Si de algo estoy cada vez más convencida es de lo poco que sé y de lo mucho que me queda por aprender. Utilizo la primera persona del singular porque, al oírlo (leerlo), no faltará alguien que opine que lo sabe casi todo y sinceramente, ¡para qué amargarle el día a nadie! No pasa una jornada sin que llegue algún dato o conocimiento que añadir a mi experiencia vital, pues de nada serviría aprender si no lo voy incorporando a mi vida y creo que gran parte de mi optimismo se debe precisamente a esto, es decir, a que sé que siempre hay respuestas incluso para las preguntas que no formulo.
Como tengo la edad que tengo y, aunque lo habría deseado, no provengo de Vulcano, soy consciente también de que me harían falta muchísimos años para colmar mis deseos de sapiencia… y probablemente tampoco alcanzaría la meta, habida cuenta de lo mucho que hay y habrá escondido. Así que, estando yo dándole vueltas a este asunto, quiso una pluma del cielo que me topara con Sabine Hossenfelder, que debe de ir contando a todo el mundo que es física cuántica, ya que parece ser que los taxistas le hacen preguntas muy ad hoc. A mí los taxistas suelen atenderme divinamente, pero no se meten en honduras, prefiriendo conversar sobre lugares comunes como el tiempo, el tráfico y lo buenas que son las croquetas de una madre.
Pues bien, volviendo a Sabine, se trata de una divulgadora que trabaja en el Centro de Filosofía Matemática de la Universidad de Múnich y de algún modo viene a corroborar que nada es más inexacto que una ciencia exacta y por eso cada vez son más quienes recurren a la filosofía u otras materias humanísticas para adentrarse en los grandes misterios que nos rodean. El famoso “quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos” no solo no ha perdido vigencia, sino que cobra especial significado en un mundo bipolar, donde lo mismo nos amenazan con que la inteligencia artificial nos destruirá a todos, que nos empujan a adentrarnos en la misma como símbolo de progreso.
La doctora Hossenfelder nos recuerda que lo que llamamos presente puede ser el futuro o el pasado de otra persona, en aras de esa “independencia del observador” formulada por Einstein el siglo pasado. Es más, para la alemana, no se trata de creer en que haya o no un más allá, sino de que todos nuestros logros y experiencias son indestructibles, potencialmente susceptibles de que alguien las recuerde o se sirva de ellas. De ahí que, como afirma, nuestra tatarabuela esté viva.
Acabo de aludir hace unos instantes a la inteligencia artificial, que en el imaginario colectivo se asimila a una máquina, aunque realmente no lo sea. Las máquinas fascinan y repelen al mismo tiempo, pues no son pocos quienes abominan de los dispositivos cibernéticos y, sin embargo, coleccionan relojes o por nada en el mundo renunciarían a su coche, lavadora o aire acondicionado, por poner unos ejemplos domésticos y corrientes. Para los marxistas de antaño, la máquina fue un instrumento técnico que alienaba al individuo. Hoy sabemos, sin embargo, que se trata de una mera abstracción con la que podemos establecer relaciones humanas (a través de una videollamada, pongo por caso) y no humanas (con archivos documentales, entre otros).
Parece que nos moviéramos en la caverna de Platón, donde todo es una mera imagen de lo real. Dentro de nada, lo que entendemos por dinero contante y sonante desaparecerá, al igual que las tarjetas bancarias tangibles. No es su extinción lo que me altera, sino las razones que puedan estar detrás de abolir billetes, monedas y plásticos como imagen de la capacidad de pago y crédito que tenemos las personas. En cierta forma es enterrar un símbolo, ese cordón umbilical que establecemos como evocación de una realidad concreta. Por eso me planteo si, a medida que se esfuman para siempre las representaciones visibles de lo que hemos conocido, tocado y usado, no estaremos más cerca del borrado de memoria o, para ser más exactos, de la suplantación de la memoria individual por una memoria colectiva infundida a la fuerza.
Estos días conocí una noticia terrible para quienes hemos visto in situ y admiramos las esculturas megalíticas de Carnac, en Bretaña, pues han sido derribados unos 39 menhires erigidos en ese lugar hace 7.000 años. La razón de tal desatino está en la edificación de una tienda de bricolaje de esas a las que algunas familias acuden en su tiempo libre para proveerse de taladradoras, sistemas de riego para el jardín, desagües para el lavabo, chimeneas de pega o tablones de contrachapado.
Tales piedras formaban parte de otras 3.000 que representan monumentos sagrados o lápidas funerarias. Según los políticos, los menhires destruidos eran de escaso valor, aunque figuraban en el Mapa Arqueológico Nacional de Francia desde 2015, así como en diversas listas oficiales de megalitos. Por si fuera poco, el yacimiento en su totalidad se iba a presentar al Ministerio de Cultura con el objetivo de inscribirlo en la Lista del Patrimonio Mundial de la Unesco Acostumbrados como estamos a que las autoridades maquillen las cosas, a saber qué explicarán para calmar el ánimo de los habitantes de la zona y de organizaciones de todos los puntos del país galo.
