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25 de octubre de 2023

Los platillos de la balanza o iuris et de iure




De todos los números, el que de niña más me costó trazar bien fue el ocho. Me recuerdo afanosa, intentando hacerlo perfecto y a ser posible rápidamente. Para mí, limitarse a poner un círculo encima del otro, como hacían otros para facilitarse la tarea, no era de recibo, era trampa, un muñeco de nieve en lugar de ese número exótico que, según la canción infantil, eran las gafas de un tal don Ramón. 


El arcano ocho es la Justicia, lo mental, lo racional, la equidad, también el aire que la roza y alivia del peso que soportan los platillos de su balanza. Representa el equilibrio universal y cósmico, algo así como un derecho u orden natural anterior a los humanos, los mismos que inventaron la idea de ‘lo justo’ para irla adecuando a sus no pocos vaivenes veleidosos.  


Allá por el siglo XVI, la Escuela de Salamanca puso fin a los conceptos medievales del derecho, formulando la primera reivindicación de la libertad, algo inusitado para el mundo de entonces, así como estableciendo que, si todas las personas comparten la misma naturaleza, también comparten los mismos derechos. Tales derechos naturales podían referirse a lo más tangible y corpóreo, como el derecho a la vida o a la propiedad, o bien a cuestiones más abstractas, como la igualdad o la libertad.


El citado caldo de cultivo sirvió para que los representantes de esa corriente de pensamiento manifestaran sin ambages que existe el deber de actuar con justicia y que dicha obligación procede de la ley natural, que está muy por encima de las leyes humanas. Con ellos se desarrolló el llamado derecho de gentes, que no era más ni menos que el antecedente del derecho internacional, así como el reconocimiento de los derechos humanos no solo a quienes residían en Europa, sino también a los habitantes nacidos en territorios ultramarinos. 


La Escuela de Salamanca formuló por vez primera el principio de separación de potestades, de tal forma que el ámbito civil y el espiritual no debían mezclarse.  Eso de ser rey o caudillo por la gracia de Dios fue para estos juristas, filósofos  y teólogos una idea desechable, sin base alguna.  Es más, incluso propugnaban que el poder del gobernante debía limitarse. En este sentido, Luis de Molina, en su obra De Iustitia et Iure, señaló que el poder no reside en quien ostenta la corona o el cetro, sino en la ciudadanía, adelantándose con ello a los postulados del Siglo de las Luces, mal que les pese a algunos de mis ilustres compañeros de piso.   


—  Ejem, ejem, ejem. Mucha Escuela de Salamanca y mucho derecho de gentes, pero el género humano está llevando al desastre todo cuanto toca. Y esto no es nuevo, pues ya durante mi encarcelamiento en La Bastilla pude constatar que estamos en permanente involución.  


Quien se asoma a la puerta es un Voltaire algo tristón porque lleva varios meses sin ver a Raffaella Carrá, que anda haciendo bolos por varias galaxias. Le invito a sentarse a mi lado y le extiendo mi mano para que la coja entre las suyas; cuánto cariño nos hemos cogido, a pesar de mis ‘devaneos rusonianos’, como a él le gusta decir.  


— Las tiene usted frías, Antoine, más frías que de costumbre. Debería escribir con mitones. 

— ¿Y cómo no voy a tener las extremidades frías, si el bueno de Montesquieu anda en huelga de hambre? Lo raro sería que anduviéramos tan panchos. 


Ya me he acostumbrado a que los fantasmas que me acompañan usen frases como si fueran aún de carne y hueso, pues si bien es cierto que algunos comen, beben y hasta le dan al rapé, hacerlo o dejar de hacerlo no redunda en una salud que dejó de ser importante para ellos el día que cerraron los ojos de su cuerpo material. 


— Madame, Carlos Luis no solo ha dejado de robarle a usted las alcachofas y los tomates, sino que ha pedido a Eolo que libere a los vientos, los mezcle y den al traste con el mundo actual, empezando por el país de usted, que lo tiene muy enfadado. 


Noto que, mientras Voltaire me cuenta esto, lanza la mirada hacia el infinito y asiente como si alguna presencia le estuviera hablando. 


— También nos gustaría decir que quienes tenemos espíritu ilustrado y gracias a nuestra omnipresencia, sabemos que, desde hace más de un siglo, lo que ustedes llaman democracia es una mona vestida de seda, un engendro maloliente capaz de parir regímenes absolutos y dictaduras con carita de bondad gracias a la manipulación que se hace de la historia, la descatalogación de libros y la poca vergüenza de quienes quieren mantenerse en el poder a toda costa, tergiversando hechos y negando la memoria de los demás.  


— A mí también me preocupan esas cosas, Antoine. Me preocupa mucho que, bajo la apariencia de libertad, quien dice lo que piensa es pronto descalificado y señalado. Los cadalsos actuales se llaman redes sociales, programas de radio o televisión y chiringuitos periodísticos subvencionados que hacen ver lo que no existe y ocultan la realidad. 


Me acerco a Montesquieu con una caja de bombones, como quien no quiere la cosa, y trato de escuchar sus quejas por el horrible corte de pelo que le están haciendo a la separación de poderes en el país que habito. También en otros lares, pero el señor de Brède le ha cogido cariño a España y le duele, como dolió a los del 98 y a tantos otros. Me alerta sobre el desastre que supone para los pueblos tener una justicia cautiva, esclava del poder ejecutivo como en su día estuvo en la Alemania nacionalsocialista o en la URSS, o como ahora sucede en los regímenes teocráticos, donde todo se mezcla, donde ya no llegan los ecos de la Escuela de Salamanca, por ejemplo. También me dice que un poder legislativo títere y maniatado por el gobierno denota que la soberanía popular que dicho poder representaba ha sido asesinada. 


Trato de calmarlo hablándole de un ave prehistórica que se creía extinguida y ha vuelto a corretear libre, salvaje y protegida por las laderas de Nueva Zelanda. 


— Mire, monsieur Montesquieu, el takahē fue oficialmente declarado extinto en 1898, a causa de que los colonos europeos se establecían con animales de compañía depredadores, como gatos, hurones o zarigüeyas. Estos, al ver unos pájaros redondeados, inofensivos y de bello plumaje azul, se los zampaban, diezmando así la población de takahēs, que ya era escasa. En 1948 redescubrieron que no se habían extinguido y ahora ya hay cerca de 500 ejemplares. Lo mismo puede suceder con el espíritu de las leyes. Algunos lo están devorando, pero mientras usted, querido amigo, habite fuerte en el corazón de otros, habrá esperanza de resistencia e insumisión. 


