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19 de junio de 2023

Melancolía por Carnac



 




Si de algo estoy cada vez más convencida es de lo poco que sé y de lo mucho que me queda por aprender. Utilizo la primera persona del singular porque, al oírlo (leerlo), no faltará alguien que opine que lo sabe casi todo y sinceramente, ¡para qué amargarle el día a nadie! No pasa una jornada sin que llegue algún dato o conocimiento que añadir a mi experiencia vital, pues de nada serviría aprender si no lo voy incorporando a mi vida y creo que gran parte de mi optimismo se debe precisamente a esto, es decir, a que sé que siempre hay respuestas incluso para las preguntas que no formulo. 


Como tengo la edad que tengo y, aunque lo habría deseado, no provengo de Vulcano, soy consciente también de que me harían falta muchísimos años para colmar mis deseos de sapiencia… y probablemente tampoco alcanzaría la meta, habida cuenta de lo mucho que hay y habrá escondido. Así que, estando yo dándole vueltas a este asunto, quiso una pluma del cielo que me topara con Sabine Hossenfelder, que debe de ir contando a todo el mundo que es física cuántica, ya que parece ser que los taxistas le hacen preguntas muy ad hoc. A mí los taxistas suelen atenderme divinamente, pero no se meten en honduras, prefiriendo conversar sobre lugares comunes como el tiempo, el tráfico y lo buenas que son las croquetas de una madre.  


Pues bien, volviendo a Sabine, se trata de una divulgadora que trabaja en el Centro de Filosofía Matemática de la Universidad de Múnich y de algún modo viene a corroborar que nada es más inexacto que una ciencia exacta y por eso cada vez son más quienes recurren a la filosofía u otras materias humanísticas para adentrarse en los grandes misterios que nos rodean. El famoso “quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos” no solo no ha perdido vigencia, sino que cobra especial significado en un mundo bipolar, donde lo mismo nos amenazan con que la inteligencia artificial nos destruirá a todos, que nos empujan a adentrarnos en la misma como símbolo de progreso. 


La doctora Hossenfelder nos recuerda que lo que llamamos presente puede ser el futuro o el pasado de otra persona, en aras de esa “independencia del observador” formulada por Einstein el siglo pasado.  Es más, para la alemana, no se trata de creer en que haya o no un más allá, sino de que todos nuestros logros y experiencias son indestructibles, potencialmente susceptibles de que alguien las recuerde o se sirva de ellas. De ahí que, como afirma, nuestra tatarabuela esté viva. 


Acabo de aludir hace unos instantes a la inteligencia artificial, que en el imaginario colectivo se asimila a una máquina, aunque realmente no lo sea. Las máquinas fascinan y repelen al mismo tiempo, pues no son pocos quienes abominan de los dispositivos cibernéticos y, sin embargo, coleccionan relojes o por nada en el mundo renunciarían a su coche, lavadora o aire acondicionado, por poner unos ejemplos domésticos y corrientes. Para los marxistas de antaño, la máquina fue un instrumento técnico que alienaba al individuo. Hoy sabemos, sin embargo, que se trata de una mera abstracción con la que podemos establecer relaciones humanas (a través de una videollamada, pongo por caso) y no humanas (con archivos    documentales, entre otros). 


Parece que nos moviéramos en la caverna de Platón, donde todo es una mera imagen de lo real. Dentro de nada, lo que entendemos por dinero contante y sonante desaparecerá, al igual que las tarjetas bancarias tangibles. No es su extinción lo que me altera, sino las razones que puedan estar detrás de abolir billetes, monedas y plásticos como imagen de la capacidad de pago y crédito que tenemos las personas. En cierta forma es enterrar un símbolo, ese cordón umbilical que establecemos como evocación de una realidad concreta. Por eso me planteo si, a medida que se esfuman para siempre las representaciones visibles de lo que hemos conocido, tocado y usado, no estaremos más cerca del borrado de memoria o, para ser más exactos, de la suplantación de la memoria individual por una memoria colectiva infundida a la fuerza.  


Estos días conocí una noticia terrible para quienes hemos visto in situ y admiramos las esculturas megalíticas de Carnac, en Bretaña, pues han sido derribados unos 39 menhires erigidos en ese lugar hace 7.000 años. La razón de tal desatino está en la edificación de una tienda de bricolaje de esas a las que algunas familias acuden en su tiempo libre para proveerse de taladradoras, sistemas de riego para el jardín, desagües para el lavabo, chimeneas de pega o tablones de contrachapado. 


