña, la explicación estaba en que su madre tomaba pastillas para dormir desde que enviudara, pensando Aurora que los fármacos le propiciaban muy mal genio. Sin embargo, la madre sabía, aunque no lo admitiera, que esa hija nunca había sido aceptada como los otros dos, porque nació cuando lo que tocaba era disfrutar de un marido guapo y profesionalmente exitoso, lo que se truncó a los siete meses de la boda. Ese día, un resplandeciente viernes de octubre, rompió aguas cuando los esposos acababan de protagonizar su primera gran pelea de pareja, portazo incluido. Fue un momento aciago en el que ambos sintieron que habían llegado a un punto de no retorno y notaron al unísono que la garganta se les llenaba del vómito del hastío anticipado, que es el peor hastío que existe, pues contra él no puede hacerse nada. Luego vinieron Lidia, a colmar el corazón de mamá, y finalmente Quique a intentar salvar un matrimonio que ya hacía agua por todos lados. 

Pues bien, apenas faltaba un mes para el Día de Reyes y los tres hermanos pasaban la tarde limpiando caritas de muñecos y ordenando un mecano hecho de tres mecanos distintos. 

Aurora convenció a sus hermanos de que debían llevar a la parroquia aquellos juguetes que ya no usaran y estuvieran ocupando espacio en armarios, cajones y estantes. Había niños que no tendrían regalos a causa de la crisis y qué mejor forma de repartir riqueza que esta, es decir, donar sus cachivaches. Daba gloria ver a los tres, afanados en tan justiciera batalla, imaginando en voz alta la reacción de la chiquillería más necesitada. Su idea era más caritativa que revolucionaria, porque hasta las revoluciones se olvidan de los más párvulos, salvo para pervertirlos enseñándoles la cara diabólica de la especie humana y convertirlos en carne de cañón en causas que les son ajenas. 

A medida que pasaban las horas, ellos se animaban más y más. Quique decidió que ya no le interesaba su flauta dulce y Lidia, por no ser menos, se desprendió de su colección de minerales. 

Cuando llegó la madre con el tiempo justo para hacer la cena, sus tres hijos estaban aguardándola deseando contarle la hazaña que estaban preparando. 
  • Muy bien, buena idea. ¿Cómo lo llevaréis a la iglesia? 
  • Habíamos pensado que tú en el coche - dijo Quique.
  • Cariño, el horario parroquial no coincide con el mío, ya lo sabéis. Cuando llego de trabajar, el cura ya está viendo la televisión. 
  • Bueno, no importa - terció Aurora -. Si nos dejas el carrito de la compra, lo llevamos nosotros mañana mismo. 
Y así quedó la cosa.

Al día siguiente, nada más llegar del colegio y sin quitarse el abrigo, cogieron el carro y en él fueron depositando con mucho mimo la juguetería que habían apartado para aquellos chavales que tenían peor suerte que ellos. Cuando iban a cerrar el improvisado vehículo, Lidia recordó que su madre guardaba en el maletero de su alcoba una Pantera Rosa de peluche, regalo del novio que tuvo el año anterior. 
  • ¿Y si la llevamos también?
  • Es de mamá, no podemos.
  • Auro, no seas pesada. A mamá no le gustó nunca mucho, no la ha puesto en ningún sitio que se vea... y ya no sale con Guillermo. 
  • Podemos votar - dijo Quique- . Pero no a mano alzada, que luego os chiváis, sino con papelitos.
  • ¡Papeletas! - gritaron las otras a la vez.
El recuento de aquel referéndum fue corto y claro: dos a favor y uno en contra. Ganó el sí. Cogieron al felino y con él coronaron el montículo de muñecos y demás artefactos. Pink Panther asomaba la cabeza con su bigotes torcidos y su pícara mirada. 

Los tres hermanos se fueron alternando en llevar el carrito hasta la parroquia, no porque pesara o fuera dificultoso guiarlo, sino por la ilusión que a cada uno le hacía participar activamente en la aventura. Llegaron al despacho donde Íñigo, el cura más joven que, como buen carismático, los recibió alzando los brazos y agitando las palmas de las manos. Les alabó el gesto que habían tenido y, a medida que sacaba los juguetes y los depositaba sobre una mesa de madera oscura, les repetía que le dieran las gracias a su mamá por haber pensado en los más necesitados. También les dio una hojita de papel donde se indicaba que el 5 de enero, a partir de las nueve de la noche, algunos voluntarios irían repartiendo los regalos por las casas de quienes habrán pedido previamente esa ayuda. Se solicitaban manos generosas para llevar ilusión.

