Si existe una imperfección extravagante es esta de la ira. Creo que, de los siete pecados capitales, es el único que posee efectos claramente contagiosos, porque el acto producido en un momento furibundo y violento, muchas veces provoca la cólera de los demás. Por ejemplo, si alguien lleno de rabia asesta un golpe a un semejante y lo mata, casi de inmediato hace que broten sentimientos de ira en otros sujetos que, curiosamente, no dudarían en aplicarle al agresor su misma medicina, como antaño pasaba en los territorios de Lynch. Raro es quien no haya experimentado alguna vez esa emoción y extraña es también la persona que, paralelamente a su furia, no la censure en los demás. Por eso veo la ira como si fuera una rueda que gira sobre su eje continuamente: hoy puedes ser objeto del furor ajeno, mañana puedes ser tú quien se encolerice.
La guerra incivil que padeció España hace setenta y cinco años sembró el país de ataques y agresiones no siempre provenientes de las tropas enfrentadas. Las salvajadas que sufrió mucha gente las causó el fanático impulso de “dar su merecido” a quienes eran considerados simpatizantes o representantes de alguna otra barbaridad. Llegada la victoria, siguió aplicándose la saña del bando ganador y creciendo de puertas adentro la ira de quienes perdieron la contienda, en una retroalimentación que ha llegado hasta nuestros días, a pesar de que la mayoría de los españoles nada tenemos que ver con aquello.
Ayer, camino de casa, pasé delante de un muro donde aún permanecen las huellas de los proyectiles usados durante esa conflagración y vino a mí la imagen de ciertas calles de Berlín donde el paso del tiempo todavía no ha borrado las señales del horror. Pensé también en Iraq, el 11-S, Ruanda, Afganistán, la otrora Yugoslavia, Ucrania y un larguísimo etcétera confeccionado de odios, rencores y, sobre todo, mucha ira.
¿Nos bajamos de la rueda?