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28 de mayo de 2019

Cuestión de lenguaje






Hace años oí a alguien decir que las palabras, en lugar de transmitir ideas, las enturbian y lo cierto es que cada uno de nosotros seguro que tenemos decenas de anécdotas donde o nos han malinterpretado los mensajes o, incluso, hemos malinterpretado las palabras o los gestos de alguna persona. Y esa es una carga, cual pecado original, que arrastramos las personas desde que nacemos; quizá por eso se utilizan cada vez menos palabras. Algunos estudios afirman que un ciudadano medio español no utiliza más allá de 1000 y solo los muy cultos alcanzan los 5000 vocablos. Es más, algunos jóvenes utilizan solamente 240 palabras.

El artista chino Xu Bing ha escrito la novela ‘Libro desde el suelo' con ocho mil emoticonos y ni una sola palabra. El autor ha explicado que, cuando tenía once años de edad, le causó un gran impacto el cambio de alfabeto con la Revolución Cultural China, lo que generó una especie de trauma social colectivo, pues todo el mundo tuvo que volver a aprender a leer y escribir y a reconocer los nuevos pictogramas alumbrados por el pensamiento maoísta. Muchas personas se convirtieron en prácticamente analfabetas, unas por sus dificultades para “reeducarse” y otras por su negativa consciente a ser “reeducadas”, lo que determinó en ocasiones su deportación a campos de trabajo por rebelarse. 

Esta tarea de hacer comprensible para todos las andanzas de unos personajes a base de símbolos universales y sencillos dibujos, como si fuera otra encarnación del esperanto escrito, contrasta con la utilización críptica del lenguaje, es decir, el empeño que a veces se pone en que aquello que se plasma o se dice solo lo entienda un grupo reducido de gente. No quiero referirme a quienes lo hacen con fines ilícitos, llamando zapatos, por ejemplo, a lo que no es sino fardos de droga, sino a quienes recurren a esa comunicación cifrada para protegerse o proteger a otros. Pensemos en las muchas resistencias que surgieron y aún surgen a causa de las guerras y pensemos también en aquellos que ven en la metáfora y la clave el único remedio para no acabar en la hoguera del pensamiento establecido a causa de su lenguaje. 

En este sentido, el otro día me encontré con Anne Lister en mi mundo paralelo del siglo diecinueve. Pues bien, la Sra. Lister o Mister Black, como la apodaban en el York de su época, utilizó una mezcla de álgebra y griego clásico para relatar en sus diarios los encuentros amorosos y sexuales que tenía, relatados con gran realismo. Esa jerga propia, inventada por ella, no se descifró hasta 1980, queriendo el destino que su vida quedara al descubierto en un tiempo probablemente más tolerante no solo para las lesbianas, sino para las personas que enarbolan la bandera de la libertad personal. De hecho, sus diarios se encuentran bajo la custodia de la UNESCO desde 2011. 

Hablando de banderas, la iglesia de la Santísima Trinidad de York luce desde el verano de 2018 una con los colores del arcoíris para celebrar que Anne Lister selló en ese templo, allá por 1834, su compromiso con otra mujer. 

Curiosamente, a la bandera le acompañaba un cartel de homenaje que literalmente decía: ”Emprendedora de género inconformista. Celebró su compromiso marital, sin reconocimiento legal, con Ann Walker en esta iglesia”. Ante las protestas de miles de ingleses por los eufemismos empleados, se sustituyeron esas frases por estas otras: “Lesbiana y autora de su diario. Tomó el sacramento aquí para sellar su compromiso con Ann Walker”.

Siguiendo con los eufemismos y aprovechando que hoy es 1 de mayo, recordemos que se festeja el Día de los Trabajadores en casi todo el mundo, fecha consagrada en homenaje a los Mártires de Chicago. Se llama así a los sindicalistas anarquistas fueron ejecutados en Estados Unidos por participar en las jornadas de lucha por la consecución de la jornada laboral de ocho horas. Dichas reivindicaciones se iniciaron con una huelga el 1 de mayo de 1886, fecha a la que le siguieron jornadas de algaradas, protestas, detenciones,  muertos y heridos. 

La conmemoración del Primero de Mayo como fiesta clave del movimiento obrero tuvo un gran impulso por parte de la Segunda Internacional hasta el punto que, para guardar las distancias con los postulados marxistas y anarquistas, en 1954 Pío XII consagró ese día a san José Obrero, que es como los niños de mi generación conocimos la susodicha fecha hasta que  la oficialidad del término se fue mezclando con generalísimas trombosis y el pobre san José tuvo que conformarse con tener solo el 19 de marzo, como si su estrella se empeñara en señalarle que su esencia es la de padre putativo por encima de abnegado artesano que saca adelante a su familia.