Todo habla, todo suena, hasta las fisuras de la corteza terrestre cuando se presiona o se tensa. Dice el geólogo Matej Pec que si escucháramos a las rocas, nos daríamos cuenta de que cantan en tonos cada vez más altos a medida que están más profundas. Y yo me pregunto ¿cuánto de profundo ha de ser todavía el dolor de Montesquieu para que se escuche a las gentes que ya no hablan?


Por cierto, en estos tiempos convulsos que vivimos, me despido deseando paz a todos, shalom aleijem.



NOTAS: 

  • Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo, noticias de estos tiempos y de otros”, dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado el 22 de octubre de 2023.
  • Fotografía ©️Amparo Quintana. “El cristal”, de Manolo Quejido. Exposición del MNCARS en el Palacio de Velázquez (El Retiro, Madrid), 15-4-2023. 
  • Música para acompañar: “Habla, pueblo, habla”, de Vino Tinto. 

3 de enero de 2021

Por una lógica cuántica o los silogismos del Universo

 



“Aquí estoy flotando alrededor de mi lata

muy por encima de la luna. 

El planeta Tierra es azul” 

(David Bowie - Space Oddity) 



Cuando hablamos de la Edad del Hierro o del Bronce e, incluso, del Siglo de Oro, nos referimos al hilo conductor que encadena los millones de chispas y partículas que conforman una parte de la Historia, una determinada época. El método científico es dado a definir, etiquetar y clasificar y, como desde hace siglos se intenta aplicar esta metodología prácticamente a todo, resulta que los seres humanos nos sentimos huérfanos cuando nos levantamos un día sin un rótulo que echarnos a la boca. El “yo Jane, tú Tarzán” de aquellas películas interpretadas por Johnny Weissmüller se me antojó siempre el epítome del cartesianismo más ortodoxo, como si todo se redujera a eso, a aplicar la lógica a lo que de por sí no es lógico ni puede serlo. Una relación entre Jane y Tarzán escapa de las leyes de la razón y, sin embargo, nuestros corazones han sabido siempre que dos y dos pueden ser tres si aplicamos otro tipo de pensamiento. De la misma manera que hoy somos capaces de hablar de física cuántica sin que nos llamen ignorantes, abogo desde ya mismo por ser valientes y profundizar en las raíces de otra lógica, la lógica cuántica o lógica a saltos, que viene a ser lo mismo. 


Franco Vazza y Alberto Feletti, de la La Universidad de Verona se han centrado en el estudio comparado de dos de los sistemas más complejos de la naturaleza: la red cósmica de galaxias y la red de células neuronales del cerebro humano y han llegado a la conclusión de que ambas tienen muchas similitudes tanto morfológicas como funcionales. Estos investigadores, astrofísico uno y neurocirujano el otro, han dado con la clave de la Ley de la Correspondencia del Kybalión, es decir, que "como es arriba, es abajo y  como es adentro, es afuera”. 


Leí tan apasionante noticia la misma semana que me topé con otra también preciosa para estos mundos paralelos. Resulta que un equipo de investigación de la Universidad John Moores de Liverpool ha descubierto una galaxia fósil escondida en las profundidades de la Vía Láctea. Parece que podría haber chocado hace 10.000 millones de años, cuando nuestra galaxia aún estaba en su infancia. Los astrónomos la han llamado Heracles, en honor al héroe griego cuya nodriza y madrastra, Hera, derramó su leche formando ese camino de estrellas donde se esconde la Tierra. 


Los astros que originalmente pertenecían a Heracles representan aproximadamente un tercio de la masa que tiene el halo de la Vía Láctea actualmente, lo que significa que esa antigua colisión debió de ser muy grande e importante, por lo que podemos concluir que nuestros orígenes como galaxia han sido muy moviditos. No es de extrañar que tengamos el mundo tan revuelto y nuestras mentes tan agitadas.  


Siguiendo con paralelismos, estos días también hemos tenido al hijo pródigo  cerca, pues un cohete usado en una misión espacial de 1966 se ha acercado a la órbita terrestre. Como los padres del mismo, es decir, la NASA, no esperaban tan inusual visita, durante todo el verano estuvieron temiendo que fuera un asteroide que chocara contra el planeta azul y, a falta de dinosaurios, desapareciera la especie humana. Pero, qué va, genéticamente es terrícola, propaga el aroma de las barras y estrellas que lo parieron y lleva una temporada asomándose al balcón para vislumbrarnos, acercándose y  alejándose el muy vergonzoso. Lo imagino sacando su dedito, señalando hacia Cabo Cañaveral diciendo “mi casa”. Parece que no comporta ninguna amenaza palpable, pero hay un dato que me inquieta, pues ese cohete es el símbolo de la soberbia con que los de nuestra especie contaminamos por tierra, mar y aire. Lanzamos artefactos fuera de órbita y los abandonamos pensando que somos los dueños del Universo, aplicando la lógica academicista de que seguramente se desintegrarán o que acabarán en el jardín del vecino, es decir, en otro astro por ahí perdido, lejos de nosotros. 


Y es aquí donde se cumple del séptimo axioma del Kybalión o ley de la causalidad, porque toda causa tiene su efecto y todo efecto tiene su causa, así que no nos extrañemos si un día vuelven a expulsarnos del Edén por no haber sabido utilizar adecuadamente nuestras facultades y fortalezas, que también las tenemos. 


Al salir del teatro hace unos días, se me pegó a la sisa Alan Turing, a quien le debemos muchas cosas en el mundo de las matemáticas y cuyo artefacto conocido como “máquina de Turing” descifró el llamado código Enigma de los nazis, por lo que, según cuentan los historiadores, la II Guerra Mundial  se acortó en meses o años. 


Parece que, con motivo de la representación de parte de su vida en los Teatros del Canal, se ha paseado entre bambalinas, sentado en el patio de butacas e, incluso, ha gastado bromas a los actores, soplándoles en las orejas o tocándoles el hombro. Y como yo asistí a la función el último día que se representaba, pues no ha tenido mejor ocurrencia que venirse a casa.  Ha fundado el grupo de trabajo “Algoritmos sin fronteras” y, mientras Voltaire y los suyos ponen al día los capítulos de la Enciclopedia, él se afana en producir máquinas de parchís para jugar sin fichas ni dados materiales, solo con la fuerza de nuestros pensamientos, dice. A él se le han unido Freud, André Breton y Magritte, muy interesados los tres en servirse del artefacto para jugar con el inconsciente y alterar las reglas de este pasatiempo tan castizo, aunque de origen indio. 


