“Solo te ruego que no confíes tus oráculos
a hojas que, revueltas, sean juguete de los vientos”
(Virgilio - Eneida, Libro VI)
Las ramas de los árboles conforman el mundo: acogen con calidez, protegen de la lluvia, ofrecen sombra, prestan su madera para que algunos seres planten ahí sus moradas y dibujan los paisajes de nuestra memoria. En la mía estás tú cuando aún no habías nacido y, sin embargo, ya eras rama en el árbol familiar, pues te esperaba conforme a las instrucciones que di a la cigüeña en aquella carta escrita con letras temblonas, salidas de mi mano preescolar y que apenas podía sostener el lápiz, a pesar del esfuerzo de nuestro abuelo. Se aprende por necesidad, dijo Kafka, y mi necesidad a los dos años era compartir el tiempo con un hermano.
Hace once días que al árbol le falta una rama y, mientras la brecha va sacudiendo la savia hacia el barro, escudriño el Caronte que tu tocayo Patinir pintó hace siglos y te imagino en esa barca cruzando el lago que te lleva a una orilla distinta, tras haberle pagado el óbolo acordado.
Las monedas que nos cubren los ojos cuando atravesamos las sombras no son dinero, no son de metal, sino de agua que baña los sentimientos y arrasa las espinas que otrora agujerearon la fe, la esperanza y el amor. El barquero de Hades sabe ahora que mis heridas se han cerrado. Vuela, rama, hacia la luz.
©️Fotografía A. Quintana. Estación de Lago - Madrid, 6 de diciembre de 2018.