Pero no crean ustedes que esta mixtificación se circunscribe a la Iglesia católica; países como Estados Unidos o Canadá no celebran el Primero de Mayo por temor a que esta fecha reforzara el movimiento socialista. En su lugar se festeja el Labor Day el primer lunes de septiembre, realizando un desfile, y parecen no haberse percatado de que, a fuerza de nombrarla, la festividad de mayo se encuentra tan sobada y vacía de contenido que en el lenguaje de la gente se ha apagado el halo de luz rojiza que otrora tuvo.

Palabras, símbolos o gestos, no olvidemos que tras ellos se acurrucan los pensamientos, emociones y deseos de quien los verbaliza, escribe o dibuja, de ahí que, como a menudo nos recuerda Luis Rojas Marcos, deberíamos hablar continuamente con nosotros mismos para permanecer cuerdos y, si esto les da vergüenza, al menos sean conscientes de que la línea que nos une y separa de los otros seres vivos es una mera cuestión de lenguaje. 

Fotografía ©️ A. Quintana. Madrid (Moncloa, 4 de uno de 2018). 

Esta entrada sirve de base al espacio "En paralelo" del podcasts "Te cuento a gotas" del mes de mayo de 2019 y que puede escucharse aquí: https://www.ivoox.com/por-no-empezar-nuevo-entre-amores-audios-mp3_rf_35291630_1.html

3 de marzo de 2019

Yo y las pseudociencias




Eso, en esencia, es el fascismo: la propiedad del Estado por parte de un individuo, de un grupo, o de cualquier otro que controle el poder privado” 
(Franklin D. Roosevelt)


Las mentes preclaras de quienes gobiernan mi país llaman pseudociencias a ciertos tratamientos terapéuticos que, según ellos, se encuentran más cerca de la charlatanería y el fraude que de verdaderos métodos curativos. Utilizan ese vocablo en tono despectivo, humillante, ufanándose de que solo hay un dios y ellos son su profeta. 

No contento con el varapalo que hace unos meses le dio la Unión Europea, cuando esta supranacionalidad se negó a prohibir la homeopatía y la acupuntura, y sabedor de que una mentira repetida hasta la saciedad se “convierte” en una verdad, el Gobierno de España sigue con su matraca presuntamente racionalista, moderna y avanzada y ha elaborado una lista con cien materias de las que él denomina pseudociencias, plasmado su mensaje en un vídeo que, además de ridículo y feo, resulta engañoso. El objetivo no es otro que mezclar churras con merinas, confundir a los ciudadanos y maquillar la realidad, no sé si a sabiendas o por pura ignorancia, porque vergüenza me da pensar que una ministra de sanidad y  un ministro de ciencia estén tan verdes en estas cosas.

Utilizo la homeopatía desde 1985 y la acupuntura desde un poco más tarde, a principios de los noventa. En ambas modalidades he acudido a profesionales de la medicina que llamaremos “ortodoxa”, es decir, titulados en universidades españolas y con posgrados realizados en países no sospechosos de brujería. Siempre me han recibido en consultas médicas al uso y los homeópatas me han extendido recetas con remedios que los farmacéuticos de mi ciudad me han vendido sin problema. Los acupuntores han manipulado las agujas y la moxa con una pulcritud que a veces no he encontrado en las batas y las cabelleras de algunos de atención primaria. Y hasta ahora me ha ido muy bien con mis gránulos y mis punciones, al igual que a millones de personas. 

Me extraña mucho que estos políticos no sepan que los conocimientos homeopáticos vienen utilizándose oficialmente desde principios del siglo XIX gracias a Hahnemann, que no era ningún hechicero, sino un médico e investigador químico. No puedo creerme que tampoco sepan que existe un museo dedicado a este científico en la localidad de Sibiu, ni que en las boticas alemanas, francesas, austriacas, checas, italianas y rumanas (por citar solo las que he frecuentado más cuando he caído pachucha en algún viaje), al solicitar un remedio para el mal de turno y si no llevas receta, lo primero que te preguntan es si lo quieres homeopático o alopático. 

Igualmente me sonroja creer que los gobernantes no han leído u oído jamás que la acupuntura se viene usando desde aproximadamente el siglo VI a.C.  con resultados contrastados. Así que, como no puedo imaginármelos tan iletrados, quizá tengan razón quienes arguyen razones menos claras, como haber sucumbido al lobby de la industria farmacéutica, nada inocente y muy  poco noble cuando regala viajes y otras prebendas a médicos que prescriben sus últimos productos o cuando lanzan al mercado medicamentos cada vez más caros que acaban desterrando de las oficinas de farmacia otros mucho menos costosos e igual o más efectivos, pues suele tratarse de específicos antiguos y utilizados hasta la saciedad. 