No niego que alguna trifulca tienen. El último rifirrafe fue a cuenta de los derechos de autor, lo que no alcanzo a entender, porque yo pensaba que en el más allá dejaban de tener importancia cuestiones como esas. Pero veo que no, que igual que en la infancia está el germen de nuestra vida de adultos, la experiencia mortal siembra nuestros genes inmortales. Así que, en mitad de esa discusión, se me acerca Turing y me pide que medie, arbitre o intervenga de alguna forma, porque a él le ha regresado la tartamudez y no puede expresarse adecuadamente. 


— ¿Y qué puedo hacer yo? — le digo, un tanto confundida 

— No tengo experiencia en mujeres, pero creo esos tres respetan mucho a su sexo.

— Hombre, que Freud respete a las de mi sexo está por ver. A él debemos que durante mucho tiempo mis contemporáneos hayan creído que la histeria es propia de mujeres y otras perlas más. 


De todos modos, dejé lo que estaba haciendo y me dirigí al rincón donde “Algoritmos sin fronteras” tiene su base. Les solté una frase de Lacan que no sé cómo me vino a la mente y que dice: “la verdad solo puede ser explicada en términos de ficción”. 


Ellos lo entendieron enseguida y, como la realidad es todo aquello que desconocemos y que no podemos reconocer ni expresar con el lenguaje, siendo nuestra percepción y expresión una ficción elaborada mediante el simbolismo, yo les cuento a ustedes, a través de mis palabras, historias que están fuera del espacio y del tiempo tal como lo conocemos hasta ahora. Sin embargo, la física cuántica nos advierte de que el tiempo y el espacio pueden ser una forma de expresar las cualidades de los objetos, una manera de percibir cuánta información comparten los objetos que forman el Universo. Y ya vemos que nada hay fuera del Todo, pues el universo es mental, según dicta el primer axioma del Kybalión. 


Así que, ahora que todos saben que llevan un universo dentro del cráneo,  que toda causa tiene su efecto y que somos parte del mismo conjunto de estrellas, hagan el favor de cuidar sus pensamientos, pues de ellos dependen su lugar en el espacio y cómo vivan su tiempo. 


Por lo demás, no se pierdan la exposición del ICO sobre la destrucción del bajo Manhattan en los años cincuenta, para construir el barrio donde antaño se alzaron las Torres Gemelas. Otro símbolo que acredita las leyes eternas del Universo. 



NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” que se grabó en noviembre de 2020. 


Música para acompañar: Space Oddity”, David Bowie. 


Fotografía ©️Amparo Quintana. Madrid, 31 de octubre de 2020


11 de julio de 2020

Decimotercera enmienda






Estamos en verano, esa estación donde el ámbar y las higueras se funden hasta formar mundos de suma placidez, al menos para mí. Antaño mi corazón palpitaba a doscientos latidos por minuto, contando los días que me separaban de la estampida vacacional. Pero este año, queridos amigos, me siento como la letra de esa canción de Lucio Dalla en la que se ríe de las promesas de transformación que, con respecto al nuevo año,  anuncian las televisiones. 


Dentro de unos meses, cuando llegue el otoño y la vida me recuerde que cumplo un año más, quisiera pensar que ha valido la pena venir a la Tierra y y engancharme a la larga cadena de siglos que surgieron aquella vez que el universo estornudó y de sus narices surgieron la materia, el espacio y el tiempo. Luego llegaron las partículas subatómicas, los microbios, el magma, las plantas, los animales y, entre ellos, nosotros, los seres humanos, esos simios esquizoides que son capaces de avanzar y retroceder con la misma facilidad y con el mismo dolor. 


En nuestra vida cometemos errores, sufrimos desengaños y padecemos por mil cosas. Ante estas situaciones podemos rebelarnos, ignorarlo todo o inventarnos otra vida, pero no sirve de nada, porque las naves del recuerdo siempre llegan de noche para susurrarnos la realidad. Así que, por pura supervivencia, nuestro cerebro opta por integrar esas anomalías y buscarles remedio. Lo que a nadie en sus cabales se le ocurre es castigarse hoy por lo que hizo hace cuarenta años o cincuenta años y, si alguien critica algo sucedido en nuestro pasado, más de uno contestará que “eran otros tiempos”. 


Esto tan sencillo que aprendemos a hacer casi a la par que a hablar lo olvidamos cuando nos convertimos en muchedumbre. Llevo tiempo preguntándome por qué la gente se empeña en analizar hechos antiguos con ojos de nuestro siglo. Asistimos a esa especie de adanismo que promueve empezar de nuevo, enterrar lo que a la cosmología, la historia y la la filosofía les ha costado tantos miles de años conseguir. 


Guardo en mi armario una camiseta estampada con la fotografía de Pelé y Cassius Clay abrazándose el día que el brasileño se despidió de su carrera como futbolista, en 1977. Es una prenda con garra, de las que no pasan desapercibidas. Me enamoré de ella hace más de un año, cuando la vi en el escaparate de la tienda Cooligan, junto a camisetas de equipos señeros y  equipaciones de viejas glorias, de cuando el mundo se dividía en bloques, existía Yugoslavia y Marcelino marcó un gol de cabeza que celebraron hasta los españoles exiliados en Moscú. 


Esos Pelé y Clay de la camiseta me traen a una niña gafitas que se asoma al mundo asistiendo al asesinato de Martin Luther King, el nacimiento de los Panteras Negras y en cuya casa le hablaban de que en algunas zonas de EE. UU. se segregaba a la población por el color de su piel. Philip Roth, en su magnífica novela “La mancha humana”, describe las andanzas de un negro que llega a ser rector de su universidad y alguien muy valorado por la comunidad académica porque oculta pertenecer a su raza, haciéndose pasar por judío. 


Esa niña con gafas a la que acabo de referirme, gracias a las noticias que hasta España llegaban de las batallas campales que se diseminaban por los  alrededores del Mississippi, descubrió a Abraham Lincoln, cuya biografía leyó y releyó hasta desgastar las páginas.  Y cuando, pasados los años, visitó Washington, la joven con gafas en que se convirtió aquella niña corrió a ver el monumento erigido en su honor. Guarda desde entonces una reproducción de la decimotercera enmienda a la Constitución, proclamada bajo su presidencia y que viene a decir: “Ni en los Estados Unidos ni en ningún lugar sujeto a su jurisdicción habrá esclavitud ni trabajo forzado, excepto como castigo de un delito del que el responsable haya quedado debidamente convicto.”