Contentos, los niños regresaron a su casa sorteando las losetas rotas y comprobando cuánto podía avanzar por sí solo el carro, dándole un pequeño empujón. 

A pesar de su alegría por la buena acción que habían llevado a cabo, aquella noche Aurora casi no durmió. Le remordía la conciencia a costa de la Pantera Rosa y también temía la reacción de su madre. De nada serviría alegar que lo habían decidido por votación y que ella, la mayor, se opuso desde un principio... ¡Ojalá nunca la echara en falta! Aunque siempre podrían responsabilizar a Irina, la asistenta que no sabe planchar, según dice mamá. 

Pasó un día y otro y otro. Semana tras semana llegó el 5 de enero. La madre estaba extrañamente feliz y dicharachera. Había ido a la peluquería, se había dado mechas de otro color y llevaba de vacaciones desde la Noche Vieja. 

Cuando Aurora la ayudaba a poner la mesa para comer, se acordó del impreso que el sacerdote les había entregado la vez que aterrizaron por ahí carro en ristre. 
  • ¿Vas a repartir juguetes esta noche, mamá?
  • No lo había pensado, pero he visto al párroco pegando carteles. No deben de haber reclutado a mucha gente.
  • Si quieres, te acompaño - soltó la niña con voz luminosa. 
  • Si voy, tendrás que quedarte cuidando de tus hermanos, doña Frufrú.
Hacía mucho que no la llamaba así. Sabía que, cuando lo hacía, era su peculiar manera de desmostrarle su cariño. 
  • Trato hecho. Me quedo con ellos y luego, cuando vuelvas, hacemos chocolate y comemos el roscón. 
  • Un poco tarde para todo eso, pero bueno; al fin y al cabo mañana es fiesta.
Y la madre, inesperadamente, puso la misma sonrisa que cuando Lidia gana medallas en natación. 

Al despacho parroquial fueron llegando los pocos voluntarios que aquellos clérigos habían sido capaces de reclutar. La madre reconoció algunos rostros, saludó a todos y cada uno de los presentes y a los que se iban incorporando al comité. Íñigo, el carismático, había confeccionado unos marcapáginas a partir de fotografías de paisajes, con frases del Nuevo Testamento. Era una forma humilde, pero sincera, de agradecer la tarea de quienes dejaban por unas horas el confortable sofá de sus casas para ir de excursión a la zona menos noble del distrito. 

La madre de Aurora leyó la frase que le había tocado:  “el amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (I Corintios, 13, 7)”. Intentó atisbar si el resto de marcapáginas tenía la misma cita, pero apenas pudo ver que las había más largas y más cortas. Para ella, auxiliar de laboratorio, la vida era líquida como los humores, amorfa como las células y ambigua como como la propia ciencia. Por lo tanto, aquel trocito de epístola paulina no era más que una idea en un mundo de ideas. 

Cada voluntario cogió una bolsa con objetos. La de ella apenas pesaba. Echó una mirada al interior y vio cuatro o cinco paquetes ataviados con papel de colores y de formas distintas, unos más largos y otros más chaparros. Habían dispuesto que irían de dos en dos, para hacer menos tediosa la labor.
  • Espera - le dijo Íñigo- como veo que llevas lo de Capitán Roi 15, coge también ese otro de la esquina y ten cuidado -le dijo en tono jocoso y guiñando un ojo- que va la Pantera Rosa. La dejas en el tercero izquierda. 
El camino hasta esa calle era dificultoso. Diciembre había sido un mes lluvioso, enero nació nevando y el barrizal formado en esos andurriales apenas asfaltados y alumbrados por farolas afónicas y cegatas, hacía que ella y su acompañante, un joven universitario que le iba contando sus andanzas del verano, tuvieran que moverse como si jugaran a la rayuela. 

Se atravesó un gato que salió de la oscuridad bufando y salpicando el bonito abrigo de la madre. Esta, un poco por el susto y otro poco por coquetería, hizo el gesto de pasar la mano por las manchas de barro, dejando caer involuntariamente el bulto con la pantera, que llevaba fuera de la bolsa. Apurada por haber sido ella la del descuido, empezó a compadecerse en voz alta, pasando pronto a despotricar del clima, la noche, el gato, el frío y “el capricho de mi niña”. 

