“La envidia es mil veces más terrible que el hambre,
porque es hambre espiritual”
(Miguel de Unamuno)
Esta anécdota me sirvió para darme cuenta de que, la mayoría de las veces, alguien siente envidia por la interpretación que hace de las cosas, no por esas cosas en sí mismas. Al envidiar, por ejemplo, la popularidad de alguien, nos da por pensar que a ese o a esa los consideran mejores que a nosotros, cuando lo cierto es que seguramente seamos igual de queridos y respetados. Sin embargo, gastamos la energía en amargarnos, agrandando el resquemor y la oscuridad de nuestros pensamientos.
Dicen que el pecado nacional de los españoles es la envidia, que nos volvemos verdes cuando al vecino le toca un premio o a nuestro compañero le dedican un halago. Será por eso, es decir, porque se trata de algo generalizado, por lo que hemos llegado incluso a ser indulgentes con los envidiosos, responsabilizando muchas veces de su defecto a quienes son objeto de sus dardos. Seguro que a usted le han dicho alguna vez algo parecido a esto: “lo tuyo es suerte”, “qué feliz eres, con la que está cayendo”, “ya sabes cómo es, procura no ir por delante”, “conociéndolo, tenías que haber cedido tú”, etc.
Los hay, incluso, que se ufanan proclamando que sienten “sana envidia” por esto o por aquello, como si la pelusilla que padecen pudiera ser benéfica. No nos engañemos, la envidia nunca es sana, porque no incita a mejorar ni a superar los obstáculos, sino que se convierte en odio y en desearle todo lo peor a la persona envidiada, a ridiculizarla y, en casos extremos, a acosarla o maltratarla.
La envidia son celos, es inseguridad, incapacidad de disfrutar con lo que se tiene y, en definitiva, un trastorno del alma. Compadezcamos a los envidiosos, porque seguro que sufren, pero guardémonos de ellos, porque pueden hacernos la vida imposible.