La brutalidad policial ejercida durante la detención de un hombre negro,  George Floyd, hasta su asfixia y muerte, ha traído nuevamente revueltas y manifestaciones, resucitando la idea del asesinato selectivo por razón de la piel que, desde el verano de 1967, azota periódicamente al país de la decimotercera enmienda. Dentro de los altercados, la estatua de mi admirado Lincoln apareció pintarrajeada con frases del tenor de “que se joda la ley”,  “Jacky mato a JFK”  y alguna otra en alusión al 11-S. 


Como si se tratara de pólvora, el gusto por destrozar estatuas va corriendo por los EE. UU., emprendiéndola también con malvados imperialistas españoles del tenor de Bartolomé de las Casas o Fray Junípero Serra, de quienes cualquiera con estudios primarios sabe que han pasado a la Historia por justo lo contrario, es decir, por hacer valer los derechos del pueblo indígena frente a colonos, reyes y virreyes. 


Y como nunca falta algún europeo que enarbole cualquier bandera que le suene bien, al otro lado del Atlántico han arremetido contra la estatura de Fray Junípero en su tierra mallorquina y la del propio Voltaire en París. 


— Madame, no llore por mí, que tengo muchos años. Ya conocí el destierro y gracias a él, coincidí con Rousseau en Suiza y caté los vinos españoles de la mano de algún buen amigo. 

— ¿Sigue usted por aquí, amigo Voltaire? Creí que se había ido cuando acabó el estado de alarma. 

— Por aquí sigo y aquí me quedaré un tiempo más, si no le importa. Mire, le presento a Pascal, que hoy nos tiene como anillo al dedo.


Ante mí se levanta un Blaise Pascal más luminoso de lo que imaginaba y que se dedica, según dice, a transcribir las conversaciones de mis orquídeas, pues al parecer dominan el arte de la elocuencia (y yo sin saberlo). 


Hablamos un rato acerca de la locura colectiva que lleva al mundo a dejarse las cuencas de los ojos vacías y, por tanto, acaba guiándose por reyezuelos de un solo ojo pero mucha ambición. Pascal muestra curiosidad por Soros, a quien se le acusa de mover cien hilos a la par y cuyo poder  a la sombra puede ser leyenda, “pero también puede ser verdad”, me dice el filósofo con gesto pícaro. 


— Alguien que literalmente se hizo archimillonario en 1993 con una operación financiera especulativa que se llevó por delante al mismísimo  Banco de Inglaterra, madame, o tiene ojos y oídos allí donde los demás no pueden ni acercarse, o ha pactado con el diablo.


Hablamos de que su fundación filantrópica apoya movimientos aparentemente espontáneos y causas nobles con las que casi nadie puede mostrarse en desacuerdo. Lo malo es que, en general, esas reivindicaciones y campañas acaban pareciéndose a los múltiples focos de un incendio provocado y lo que es la protesta por la muerte de un hombre en calles americanas, se convierte en  una masa informe de incultos o aborregados que recorre también la vieja Europa a golpe de consigna para imponer, en definitiva, un mundo cada vez más fanático, más intolerante y más mesiánico. 


Pascal me recuerda que “cuando el hombre trata de ser ángel, acaba siendo bestia”, de ahí que debamos asumir nuestra naturaleza humana y no perseguir la quimera de crear nuevos mundos desde la nada, porque Adán solo existe en la Biblia y quienes jugaron a crear nuevas realidades, llevándose todo por delante, son mayormente recordados por el dolor que sembraron, pues tarde o temprano se descubre el engaño de prometer tres Navidades y más de trescientos días de fiesta al año, como cantaba Lucio Dalla. 


Miro tras el espejo que la realidad impone y pienso en aquellos budas que los talibanes volaron en Afganistán allá por 2001. Desde entonces, guardo a salvo mis recuerdos, por si acaso alguna normalidad de las que el poder se atreva a calificar como nueva, hace tabla rasa y nos incita a pensar que la Tierra es plana, el mundo tiene cuarenta años y el Sol da vueltas alrededor de nuestro planeta. 


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” del mes de julio de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí


Fotografía ©️Amparo Quintana, Madrid, 17 de abril de 2018

3 de marzo de 2020

Carnaval en Troya



En sentido estricto, el carnaval lo componen los tres días que preceden el comienzo de la cuaresma y es época de máscaras, regocijo, bailes y charangas. Este año, Venecia ha suspendido el suyo por la epidemia generada por un virus con corona que parece acecharnos a todos, esperando en cualquier esquina a que bajemos la guardia, para así saltarnos al cuello y, como Nosferatu eterno, chuparnos la vida. 

Cuando estudiaba bachillerato elemental, nos decían que a los virus no se los considera seres vivos propiamente dichos; son una especie de código genético en estado puro, presto para multiplicarse a base de introducirse en cualquier célula y proveerse de energía. Como la vida me llevó por la rama de letras, cada vez que mi organismo se infectó de un virus aprovechado y promiscuo, la voluntad de mi alma sacaba una goma de borrar blanca, de aquellas que llamábamos “de nata”, tan blandita, limpia, con olor a parvulario, para atizarle al alienígena impostor y eliminarlo sin dejar rastro. Mis armas son así; se compran en papelerías y establecimientos afines. 

Esta pandemia de ahora fue vaticinada por el escritor estadounidense Dean Koontz en su novela “Los ojos de la oscuridad”, publicada en 1981.  Curiosamente, este escritor sitúa la irrupción del virus en unos laboratorios de la ciudad china de Wuhan y la trama corre a cargo de una poderosa arma biológica fabricada por los chinos y que solo afecta a los humanos. Es una especie de neumonía que se expande y escapa a los tratamientos convencionales. ¿Saben en qué año data el autor la tragedia? Efectivamente, en 2020. 

Estos saltos cuánticos que a menudo damos quienes guardamos gomas de borrar junto a los analgésicos, se han llamado a veces profecías, pero en realidad no es más que abrir la antena y sacar conclusiones a base de analizar lo que ocurre a nuestro alrededor, lo que ocurrió en otros siglos y leer entre líneas. Es decir, ser conscientes de que hay otros mundos y, como dijo Paul Éluard, están en este. 