El joven que la acompañaba optó por no decir nada al principio, limitándose a coger el paquete del lodazal y, con su pañuelo, intentar asearlo. Viendo que el esfuerzo era inútil, no tuvo más remedio que hablar, diciéndole a la madre que lo más elegante sería desenvolver ese muñeco y entregarlo desnudo pero limpio, no con el papel hecho un asco. 

Mientras retiraban el envoltorio, la cara de ella se fue mudando. Pasó de la contrariedad por el incidente gatuno a la risa ahogada en sonrisa cuanto contempló que no era una Pantera Rosa cualquiera, sino la suya, porque en el lazo que ceñía el cuello de aquel felino de trapo su amigo Guillermo había dibujado sus iniciales: G y E. ¡Vaya con sus hijos! ¿Y ahora qué podía hacer? Llevársela a su casa la obligaría a dar muchas explicaciones y compensar con otra cosa a la familia que esperaba ese obsequio. En cuestión de milésimas de segundo se despidió mentalmente del peluche y del único recuerdo material que le quedaba de aquel novio pasajero al que rechazó de la noche a la mañana, siguiendo su máxima de que era mejor repudiar a tiempo que ser repudiada. 

Repartieron los paquetes, estrecharon manos, abrazaron torsos, se tragaron algunas lágrimas, también rieron y, al llegar a la avenida principal, se despidieron, marchando cada cual a sus respectivos hogares.

Pasaban quince o veinte minutos las doce cuando la madre abrió la puerta. Sus hijos la esperaban despiertos, viendo en la televisión una película musical. Dudó si soltar a bocajarro lo de la Pantera Rosa, pero esa vez no se dejó llevar por su temperamento y, uno por uno, fue besándolos. Convinieron los cuatro en dejar el chocolate para desayunar y se retiraron a descansar. 
En el silencio de la noche, cuando los Reyes penetran en los sueños de las almas sinceras, se oyó a Aurora acercarse de puntillas a la habitación de su madre quien, haciéndose la dormida, percibió el aliento de su hija al lado de la oreja. En voz baja, temblorosa e insegura, la niña le dio las gracias por haber ido a repartir juguetes y le pidió perdón por haber llevado la pantera a la parroquia sin su permiso, pero que sus hermanos se empeñaron y ya sabía cómo eran. Le prometió que ahorraría su paga para comprarle otro muñeco igual. En ese momento, los corintios de san Pablo se instalaron en la frente de la matriarca y esta, comprendiendo de repente el misterio del mensaje, dejó que un riachuelo de lágrimas mojara su hasta entonces estéril y fría almohada. 

NOTA: Tomé la fotografía en Milán, el 26 de agosto de 2016. 

6 de febrero de 2017

Arquetipos vitales (VI): El diablo se viste de morado oscuro







"¿Es esto la vida real? 
¿es esto simplemente fantasía?
Atrapado en un derrumbamiento
 abre tus ojos.."

(Freddie Mercury, Bohemian Rhapsody) 


Apagó la radio cuando se iba acercando a los juzgados. La ciudad se había despertado con tres sucesos escabrosos y pensó que alguno le podía tocar a él. Entraba de guardia.  Era un martes ventoso, desapacible, triste y "de color morado", como le gustaba definir los momentos de sacrificio personal, los tragos amargos que a menudo debía echarse al coleto casi sin mirar, sin pensárselo dos veces, "porque sí", como le había enseñado su padre, o "por sentido del deber", como le repetía su preparador cuando no llevaba los temas de la oposición bien cimentados. 

Bajó la ventanilla de su flamante automóvil y devolvió con la mano el saludo al vigilante del aparcamiento. Mientras cerraba el vehículo, la voz de su fiscal le sentó en la realidad: 

-  Tendremos un día de perros, nos mandan al bicho que ha degollado a sus hijos. Un niño bien. He visto a la prensa en la puerta principal, con unidades móviles de televisión y todo; tienes al país pendiente, en comisaría se han ido de la lengua y han hablado de más. La opinión pública ya ha dictado sentencia. 

En el ascensor, el fiscal seguía hablando, mientras él pensaba en que había dejado en casa a su mujer llorando, incapaz de comprender que, tras doce años de matrimonio, el padre de su hija se había enamorado de un estudiante universitario. Estaba claro que era un día morado oscuro en toda regla. 