Me gustaría que este gobierno pomposo y paternalista ejerciera la libertad que pregona y dejara que cada cual se cure como quiera. Llevan su ideología de fuegos artificiales hasta la paradoja de plantearse legalizar la eutanasia y la asistencia al suicidio y querer enderezarnos a quienes queremos estar sanos con terapias sin efectos secundarios. En lo que a mí concierne, seguiré usando los remedios que me dé la gana, en uso de mi libertad. No soy quién para criticar a quien acude a cromoterapia, flores de Bach o se tira de un puente. Detesto el paternalismo, el pensamiento único y el paso de la oca, con lo que también respetaré que esos ministros se traten con omeprazol la acidez de estómago que el bicarbonato quizá pueda calmarles, conscientes de que la OMS ya nos ha dicho que el primero, a la larga, causa demencia. 


©️Fotografía A. Quintana. Las Palmas de Gran Canaria, 25 de octubre de 2018.



5 de agosto de 2015

Reflexiones, palomas y milagros



El otro día asistí al preestreno de la película “Ghadi”, un film libanés que recomiendo a quienes, como yo, creen en la magia de los pequeños actos diarios…. siempre que esa magia proceda de individuos ajenos a la multitud y sean capaces de tomar la delantera. Sin desvelar la trama, contaré que uno de sus hilos conductores me reafirmó lo que pienso: la masa necesita creencias comunes para sentirse felices.
Esto me llevó a recordar otra peli que vi en mayo “Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia”, de Roy Andersson. En ella, su director nos muestra en un tono menos mediterráneo cómo somos los humanos o, mejor aun, cómo aparentamos ser a los ojos de una paloma observadora. En este sentido, tal vez la sociedad no sea más que una cadena de mitos cuidadosamente engarzados, como la búsqueda ansiosa y desenfrenada de la felicidad, tarea a la que las personas dedican prácticamente la totalidad de su tiempo, descuidando quizás el sosiego que les traería caer en la cuenta de que la felicidad no es un fin ni un derecho, sino mucho más: la esencia misma de otras capacitaciones y cualidades que nos pueden hacer la vida más llevadera.
Cada cual tendrá una forma u otra de perseguir esa felicidad, pero en el fondo lo que todos anhelamos es el sosiego de sentirnos en paz con nosotros mismos. No hace mucho, una persona me confesó que rara vez estaba conforme con lo que hacía, pues siempre le asaltaba la idea de que las cosas podrían haber sido mejores. Culpa y arrepentimiento se dan la mano muchas veces para quitarnos el sueño, sobre todo porque no siempre se resuelve este binomio con un castigo, como cuando éramos pequeños. Hemos dejado la infancia para asumir responsabilidades y la mayor de todas es bailar con la música que elegimos, aunque nos equivoquemos de danza, hasta que podamos cambiar la coreografía.
La historia de la humanidad está repleta de actos infames, pero también de chispas aisladas que salvan del naufragio a quienes no se conforman con lo obvio, pues la vida es eso: nadar hasta alcanzar la orilla. Quítate el peso superfluo.

NOTA sobre la fotografía: provincia de Segovia, 2-8-2015





30 de julio de 2015

Crónicas Rumanas (y VI): De repente un día o el éxtasis místico



Te levantas y haces lo que cada mañana vienes realizando de forma automática. Sales y te dedicas a las tareas que el día te tiene preparadas. Llamadas telefónicas, atender el correo, algún guasap simpático y otro molesto, trabajo, comida, quizá una siesta, más trabajo, un paseo… y de repente te das cuenta de que ya no lloras, no te martirizas, no te cuestionas nada porque ya sabes la respuesta y, aunque esta no te agrade, te has alejado del conflicto que otros mantienen con ellos mismos.


De repente un día eres capaz de tomarte la vida como un helado de tutti-frutti en el que se amalgaman trocitos de distintas frutas y no rechazas ninguna, pues la esencia de la golosina es esa, la mezcla.

De repente un día eres capaz de fluir como lo hace un río, hasta desembocar en el mar y comprender que no eres tan solo una ola, sino el océano mismo.

De repente un día te das cuenta de que nunca has apagado la luz de tu casa ni del camino que conduce a tu morada y que seguirá así porque no has dejado de ser tú mismo, solo que ahora eres consciente y estás abierto a todo sin esperar nada.


De repente un día se disipa la niebla.


NOTA: La fotografía del carro de helados está tomada en Sighisoara y la de la casa, en Brasov.







25 de junio de 2015

Cultura




Existen vocablos que, con el transcurso del tiempo y a fuerza de olvidar su raíz etimológica, se vuelven tan permeables que parecen autorizar a cada persona que los utilice a imprimirle su propio sentido y mantener su peculiar y concreto significado frente a otro u otros igualmente particulares.