Así que, convertidas las máscaras de arlequín en mascarillas hospitalarias,  los medios de comunicación se empeñan en que asistamos al conteo de personas que enferman de esta plaga, de quienes son dados de alta, de quienes continúan en cuidados intensivos, de los que han viajado a zonas peligrosas, de los que no se han movido de su barrio… y así hasta llenar los telediarios y demás soportes de noticias en una crónica que casi roza el mal gusto de lo morboso. Me recuerda a otra crisis sanitaria que hubo en España a principios de los ochenta, década en la que, aparte de música, lentejuelas y crestas de colores, se colaron malos aceites no aptos para el consumo en las cocinas de miles de personas, intoxicando a muchísimas de ellas y matando a más de tres mil. Aquella colza adulterada sembró el pánico, cuando lo cierto es que lo que más terror debe dar siempre es el ansia desmedida de algunos en ganar dinero a costa de lo que sea. Esa plantita,  la colza, que poca o nula culpa tuvo en el fraude letal, sigue apareciendo en margarinas y bollería, pero travestida de denominaciones menos explícitas, para no asustar y evitar que nadie compre tales productos. 

Paralelamente, con la actual crisis de este coronavirus que nos rodea aparecen plañideras lamentando la caída del turismo, del IBEX 35 o del Índice Nikkei, culpando a las gentes de tener miedo a ese robocop al que no consiguen echarle el guante. Todo es consumo, en este reino de esperpento en que hemos convertido el mundo contemporáneo.

— Señorita, señorita, haga usted el favor de sacarme de aquí.
— ¿Pero qué hace dentro de mi ordenador? 
— Ha escrito usted la palabra clave, “esperpento”, y me ha invocado.

Quien así se expresa es Valle Inclán, enredando sus barbas entre la fotografía que adorna la pantalla del portátil donde escribo. 

— Don Ramón, salga, por favor, que puede hacerse daño. ¿Quiere que le prepare un té? 
— Mejor un café de achicoria, que no estoy para lisonjas modernas ni extranjerismos. 

Y saca de su levita un pañuelo inmaculado, lo coloca sobre mi mesa y en él nace de repente una taza con ese bebedizo que parece gustarle tanto. 

— Me he atrevido a interrumpirla porque veo que tenemos gustos afines. El carnaval, la mascarada, tomar la parte por el todo… Sepa usted que es una bufona que señala los adefesios que otros ven con buenos ojos. 
— Lo tomaré como un cumplido, don Ramón. Viniendo de usted… ¿Qué le trae por mi casa? 
— Su casa es la casa de la Troya, a juzgar por el gentío que se agolpa en los armarios y estantes. Así que, si está abierta para unos que maldita gracia me hace escucharlos y olerlos, entenderá que también puedo dejarme caer por aquí. Sin ir más lejos, sepa que en en una de las sillas de su cocina tiene apalancadas sus posaderas la abogada de quien fue mi esposa y a la que no guardo aprecio alguno porque me desplumó en vida y tras mi paso a la eternidad. 

A pesar de su aparente temperamento hosco, Valle Inclán me contó con todo lujo de detalles el proceso judicial de su separación, tras una convivencia que llegó a hacerse insufrible con la actriz Josefina Blanco. Me habla de una mujer celotípica y cercana a la neurosis, que veía amantes hasta en la luz de las velas. 

— Y mire, joven, que en realidad no me dolió que me embargaran la mitad de mis ingresos para dárselos a Josefina, ni que difundiera bulos acerca de unas inventadas relaciones adúlteras. Lo que más me escoció es que llegara a ser la beneficiaria de los derechos de autor de mis obras, incluidos “Los cuernos de don Friolera”, que la escribí para hacer chanza de ella. 
-— ¿Qué dice usted, que don Friolera era su mujer?
— Por supuesto. Si en lugar de poner como protagonista a un teniente, pongo a una mujer, el esperpento no habría surgido, la gente no habría visto su imagen deformada, porque lamentablemente en esa época se era muy indulgente con los desvaríos amorosos de los varones. Así que ya lo sabe, don Friolera se inspira en los ataques de celos, en esos cuernos imaginarios que llevaba la madre de mis hijos. ¡Celos de mí, que inventé al marqués de Bradomín para conjurar mis complejos! La única mujer con la que pude ser  abiertamente cariñoso y atreverme a hacerle carantoñas fue Josefina, porque la conocí tan joven que no me intimidaba. Pero nada más salir de la iglesia de San Sebastián, donde nos casamos, me dejó muy claro que los seres humanos se dividen en perros y gatos y ella era una gata tirando a tigresa. Una mujer felina que, caída la República y anuladas las sentencias de divorcio, se convirtió en una viuda doliente que escribió por doquier cartas diciendo que yo era creyente y no sé qué más zarandajas. Lo cierto es que me ayudó mucho a creer en mí y crecer como dramaturgo, pero ideológicamente éramos como el agua y el aceite. 

También me contó que su mujer tuvo como abogada a Clara Campoamor, esa que, según él, se sienta en mi cocina y con quien no ha hecho las paces. 

Para despedirse, me pidió que le contara una historia esperpéntica que él no conociera y yo, que respeto tanto a los mayores, le hablé de un lugar sevillano, el Palmar de Troya, donde siempre era martes de carnaval, donde un papa preconciliar y ciego anunciaba castigos apocalípticos y se lo atribuía a la madre de Dios. Un paraje al que llegaban y siguen llegando millones de dineros de todo el mundo y que, a pesar de las excomuniones del Vaticano y de los claros indicios de conducta sectaria, fraudulenta y delictiva, continúa ordenando obispos y eligiendo papas vestidos como si acudieran a alguno de los bailes de máscaras de una Venecia medieval flotando sobre las aguas. En la Híspalis del siglo XXI existe un pontífice llamado Pedro III y, mientras Valle Inclán toma nota de cuanto le digo, se  le cuelan las palabras de Maquiavelo para recordarme que no podemos rehuir el combate si nuestro adversario está decidido a entablarlo sea como sea. Así que, contra virus, mascaradas y tropelías históricas, vivamos y vivamos en este presente... o en mundos paralelos.


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” del mes de marzo de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí

Fotografía ©️alguien del público durante la grabación del citado podcast en la Sala Artistic Metropol de Madrid, el 1 de marzo de 2020, con motivo de nuestro primer cumpleaños. De izquierda a derecha, Simone Negrín, Ana Lía de Urán, Mar del Rey, Sonia Jiménez Romero y una servidora, Amparo Quintana.  


27 de enero de 2020

Estoicos










De un tiempo a esta parte, leer y escuchar noticias en periódicos, radios  y televisión se convierte en un esfuerzo titánico por no vomitar. Como en la canción de Aute, “parece que anda suelto Satanás”, a juzgar por las tropelías que nos cuentan y los sucesos que describen. Se diría que asistimos a una época cochambrosa donde todo vale y nada es mejor o peor, porque lo que importa es nuestra subjetiva relación con las cosas, no las cosas en sí. 