-  Señoría, han llamado del ministerio pidiendo que no hagamos declaraciones sobre el caso de los niños, por la alarma social y porque hay mucho tertuliano hablando de más en la tele -  le comenta una funcionaria apenas llega a su despacho y se quita el abrigo.-  También le aviso de que ahí afuera está la novia del detenido, la madre de los nenes; ha discutido con el abogado de oficio y dice que quiere hablar con usted.-  Vaya con el ministerio, como si yo hubiera hablado de los casos alguna vez. Cuando algo les interesa... En fin, actuaremos como siempre, con orden y con cabeza. Si se acerca algún periodista, díganle que no hay nada que comentar. En cuanto a la novia, ya sabe que no hablo con familiares ni amigos antes de tomar declaración, no quiero influencias sentimentales. 

Junto al expediente del sanguinario suceso había otros aguardando su tramitación. En total, le esperaban ya cinco detenidos y la cifra aumentaría a lo largo de la jornada. Miró las fotos de los niños degollados, el cuchillo sucio metido en una bolsa de plástico, la hoja sin antecedentes del reo, la exigua diligencia de reconocimiento policial, con faltas de ortografía y de sintaxis, y una nota manuscrita con números e iniciales. 

El juez tenía experiencia en guardias y no le llevó mucho tiempo organizar la mañana.  A las tres y cinco de la tarde, antes de tomar declaración al parricida y mientras apuraba un bocadillo de tortilla, le mandó un mensaje a su joven amado: "Se lo he dicho. Me siento liberado. Seguramente mañana me traslade a un hotel, mientras encuentro casa". 

Se entreabrió la puerta de su despacho y entró el detenido esposado y acompañado de dos policías. Según el atestado, tenía treinta y dos años, pero aparentaba menos. Barbilampiño, el pelo recogido con un coletero, vestía pantalón y camisa gris, americana granate y caros zapatos italianos. Pulcro de aspecto y de maneras educadas, pidió que le aflojaran los grilletes, a lo que el magistrado accedió y los agentes cumplieron. Gracias a esto se percataron todos de una manicura perfecta, hecha a conciencia. 

Iván, que así se llamaba el detenido, explicó que no podía compartir el amor de su compañera con esos mellizos que no debieron nacer nunca. Los catorce meses de los niños equivalían a catorce meses de infierno para él, pues su vida de pareja languidecía mientras aumentaba la devoción de su chica por unas criaturas egoístas que olían a mantequilla. Sin ir más lejos, la semana pasada, mientras los bañaba la madre, se acercó a ella por detrás e intentó acariciarle los pechos. La mujer le dio un manotazo y él percibió cómo uno de los niños abrió la boca con mueca de carcajada. Sintióse humillado, apartado, expulsado del paraíso... En su profunda tristeza, añoraba el tiempo en que aun no eran padres, cuando hacían planes exclusivos para ellos, ajenos al mundo, cuando el sol era su cómplice y todo era sencillo. En aquella época compartían risas y dormían abrazados, vestidos de luz de luna plateada. 

Se habían conocido en el instituto y, desde el primer momento que la vio, se juró a sí mismo que solo viviría para esa diosa. Y lo cumplió a pesar de que ella se liara con otro cuando estuvo en Alemania de Erasmus; a pesar del año que él estuvo trabajando de ingeniero en los Emiratos Árabes; a pesar de que sus suegros eran unos carcas insoportables... contra viento y marea se consagró a esa mujer idealizada, el amor de su vida. Al quedarse embarazada, dejó de mostrar interés por las cosas que hasta el momento le habían gustado, centrándose en libros y revistas cuyos temas giraban únicamente en torno a los bebés y sus circunstancias. Pero él aguantaba con arrobo, aguardando que las aguas regresaran a su cauce, que surgiera Venus envuelta de espuma y volvieran a ser uno. 

El detenido continuó relatando la crónica de lo que para él era el desmoronamiento de su proyecto vital y, como no aceptaba el fracaso, pensó que debía poner fin a aquella situación y enmendar el error que la naturaleza había propiciado. Era consciente de que pagaría con cárcel lo que la sociedad era incapaz de asimilar, "porque la infancia y la maternidad están demasiado valoradas, señor juez. En otros tiempos, yo sería un héroe". 