Con la palabra cultura ocurre un tanto de esto. Independientemente de las etiquetas o apellidos que muchas veces se le colocan ("popular", "a la contra", "de masas", etc.), lo cierto es que su contenido cambia según quien la utilice y, por ende, también es distinta la relación que cada cual mantiene respecto a ella. Hay quienes la aman, quienes la buscan, quienes la aborrecen, quienes la encumbran, quienes la critican, quienes la reclaman, quienes la representan, quienes la manipulan, quienes la regulan y hasta quienes la consumen sin más. Es decir, cuesta manifestarse objetivo y ecuánime hasta el punto de que, según lo que digamos en material cultural, podrá interpretarse a nuestro favor o en contra.

La lengua quiso que cultura y cultivo procedieran del mismo término latino, por tanto,  podemos pensar que nos encontramos ante una cuestión que consiste en acondicionar algo para poder dar frutos. Sin embargo, cuando hablamos de lo primero prácticamente cabe todo, desde un tiovivo hasta la Bauhaus, mientras que si decimos de alguien que es una persona cultivada, añadimos un plus a su personalidad.

Llegados a este punto, entiendo la cultura como una forma de estar en el mundo; guarda mucha relación con la ideología y, si no siempre, a veces puede convertirse en una acción política. Evidentemente, leer a Bukowski, escuchar soul y asistir a una representación de “La fanciulla del West” pueden ser compatibles entre sí (y de hecho somos bastantes a quienes nos gustan esas tres cosas tan distintas), pero si tras unas declaraciones pacatas de algún prócer episcopal alguien dice en público que prefiere entretenerse con el autor de “Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones”, esa opción se convierte en un aguijón cargado de intencionalidad muy distinta a quien hubiera contestado que admira a Sam Cook. En el primer caso se tomaría como provocación, en el segundo como simple desinterés por lo que pudiera haber dicho el representante de los obispos. 

Nada, por tanto, es menos neutro que la cultura, no solo desde el ámbito ideológico o de valores al que me he referido, sino también por ese cultivo de la personalidad que, poco a poco, se va forjando a través de lo que leemos, escuchamos, hablamos, observamos, etc. Por eso los pueblos que, como el nuestro, paulatinamente se desentienden de ella, acaban en un cajón de sastre al albur de la consigna de cualquier cantamañanas, ya sea periodista, político, brujo o titiritero. Cultivarse es sacar lo mejor de nosotros mismos, porque nos convierte en pensadores libres… y no es lo mismo cien que ochenta, aunque podamos disfrutar y emocionarnos tanto con una canción de Jacques Brel como con la catedral de Chartres o, como yo esta semana, leyendo “Apología del metasuicidio”, de Eric Von Gerö, un autor iconoclasta que disfruta sacudiendo las columnas de los biempensantes, voten al partido que voten (o no voten).


14 de marzo de 2015

Verdi, Wagner y Boadella o el hechizo de los contrarios





Asistí el otro día a la representación de “El Pimiento Verdi” en los Teatros del Canal. Me gustó, disfruté con la función y me divertí al lado de dos señoras neoyorquinas con quienes compartí la mesa. Sí, han leído bien, la mesa, porque se trata de una representación con comida y bebida, pues la acción transcurre en una taberna.

El texto se jalonaba con las alabanzas que, por parte de cada grupo partidario de uno u otro compositor, se tornaban en insultos recíprocos, para concluir la representación en un sabio maridaje de nibelungos y rigolettos, uniendo las cumbres bávaras con el cielo de Parma, a Violetta con Sigfrido. Con Boadella presente en el teatral figón, aguantando las puyas y ocurrentes morcillas de sus actores-cantantes, recordé a ese Helmut Berger que, en la piel de un Ludwig complejo, sensible y excelso, contagiaba a los espectadores de su pasión por las melodías wagnerianas. En el caso de Albert, sin embargo, se vislumbra Verdi y, aun así, opta en su obra por la fusión que acabo de referir.

Hay ocasiones en las que no se puede decidir, pues elegir una sola cosa equivale a mutilar nuestra capacidad de emocionarnos y esto, en definitiva,  es acortar la intensidad de la propia vida. Por eso voy acumulando en los  bolsillos minerales y flores, amaneceres y ocasos, ríos y océanos, no porque sea contradictoria, sino porque el pensamiento libre acaba desembocando en la miscelánea, al igual que el viento puede mezclar los rombos y corazones de un castillo de naipes.  

Amar la música de Wagner no me impide conmoverme con el coro de esclavos de Nabucco y tampoco es incompatible con mi llanto en Auschwitz.


NOTA: La fotografía está tomada en Bucarest