Revolviendo en la biblioteca de mi casa, se me cayó al suelo un libro de Marco Aurelio y hete aquí que se abrió por una página doblada en la que pude leer lo siguiente: “Si no es correcto, no lo hagas. Si no es verdad, no lo digas”. En ese aforismo se esconde la esencia de la vida y nos demuestra que ser persona conlleva un compromiso ético con nuestro entorno. 

A este emperador romano se le asocia con el estoicismo, esa corriente filosófica que, sucintamente hablando, intenta eliminar lo más posible las emociones destructivas y cultivar las positivas. Para los seguidores de Zenón  de Citio, si mejoramos como personas estaremos mejorando la sociedad, y si trabajamos para mejorar la sociedad nos estaremos mejorando a nosotros mismos. Es como la pescadilla que se muerde la cola; nada se desperdicia; todo es circular. 

Por eso me pregunto qué puedo hacer para mejorar la sociedad. El otro día, ante un auditorio de registradores y empresarios, mencioné que una sociedad mejor será aquella que, fortaleciendo la autorresponsabilidad de sus individuos, busque fórmulas pacíficas para resolver los problemas. Porque donde no hay paz, no hay justicia.  

De ahí que he empezado un ejercicio que les comento por si a alguien le sirve. Se trata de que, ante una noticia fea, ante una aberración, echo mano de la memoria para recrearme en algo positivo. Si, por ejemplo, en el desayuno escucho que una manada de energúmenos ha violado a dos chicas, pienso en la cantidad de hombres que quieren a las mujeres y las quieren libres. Porque no nos engañemos, si solo vemos la fachada horrible  de los noticiarios, acabaremos viendo al mundo como un lugar inhóspito en el que tendremos que estar permanentemente defendiéndonos de lobos reales e imaginarios. 

Michael Moore, en su película sobre la matanza del instituto Columbine de Colorado, en 1999, donde decenas de estudiantes fueron asesinados por dos de sus compañeros, realiza un estudio sobre la violencia ocasionada por las armas de fuego en Estados Unidos. Compara esa situación con la de su vecina Canadá y llega a la conclusión de que en el país de las barras y estrellas lo que empuja a la gente a armarse es el miedo y esa necesidad de estar alerta porque cualquier acontecimiento malo puede suceder cuando menos lo esperen. 

Yo no quiero vivir con miedo; me niego a caminar mirando hacia atrás cada dos por tres. Creo que, al igual que quedó demostrado hace décadas que la pena de muerte tiene efectos crimonógemos, sumir a la población en una espiral de noticias acerca de estafas, homicidios, peleas, explosiones, atentados, sin dejarle a esa población ni un centímetro cúbico de esperanza, es sumirla en un camino hacia su propio cadalso. 

¡¡Ojo, no quiero que se me malinterprete!! No estoy diciendo que no se deba informar. Lo que mantengo es que llenar un telediario con noticias escabrosas termina alimentando el morbo y, a la postre, eliminando nuestra capacidad de comprender que eso es solo patología social, no la regla general. 

En la puerta de la nevera tengo un imán que reproduce una singular fotografía. Se trata de veinticuatro personas que, durante la I Guerra Mundial y en las dependencias del Palacio Real de Madrid, contribuyeron a que el mundo fuera un poco mejor. Son ujieres, mecanógrafas, archiveros, botones,  traductores, oficinistas que ayudaron a llevar a cabo una acción benefactora, prácticamente desconocida, pero que tuvo una enorme importancia a nivel humano y diplomático. 

A pesar del papel neutral de España en la Guerra del 14 y debido a que la familia política del rey Alfonso XIII era británica, el monarca estaba al corriente de los horrores de la contienda. Pero quiso el dios de los justos que llegara a él la carta de una chica francesa pidiendo que hiciera algo por averiguar el paradero de su hermano desaparecido en el frente. Vi la misiva el año pasado, en la exposición que se hizo al respecto, y me enternecieron las palabras de esa joven justificando por qué acudía al rey de España: porque sus padres estaban muy tristes sin saber nada de su hijo y habían perdido las ganas de vivir. 

El encargo pudo haberse traspapelado o haber caído a la chimenea, pero el bisabuelo de Felipe VI puso su empeño en dar respuesta a esa chiquilla y, tras las pesquisas necesarias, le pudieron contestar dando noticia del paradero de su hermano. 

Esa carta dio origen a otra y luego otra y luego otra… y así nació la Oficina de la Guerra Europea, que generó 200.000 expedientes de mediación  humanitaria. Es decir, en mitad del apocalipsis, fue posible diseminar miguitas de paz.

Por eso, y aunque Alfonso XIII sabe que no caeré jamás rendida ante él, de cuando en cuando, al vernos en ese metro que inauguró hace cien años,  me agasaja con las pastitas que de niño le daban en las reuniones del Consejo de Estado, para que no se aburriera. Así que, cuando esto ocurre, me permito llamarle partisano porque en cierta medida él también resistió a la inercia de no hacer nada, poniendo en práctica la virtud que preconizaron los estoicos.

Por tanto, enfrentémonos a los holocaustos y guerras diarias buscando el sol en los pentagramas de las cosas bien hechas. 

Fotografía ©️A. Quintana. Pienza (Italia), 11 de agosto de 2017


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del programa radiofónico “Te cuento a gotas” del mes de enero de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí

31 de marzo de 2018

Mao no es Mao






A estas alturas, las sorpresas que me puedo encontrar en una exposición de Warhol me las proporcionan las personas que acuden a ver sus obras. Ni que decir tiene que aún concita a un buen número de jóvenes ávidos de fotografiarse con sus vacas multicolores y los retratos serigrafiados. Ahora bien, echo en falta una interpretación certera de su obra porque, si para Magrittte una pipa no era una pipa, para el bueno de Andy muchas de sus cosas no se entienden desde la interpretación lineal y absurda que lo relegan al capacho de los diseñadores publicitarios. Quiero decir que sus producciones están llenas de crítica y humor ácido, como el aparentemente inofensivo plátano de la Velvet, cuya piel, sin embargo, te hace resbalar si no pisas con destreza. 

El otro día,  ante el retrato de Mao, escuché en la boca de una veinteañera lo que, para Arrabal o cualquier ácrata de pro sería el culmen del retruécano. Dirigiéndose a quien me pareció era su madre (una mujer de mi edad, aproximadamente, pero más enseñorada yo, a juzgar por el aspecto), le espeta sin pestañear lo siguiente: “aquí está el coreano otra vez; lo vemos en todas partes”. La supuesta progenitora no corrigió el error, pero si lo comento aquí es porque me marché a mi casa pensando en el vuelco que ha dado el mundo y en que lo que creíamos importante hace dos o tres décadas,  ha perdido interés. 