Cuando terminó la declaración y devolvieron a Iván a los calabozos, la actividad en el juzgado de guardia continuó su rutina. El magistrado aprovechó para salir a la calle y fumar un pitillo. Lloviznaba y hacía viento. Sonó el móvil. Era su mujer: 

-  Andrés, no sé qué le vamos a contar a la niña. No creo que esté preparada para saber que a su padre le gustan los hombres. -  No me gustan los hombres en general, amo a Ignacio, eso es todo. -  Llámalo como quieras, pero la evidencia es la que es. ¿Con cuántos te has acostado? ¿Cuándo dejé de gustarte...?-  No creo que contestar a esto ayude a nada... Entiendo que me odies, que te sientas defraudada...-  Peor que eso. Me siento humillada, apartada, expulsada de tu vida...-  No sigas, por favor.  Acabo de tomar declaración a un homicida que ha dicho prácticamente las mismas palabras. -  Seguro que mató por amor...

Y al escuchar esto, al juez le recorrió un escalofrío por todas las vértebras. Cortó la conversación, comprobó que su amante aún no había leído el guasap que me envió  horas antes. Apartando de su frente cualquier pensamiento alarmista, llamó. 

-  Anoche no dormí casi y acabo de levantarme. -  Solo quería decirte que te quiero y que ya he elegido cómo quiero vivir los próximos años.-  ¡Qué valiente, señorito! Después de año y pico conmigo, ya era hora. -  No seas severo conmigo. Estoy pasando un día muy raro. Bueno, te cuelgo, que tengo mucho trabajo aún. 

Regresó a las dependencias judiciales, buscó a la mamá de los bebés degollados, que todavía se encontraba allí y, cogiéndole las manos, le dio el pésame y se echó a llorar. 


NOTA sobre la fotografía: South Gregorian Core. Dublín, 28-enero-2017 




17 de mayo de 2016

Arquetipos vitales (IV): El mundo no es un lugar



Dejó la rosa en agua y, al sujetarla al vaso donde la puso, se percató de que le habían quitado las espinas, seguramente en la floristería. Quedaban las hendiduras de los aguijones y ella pudo contar hasta siete muescas. Inmediatamente se echó la mano al costado, recordando la herida que se le abrió aquella tarde del mes de marzo, y palpó la cicatriz que le quedó desde entonces, una huella invisible a los ojos, pero muy presente en su memoria y del todo perceptible para sus dedos.

Fotografió la flor y la guardó con mucho celo en su teléfono, no sin antes enviarle a su  Romeo la instantánea, para que viera que, contrariamente a lo que él le sugirió, no la tiró a la basura. Acto seguido empezó a bailar una danza a caballo entre el cadereo africano y la sensualidad hindú, dando vueltas por todo el jardín y al mismo tiempo mirando de reojo a su perro, que andaba merodeando la mesa del porche e intentaba acercarse a la rosa. Mientras giraba y giraba, vibró el teléfono en el bolsillo de su falda, pero ella no se dio cuenta, pues de sobra es conocido que la plenitud y la dicha, cuando aparecen de la mano, acallan los ruidos externos. Saltó el contestador y una voz grabó lo siguiente: “Hola, Flaca. Marcos se representa con un león porque su evangelio comienza con el Bautista predicando en el desierto, donde se pensaba que había animales salvajes. Además, su escrito sirvió de catecismo para aquellos que, abrazando la nueva religión, se disponían a recibir las aguas bautismales. El hombre alado es Mateo y el toro, Lucas. Estaré fuera hasta el domingo. Hace un tiempo atroz, un calor inaguantable y se me rompió el reloj nada más aterrizar, por ir jugando con él y pensando en una boba que se ha quedado en Madrid. Supongo que estarás haciendo alguna de esas cosas raras que te gustan. No ligues con el más tonto”. Cuando escuchó el mensaje, pasada al menos media hora, recordó parte de la primera conversación que mantuvieron y cómo se enzarzaron en agotadoras disquisiciones artísticas, para acabar criticando, por parte de aquel seductor, la pintura religiosa. ¿Por qué llamaba ahora, contándole a ella la interpretación simbólica de los evangelistas? ¿Y por qué ha viajado hasta Israel en esta época veraniega, para estar allí tan solo seis días?