Sin salirnos de épocas lejanísimas, recientes investigaciones han descubierto que los mineros de la Edad del Bronce llevaban comida en un táper a su lugar de trabajo. Resulta que en una mina de Austria que estuvo activa entre los años 1.100 y 900 a.C., los arqueólogos encontraron recipientes con restos de alimentos, por lo que señalan que estaban destinados a transportar la comida al lugar de trabajo. En esas antiguas tarteras había sobras de legumbres, carne, frutas, cereales y frutos secos. Pero este estudio nos muestra también la relación directa entre el trabajo especializado y la comida preparada, dado que, para facilitar que los mineros pudieran optimizar su jornada, se la llevaban ya hecha, ahorrando tiempo en prepararla o en desplazamientos a sus hogares a la hora del almuerzo, si vivían lejos. Hallazgos parecidos ya se habían hecho en Mesopotamia, donde se estima que en el tercer milenio antes de Cristo contaban con economías especializadas.
Se ha instalado en mi casa Robert Burton, que en el siglo XVII escribió “Anatomía de la melancolía”, un tratado recopilatorio desde la filosofía clásica griega hasta la medicina de su época. Lo que por entonces se definía como melancolía era una mezcla de desánimo, depresión e inactividad. El propio Burton lo padeció y lo curioso es que muchos de sus consejos, consideraciones o conclusiones están en plena vigencia hoy en día.
— Para mí la melancolía es como un aguijón, como si una avispa clavara el suyo. Siendo tanta la molestia, el enfermo sufre ansia por arrancárselo, rascándose compulsivamente donde le pica, pudiendo agravar la herida. No sabe usted, madama, lo que sufrí con ella, hasta el punto de que la llamé mi Señora Melancolía, entre otros nombres. A usted la he visto en Salerno, en el Jardín de Minerva.
— Efectivamente, es uno de mis lugares favoritos para pasar la tarde; observar las plantas medicinales y su aplicación según el genotipo y fenotipo de cada ser humano.
— Entonces no le sorprenderá si le digo que quien tiene bilis negra es más proclive a la melancolía, siempre que el entorno lo favorezca. Un desequilibrio en la dieta, el estreñimiento crónico o los desórdenes del amor pueden inclinar la balanza hacia ella, sin olvidar la predisposición por familia.
Burton ha hecho mucha amistad con Samuel Hahnemann y el Emperador Amarillo. Comparten conocimientos y, aunque a veces disientan en algunas cuestiones, se respetan muchísimo. Acudieron a un ciclo de conferencias sobre salud mental en la Organización Médica Colegial y regresaron espantados. No entendían nada y me decían que no eran los únicos, porque podían leer los pensamientos de los asistentes. Se sorprenden al ver que en el llamado mundo libre no hay libertad plena para exponer lisa y llanamente lo que alguien opina, por temor a represalias. Se indignan ante la censura y autocensura que existe hoy y me recuerdan que solo los espíritus libres han hecho que el mundo vaya avanzando, a pesar de los trompicones que nos hace dar el pensamiento uniforme.
Por lo demás, los enciclopedistas andan eufóricos porque van a volver a votar el día 23 de julio. El pasado 28 de mayo no les dio tiempo a visitar todos y cada uno de los colegios electorales y esperan organizarse mejor en las próximas elecciones. Como la vez anterior, llevarán montones de papeletas donde se lee eslóganes de este este tenor: “si quieres la paz, hazla”, “más libros, más libres”, “solo merece gobernar quien es justo”, “las ballenas también lloran” o “los domingos no son para votar”. Como son invisibles al común de los mortales, no los ven cuando las introducen en las urnas y se las declaran nulas cuando llega la hora del recuento. A ellos no les importa, porque la mayoría no entiende esta democracia ni comulga con ella, pero les chifla la idea de que lean sus misivas.
Además de esto, la Pardo Bazán, Valle-Inclán y dos o tres más se han dado un baño de multitud en la Feria del Libro. Han venido exultantes al comprobar que sus obras se exponen en las casetas y que la gente puede cogerlas y leerlas. Eso sí, este año tampoco han entrado en las listas de autores más vendidos; creo que una tal García, Obregón de segundo apellido, en cambio ha causado furor y ha firmado libros como rosquillas. Antonio Gala, desde su atalaya celeste, mira esto y se ríe apoyándose en un menhir de Carnac.
NOTAS:
- Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo, noticias de estos tiempos y de otros”, dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado el 18 de junio de 2023.
- Fotografía ©️Amparo Quintana. Salerno, agosto de 2018.
- Música para acompañar: “Ma liberté”, de Georges Moustaki, interpretada por Serge Reggiani.