No me sorprende tanto que alguien confunda a Mao con Kim Jong-un, cuando la vestimenta, las facciones y lo que transmiten son casi lo mismo: un régimen dictatorial y represivo. Lo que me sorprende es que esa criatura (y seguramente algunos más de quienes hayan visto o vayan a ver la exposición) no sea capaz de deducir que, habiendo fallecido Warhol en los años ochenta (como ponía en los carteles que se supone debía leer a la entrada), resulta imposible que hubiera inmortalizado al actual presidente norcoreano. 

Con independencia de que me duela que la gente consuma cultura como quien engulle bollos o se compra camisetas, es decir, sin pensar y sin sentir, lo cierto es que, en mi reflexión postrera, llegué a la conclusión de que Mao dejó de serlo cuando una mañana vimos su apellido escrito en piyin, y el Tse-Tung con que crecimos se disolvió en el agua de un Zedong posmoderno que, tras estrechar la mano de Nixon en 1972, empezó a sentar las bases de lo que sería su imagen para las generaciones venideras: nadie. 


©️ Fotografía A. Quintana. Madrid, marzo de 2018. Exposición “Warhol, el arte mecánico”. 

11 de abril de 2017

Arquetipos vitales VII: Cecina y galletas para alcanzar el grial



En el amor siempre hay algo de locura, 
mas en la locura siempre hay algo de razón.
(Friedrich Nietzsche)


Aquel año tenían mucho que celebrar, no solo porque cumplían sus bodas de plata, sino porque su hijo había regresado vivo de la guerra que lo mantuvo lejos el último año. Aún faltaban cuatro meses hasta la fecha del aniversario, pero Oclo ya acusaba cierta premura por encontrar un magnífico regalo para su mujer. 

Mientras el barbero le retocaba el bigote, pensó en su vida con Camelia, el sacrificio de esta acompañándolo a través de medio mundo, sin asentarse en un lugar hasta pasada la cuarentena de él, los treinta y tantos de ella. La vida de un diplomático no es tan apacible como pueda pensarse, sobre todo si le tocan destinos conflictivos con los que su país va rompiendo relaciones. Por eso sentía que su hogar había sido durante bastante tiempo la lengua en que su esposa y él hablaban, ese chapurreado de ladino e inglés con el que empezaron a tontear y a retarse en el baile de debutantes, cuando Bohemia y la corte de Viena tributaban a las mismas arcas y el océano salpicaba espuma dorada en los sueños de los jóvenes. Hasta se conjuraron para prestarse los votos, el día de su casamiento, en aquella jerga íntima y cómplice. Y así lo hicieron ante el asombro del oficiante, padrino y monaguillos. La madrina, sorda desde niña por la difteria, les dedicó una sonrisa limpia y emocionada. El resto de los asistentes a la ceremonia, absortos como estaban en sus propios pensamientos, no habrían sabido decir si las palabras pronunciadas por los novios eran un latín atropellado por los nervios del momento, o que la acústica catedralicia era refractaria a las voces de los contrayentes.
  • ¿Qué le regalaría usted si quisiera impresionar a su esposa? - le preguntó al barbero.
  • Algo que no tengan sus amigas. Para las mujeres lo más importante es saber que pueden tener, si quieren, todo lo que su pandilla atesora y, al mismo tiempo, poseer algo que aquellas puedan codiciar y envidiar. Così fan tutte, señor.
A Oclo no le gustó mucho el comentario, aunque debía reconocer que algo de razón llevaba, pues a menudo Camelia sufría de melancolía cada vez que su prima Rebecca se embarcaba en alguno de los cruceros de lujo con que la agasajaba el hijo del último sultán otomano.

Aquella misma tarde, aprovechando que ella estaba ausente por tres días, se puso a indagar entre las cosas de su mujer, buscando pistas sobre sus gustos, manías o caprichos. Resulta increíble lo desconocida que puede resultar la madre de tu hijo, cuando descubres un opúsculo de mística oriental acurrucado entre camisones, o esos versos del peor poetastro envueltos en celofán amarillo.

Lazos, horquillas, flores secas, hebillas repujadas, plumas de diversas aves y algunas piedrecitas compartían espacio en un cofre persa junto al herbario de Camelia. Reparó también en un pequeño rollo atado con una cinta plateada que, al abrirlo, resultó ser un aguafuerte que reproducía el complejo megalítico de Stonehenge. Le impresionó la imagen y recordó que, durante la pasada Navidad, ella colgó más muérdago que de costumbre en el hueco de la escalera principal, aduciendo que así traería suerte a todos los que pasaran por debajo, independientemente de si lo veían o no. ¿Estaría interesada en las culturas paganas que poblaron antaño el Reino Unido?

Al día siguiente y ante el asombro del chófer, sacó el coche de los paseos y marchó solo hacia Salisbury. En un morral llevaba un poco de cecina y seis galletas que él mismo cogió de la despensa. También se proveyó de prismáticos y de su bastón campero, aquel que le regalaron el año pasado unos armenios agradecidos. 

A mitad de camino paró en lo que parecía una fonda. Traspasó la puerta de entrada y observó a cinco parroquianos jugando a los dados en dos mesas adosadas. A pesar de su aspecto rural, eran comedidos en las formas y celebraban los triunfos sin gritos ni aspavientos. Pasó delante de ellos saludando sin mirar y se dirigió a un rincón donde había un perol grande con sopa y varias escudillas apiladas. Cogió una y se sirvió un poco de aquel caldo con puerros y patatas.  

Al momento llegó la dueña del establecimiento, una rubiales de nariz respingona vestida de negro. Oclo pensó al principio que era viuda, pero pronto mudó de idea cuando ella misma le afirmó que estaba esperando su segundo hijo y que el bebé nacería antes de que su padre saliera de la cárcel del condado. 
  • Mala suerte, señor. Le provocaron unos borrachos aquí mismo, entrando en forcejeos y queriendo el destino que uno de ellos se cayera como un plomo al suelo, golpeándose la sien con una silla de estas de aquí, que ya ve son muy duras. La silla se la llevaron los guardias, como prueba dijeron, aunque yo más bien creo que fue para sentarse ellos, porque ¡qué sentido tiene apresar también un mueble, digo yo! 
Repitió de sopa, pagó más de lo que la mujer le pidió y se marchó.