Pasó casi toda la noche recordando el tono del recado, analizando de memoria la inflexión de la voz, rebuscando en los rincones de las palabras cualquier matiz o sombra que introdujera otro significado en el discurso. Hubiera preferido una despedida distinta, no lo del ligue tonto, un adiós más afectivo habría estado mejor, más acorde con lo que ella se merecía. Pero, cuidado, la luna hizo saltar la alarma en un boquete de su mente y empezaron a aflorar pensamientos oscuros que la llevaban a divagar acerca de ideas que anteriormente no había concebido. Pensó que, a lo peor, la flor no quería decir nada y que pudiera ser que eso de obsequiar rosas sin espinas fuese la pauta con que semejante pavo real agasaja y conquista a las mujeres.

Se acercó a la biblioteca y, aunque le costó encontrarlo, al fin dio con el Tenorio, aquel librito subrayado en algunas partes, las mismas que tuvo que aprenderse cuando representó a  doña Inés en quinto o sexto de bachillerato.  Lo releyó entero y, mientras avanzaba en la lectura, notó que una gota de hiel inundaba su paladar, que dos lágrimas corrían por su rostro y que la tristeza se instalaba entre sus pechos. Sintió pena de sí misma, por no haber medido bien sus fuerzas. Estaba acostumbrada a relacionarse con personas que la admiraban, que se rendían ante su personalidad, pero ahora era ella quien se fascinaba ante alguien distinto, diferente a los hombres a los que había amado, dirigido o simplemente tolerado. Estaba convencida de que les unía un pacto antiguo no escrito, de esos que se firman en el éter cuando la luna crece y los sueños se disparan.  En su fuero interno sabía que ambos habían cruzado las miradas cientos de veces sin reconocerse, que probablemente alguna vez habían observado a la par el mismo cuadro en una exposición o franqueado juntos el portalón de algún palacio europeo, en cualquier viaje de trabajo o placer. Y siguió reflexionando sobre lo extraña que es la vida cuando, de manera abrupta e inesperada, da un golpe de timón sin aparente sentido. Llevaba años remando en aguas tranquilas y, de repente, su barcaza se precipitaba por cascadas y torrentes...

A la mañana siguiente, tras la tormenta de sus entrañas, cogió la correa del perro y salió con este a dar una vuelta. En el parque, mientras el can perseguía a unas palomas, volvió a escuchar el mensaje, destacando ahora que iba pensando en ella cuando se le rompió el reloj. ¡Qué hermosa metáfora le pareció contemplar: se para el tiempo y la vida es eterna a partir de ese instante! Esto le hizo pensar en las fotografías, en cómo congelan  para siempre la vida. Se acordó de la rosa del vaso y fantaseó sobre la idea de que siempre permanecería fresca gracias a la instantánea que le sacó con el móvil, por más que en el mundo real se marchitara y terminara secándose. ¿Qué haría ella si perdiera la memoria? ¿A quién llamaría en sueños? ¿Con quién se reiría? ¿Dónde buscaría sus recuerdos?

"No deje que su perro se acerque mucho a las palomas, que están enfermas". Una voz metálica la sacó de su ensimismamiento, levantó los ojos y vio un hombre mayor de piel bronceada que hablaba ayudado por un laringófono. "Disculpe que me entrometa, pero son muy dañinas y además trasmiten enfermedades. No querrá que su perro coja algo..." Le dio las gracias, el señor siguió su camino y ella permaneció en el parque hasta la hora de comer.

No volvió a tener noticias de su amante hasta la noche, en que le mandó un guasap. Era la imagen de un águila tallada en piedra. Debajo, le escribía: "Este es tu escudo, Flaca. Cuídalo, porque en él llevas a san Juan evangelista, el discípulo más amado." Estuvieron un rato intercambiándose misivas, hasta que llegó un "me voy a dormir, que mañana quiero acercarme a Tel Aviv. El sábado regresaré a Jerusalén.  Mil besos".

La víspera del regreso de su amor, las noticias informaron de que, cerca del Huerto de Getsemaní, un terrorista suicida había hecho estallar las cargas que llevaba alojadas en su chaleco. Como consecuencia del atentado, murieron ocho personas y otras diez resultaron heridas, además de producirse cuantiosos destrozos materiales. Todas las víctimas eran extranjeras y se encontraban con un guía turístico local, que salió ileso, al haberse resbalado y caído al suelo en el mismo instante de las detonaciones, queriendo la suerte que varios cuerpos  cayeran sobre él, protegiéndolo. Inmediatamente un gélido rayo le pasó por las vértebras, cuando la locutora comunicó que en el grupo se encontraba un español de mediana edad.