Cuando llegó a Salisbury se dirigió al ayuntamiento. Allí preguntó a un bedel por la dirección que debía tomar para llegar a Stonehenge.
  • ¿Viene usted a comprarlo?
  • Solo venía a verlo. Desconocía que estaba en venta.
  • Sí, es de una familia que necesita el dinero. Son muchos acres de tierra fértil, en uno de los mejores parajes. El agua de allí es muy buena y el sol no hace tanto daño como en otros lugares. 
  • Yo venía a contemplar las piedras…
  • El año pasado se cayó una, cuando una tormenta descargó más de veinte rayos  por aquí cerca. Los trozos se los llevaron a otra casa de los dueños, para mampostería. De todos modos, si cambia de opinión, pregunte por Lord Monroy. Vive en la mansión que hay camino al río; no tiene pérdida. 
Se hizo de noche y Oclo seguía embobado ante la agrupación de rocas. Las había rodeado, acariciado, olido, escuchado, visto desde distintas perspectivas. De lejos, sobre un repecho del camino, parecían dispuestas como esos templos antiguos que vio tantas veces en algunos de sus destinos más exóticos. De cerca, al lado de ellas, se le antojaban gigantes benefactores de la ciudad. 

Cuanto más las miraba, con más fuerza le venía la idea de comprarlo. Tenía claro que iba a ser el mejor regalo de aniversario para la mejor de las esposas.

Traspuesto y obnubilado volvió a Londres. La cecina y las galletas seguían el morral. Antes de llegar a su casa, se las dio a un perro que olisqueaba las alcantarillas. 

No le comentó nada a nadie, ni siquiera a Camelia cuando esta regresó. Casi dos meses duraron las negociaciones, pues no solo tuvo que ajustar el precio con su propietario, sino que se vio obligado a compensar a varios aparceros por la rescisión, antes de tiempo,  de los contratos que los unían a la familia Monroy. Oclo quería que el terreno estuviera libre de inquilinos, vacío de servidumbres, liberado de cualquier cadena que lo atara al pasado. Imaginaba a su mujer organizando cenas y bailes estivales en ese andurrial tan hermoso; podrían celebrar juegos florales, montar pequeñas obras de teatro… Incluso estaba dispuesto a adquirir una casa cerca de allí para pasar días de asueto en medio de ese sueño. 

Pasaron los días y llegó la gran fecha. Debido a un brote de las fiebres palúdicas que trajo del frente su hijo, el festejo sería íntimo, una comida en casa. Únicamente acudirían Rebecca y el vástago del sultán, recién llegados de España.  

A los postres, antes de que los varones se retiraran al salón de fumar, Camelia le pidió a su doncella que le trajera un paquete rojo que había dejado en el vestidor. Oclo se ausentó unos segundo y regresó con un cartapacio crema atado con cintas pardas. 
  • Se lo encargué a Rebecca, querido. Lo ha traído expresamente para ti desde Toledo.
De un paquete bastante largo y estrecho, Oclo extrajo una espada cuya empuñadura estaba cubierta con arabescos dorados.
  • Para tu colección. Me informé de que el acero de esas tierras es de lo mejor que se hace. Parece mentira, pero allí poseen una fábrica de armas muy acreditada desde hace siglos. Y estos dibujos de aquí están hechos con oro; son hilos y láminas finísimas de oro auténtico. Lo llaman damasquinado. ¿A que no lo sabías? 
  • Gracias, Camelia. Es un sable precioso. Y sí, menuda hoja tiene. Acero bien templado… Y ahora coge esta escritura, es tu regalo.
Todos los presentes dirigieron sus miradas hacia el legajo que sacó Oclo de la carpeta, intrigados. 
  • Lee, Camelia, lee.
  • ¿Son unas escrituras?
  • Sí, he comprado Stonehenge para ti. Vi que guardas un grabado entre tus cosas y comprendí que te atrae ese lugar.
  • ¿Que has hurgado en mis cosas…? 
  • Tenía que hacerlo. Debía buscar alguna pista sobre algo que te hiciera realmente feliz.
  • Devuélvelo, no lo quiero.
  • Pero Camelia, espera a verlo. Podemos ir mañana y te quedarás maravillada como yo me quedé la primera vez que lo contemplé. 
  • No lo quiero, Oclo. ¿Qué tipo de regalo es este? ¿Unas piedras en medio del barro?  No te entiendo. Yo no quiero vivir allí, ni veranear, ni pasear. ¿Ya no me conoces? Hicimos planes para comprar una casa de campo en Escocia, pero en ese agujero de Salisbury… ¿Te has vuelto loco?
Camelia se echó a llorar. Rebecca y el turco se marcharon y el hijo de la pareja, rendido por la fiebre, decidió irse a reposar. 

Oclo no salía de su asombro. Disgustado, cogió la escritura y la regresó a la carpeta.  Diplomático, acarició el pelo de su mujer y, en la jerga que ambos inventaron, le pidió disculpas por haberse entrometido en sus armarios y cajones, por haberse precipitado a comprar algo sin consultar primero, por haber sido un idealista y no pensar en algo más práctico. Mañana mismo acudiría a una inmobiliaria y pondría en venta las tierras recién adquiridas. También aprovecharía su inminente viaje a París, acompañando al ministro, para comprarle un collar de perlas grises.

Aquella noche, al resguardo de la luna llena y con los ojos enrojecidos por el llanto, Camelia le confesó que había estado en Stonehenge un par de veces, del brazo de un médium que abusó de su buena fe y la engatusó haciéndole creer que se había enamorado de ella. Sintiéndose halagada, actuó como una ingenua hasta que se dio cuenta de su error, pues el donjuán solo quería dinero para iniciar un viaje a Katmandú, sin que haya vuelto a tener noticias de él desde que puso rumbo al Himalaya. Por eso no quiere ni oír hablar de aquella piedras milenarias. 
  • ¿Y por qué conservas el grabado? ¿Te lo regaló él? 
  • No sé. Supongo que por la misma razón por la que se guardan los secretos.
Cuando firmó la venta a favor de la compañía Knight Frank, quien no pudo aguantar las lágrimas fue Oclo. Se sentía injustamente tratado, incomprendido y humillado, aunque un hombre de su posición no podía dejar traslucir el enorme agujero que se había abierto en su corazón para siempre. 

Y desde entonces, hay quienes afirman que, en las tardes de niebla, se ve pasear por Stonehenge a un caballero que mordisquea cecina y galletas que va sacando de su morral. 


NOTA: Esta historia está remotamente basada en un hecho real. Agradezco a Knight Frank y a su representante en España que me hayan autorizado a llenar de ficción lo que me contaron en el descanso de una mediación.


Fotografía del grial tomada en el Museo del Prado (Madrid), julio de 2016