De esto hace casi dos años. Ella acude cada semana a la residencia donde vive él. Suele llevarle chocolate y papel de colores. Le habla con la voz, con las manos, con la mirada y hasta con el pelo. Sobre todo, a él le gusta que le acaricie el rostro y que le bese el cuello. Sonríe cuando cuando siente el paso de las yemas por las patillas o de los labios en la nuca y, como rey agradecido, responde siempre dándole una pajarita de las que va haciendo con los pliegos que su fiel amiga le trae.

Cuando fue repatriado, lo llevaron directamente a un hospital. Se repuso de las lesiones físicas, es decir, de la rotura de tímpanos y de la clavícula fracturada. Pasaban las semanas y los facultativos, que al principio pensaban que sería temporal, empezaron a entender que su paciente había elegido la mudez como forma de estar en el mundo. Atendía a todo, no estaba ausente de nada. Su familia se desesperaba, no conseguía acertar con el modo de relacionarse con él de manera adecuada. No lo dejaban solo en ningún momento. Cuando salía a la calle, siempre iba con él algún guardián que observaba cuanto hacía, para luego ponerlo en común con el resto de sus parientes.

Una noche, cuando los demás dormían, escribió en la puerta de la nevera, con un rotulador rojo de tinta indeleble, "quiero irme de esta casa, tengo dinero suficiente para pagarme otro hogar, dejadme en paz". Como no le hicieron caso, se tomó un tubo de tranquilizantes y apareció en el suelo con la boca llena de espuma.

Los incidentes se fueron haciendo cada vez más frecuentes y, reunido el sanedrín familiar,  decidieron llevarlo a una residencia frente al mar. Cierta mañana, paseando por la playa, observó cómo unos niños recibían su clase de vela, advirtiendo en el chaleco del profesor  la imagen de un águila con las alas abiertas. Se acordó de ella, de su última amante, del aroma a lirios de su colonia, de los postres que compartieron y las calles que pasearon. Por primera vez sintió nostalgia y regresó al asilo con la esperanza de encontrarla... Tres o cuatro días después, se armó de valor y sacó el teléfono del armario donde lo había metido con el firme propósito de olvidarlo para siempre. Afortunadamente no había perdido la memoria, por lo que fue fácil atinar con la contraseña y dar con el contacto que buscaba. ¡Maldición! No tenía línea, era un dispositivo enmudecido como él mismo.

Acudió a recepción y escribió en el reverso de un folleto publicitario de la residencia que, por favor, llamaran a ese teléfono y, si atendía una voz femenina respondiendo al apelativo de Flaca, le dijeran que él vivía en esa institución, que había optado por no hablar y que, si quería, podía venir a verlo.

Desde esa llamada, ella tiene la impresión de que la vida la premió de nuevo, pues nada le gusta más a una verdadera dama que poder dedicarse en cuerpo y alma, pero sobre todo en alma, a hacer feliz a quien ha elegido.

La vida transcurre plácida. Por primera vez, ambos se relacionan como quieren, sin  atender a las normas de los demás. Quienes los ven, perciben que son cómplices en un  mundo que solo ellos conocen, que solo ellos cuidan, que solo a ellos pertenece. Un mundo sellado con las alas de piedra que un día él le mandó por guasap y que, gracias a la papiroflexia, revolotean a su alrededor.


NOTAS: 
1.- Este relato es la continuación del arquetipo vital III de esta serie.
2.- Sobre la fotografía: Fue tomada en Étrétat (Bretaña), 14-8-15

5 de diciembre de 2015

Arquetipos vitales (III): El emperador baila solo



En los últimos tres meses, había transitado por cinco aeropuertos y siete estaciones ferroviarias. Hoy le tocaba Almería; a las cuatro de la tarde comenzaría a explicar a un alumnado incierto las claves del relevo generacional en las empresas familiares. Eran las diez y cuarto de la mañana y estaba en la sala de embarque. Primer viernes de marzo de 2014, día 7 por más señas.

La azafata de tierra anuncia que los pasajeros preferentes y quienes viajan con niños ya pueden enfilar hacia el mostrador, ordenando que todo el mundo tuviera preparada la tarjeta de embarque y su documento de identificación. Ella cerró el libro que leía, desactivó su teléfono y palpó la cartera de llevaba para comprobar por enésima vez que portaba sus papelotes, el iPad y dos cargadores. Siempre le gustó volar, mirar las nubes a través de la ventanilla, imaginar que los titanes empujan la aeronave y que el sol cobija bajo sus rayos ese cascarón de metal y fibra que surca las autopistas del cielo. Pensó en los argonautas y en cómo habría sido su viaje de contar con aviones; imaginó un Jasón a los mandos mientras oteaba, a vista de pájaro, campos y caminos en búsqueda del vellocino.

Debió de quedarse adormilada unos minutos cuando la despertó su propio estremecimiento de frío. Ajustándose la chaqueta, echó un vistazo afuera. Cordilleras, valles, rocas y tonalidades grises. Pensó que ya estaban cerca del destino y que aquello debía de ser Sierra Nevada. Notó que la nave ralentizaba la marcha y de repente emergió ante sí la más maravillosa criatura que jamás vio. Era el Mulhacén, con su melena y barbas blancas de nieve, la presencia corpórea más grande de la península, la majestad encarnada en piedra, la sabiduría y astucia de los miles de años que acumulaban sus riscos. Ella sintió que era el soberano de Andalucía, el señor de las cordilleras, el emperador de las nubes, el dueño de los vientos y el amo de los glaciares. La imagen del coloso transmitía poder y serenidad, también clemencia hacia aquella boba que hubiera dado siete semanas de su vida por alargar la mano y tocarle la capa de armiño a ese ser mayestático que le hablaba sin sonidos. Notaba que el pecho se le ensanchaba y que un estado alegre le recorría el cuerpo. Retiró los ojos de esa cumbre y recorrió con la vista los asientos cercanos de la cabina: cada cual a lo suyo, parecía que nadie se había percatado de tanta belleza.

Aquel mismo día, por la noche y tras la cena, paseó por la plaza contigua a su hotel y observó cómo cientos de personas hacían cola y guardaban turno cerca de una iglesia. Era una fila en espiral, ordenada, tranquila, sin bullicio, nervios ni prisas. Preguntó y le aclararon que eran devotos de Jesús de Medinaceli y ella elevó la vista hasta el campanario: faltaban unos minutos para las once, seguramente esas personas pasarían allí bastantes horas más… Otro rey de reyes esculpido y quieto.

Viernes 13 de marzo de 2015. Del techo colgaban unas lámparas regias que conferían a la estancia cierto aire palaciego. Ella esperaba sentada a la mesa, imaginando que aquel comedor en realidad era un salón de baile. Le vinieron imágenes de corsés y boquillas largas, espejos, abanicos, plumas y aromas empolvados… A las tres en punto llegó su cita, vestimenta oscura y corona nívea, mirándola desde arriba, desde la cumbre de un orgullo que no era jactancia, sino esplendor y lucimiento. Permitió que le mirara a los ojos y ella vio en ellos el reflejo del Mulhacén. Pensó que el ayer, cuando regresa, en realidad fue un futuro que ahora busca su acomodo y que, entre esa montaña resplandeciente y el comensal de ahora, existía un hilo conductor que ella y solo ella sería capaz de averiguar.

La conversación entre ambos transcurrió por lugares poco trillados, nada protocolarios. Tuvo la sensación de estar siendo interrogada por un rey condescendiente que ha dejado su atalaya para mezclarse entre la humanidad de sus vasallos. Sintió que sus respuestas provocaban reacciones a las que no estaba acostumbrada y que la empujaban a servirse de la esgrima para sortear envites. Pensó en su admirada Sissi, la de verdad, la del vals negro y no el tecnicolor almibarado de una Schneider pepona e irreal y sintió que el estilete de Luccheni le punzaba el corazón en ese salón de baile donde solo el emperador danzaba.

Terminada la comida, transitó sola por todo tipo de calles. Llegó a una donde decenas de feligreses aguardaban a entrar, ávidos de rozar con sus labios el pie quieto del Jesús de Medinaceli que reina en sus almas. Y mientras bajaba hacia el Paseo del Prado preguntándose acerca de tanta coincidencia, notó el calor de un hilo de sangre encharcándole la blusa. Supo entonces que renacía en los brazos de un Mulhacén que la invitaba a subirse al tiovivo de su audacia.



NOTA sobre la fotografía: Tomada en Vannes (Bretaña), 10-8-15