Tales piedras formaban parte de otras 3.000 que representan monumentos sagrados o lápidas funerarias. Según los políticos, los menhires destruidos eran de escaso valor, aunque figuraban en el Mapa Arqueológico Nacional de Francia desde 2015, así como en diversas listas oficiales de megalitos. Por si fuera poco, el yacimiento en su totalidad se iba a presentar al Ministerio de Cultura con el objetivo de inscribirlo en la Lista del Patrimonio Mundial de la Unesco Acostumbrados como estamos a que las autoridades maquillen las cosas, a saber qué explicarán para calmar el ánimo de los habitantes de la zona y de organizaciones de todos los puntos del país galo.  


Sin salirnos de épocas lejanísimas, recientes investigaciones han descubierto que los mineros de la Edad del Bronce llevaban comida en un táper a su lugar de trabajo. Resulta que en una mina de Austria que estuvo activa entre los años 1.100 y 900 a.C., los arqueólogos encontraron recipientes con restos de alimentos, por lo que señalan que estaban destinados a transportar la comida al lugar de trabajo. En esas antiguas tarteras  había sobras de legumbres, carne, frutas, cereales y frutos secos. Pero este estudio nos muestra también la relación directa entre el trabajo especializado y la comida preparada, dado que, para facilitar que los mineros pudieran optimizar su jornada, se la llevaban ya hecha, ahorrando tiempo en prepararla o en desplazamientos a sus hogares a la hora del almuerzo, si vivían lejos. Hallazgos parecidos ya se habían hecho en Mesopotamia, donde se estima que en el tercer milenio antes de Cristo contaban con economías especializadas. 


Se ha instalado en mi casa Robert Burton, que en el siglo XVII escribió “Anatomía de la melancolía”, un tratado recopilatorio desde la filosofía clásica griega hasta la medicina de su época. Lo que por entonces se definía como melancolía era una mezcla de desánimo, depresión e inactividad. El propio Burton lo padeció y lo curioso es que muchos de sus consejos, consideraciones o conclusiones están en plena vigencia hoy en día.  


Para mí la melancolía es como un aguijón, como si una avispa clavara el suyo. Siendo tanta la molestia, el enfermo sufre ansia por arrancárselo, rascándose compulsivamente donde le pica, pudiendo agravar la herida. No sabe usted, madama, lo que sufrí con ella, hasta el punto de que la llamé mi Señora Melancolía, entre otros nombres. A usted la he visto en Salerno, en el Jardín de Minerva. 

— Efectivamente, es uno de mis lugares favoritos para pasar la tarde; observar las plantas medicinales y su aplicación según el genotipo y fenotipo de cada ser humano.  

— Entonces no le sorprenderá si le digo que quien tiene bilis negra es más proclive a la melancolía, siempre que el entorno lo favorezca. Un desequilibrio en la dieta, el estreñimiento crónico o los desórdenes del amor pueden inclinar la balanza hacia ella, sin olvidar la predisposición por familia. 


Burton ha hecho mucha amistad con Samuel Hahnemann y el Emperador Amarillo. Comparten conocimientos y, aunque a veces disientan en algunas cuestiones, se respetan muchísimo. Acudieron a un ciclo de conferencias sobre salud mental en la Organización Médica Colegial y regresaron espantados. No entendían nada y me decían que no eran los únicos, porque podían leer los pensamientos de los asistentes. Se sorprenden al ver que en el llamado mundo libre no hay libertad plena para exponer lisa y llanamente lo que alguien opina, por temor a represalias.  Se indignan ante la censura y autocensura que existe hoy y me recuerdan que solo los espíritus libres han hecho que el mundo vaya avanzando, a pesar de los trompicones que nos hace dar el pensamiento uniforme. 


Por lo demás, los enciclopedistas andan eufóricos porque van a volver a votar el día 23 de julio. El pasado 28 de mayo no les dio tiempo a visitar todos y cada uno de los colegios electorales y esperan organizarse mejor en las próximas elecciones.  Como la vez anterior, llevarán montones de papeletas donde se lee eslóganes de este este tenor: “si quieres la paz, hazla”, “más libros, más libres”, “solo merece gobernar quien es justo”, “las ballenas también lloran” o “los domingos no son para votar”. Como son invisibles al común de los mortales, no los ven cuando las introducen en las urnas y se las declaran nulas cuando llega la hora del recuento. A ellos no les importa, porque la mayoría no entiende esta democracia ni comulga con ella, pero les chifla la idea de que lean sus misivas. 


Además de esto, la Pardo Bazán, Valle-Inclán y dos o tres más se han dado un baño de multitud en la Feria del Libro. Han venido exultantes al comprobar que sus obras se exponen en las casetas y que la gente puede cogerlas y leerlas. Eso sí, este año tampoco han entrado en las listas de autores más vendidos; creo que una tal García, Obregón de segundo apellido, en cambio ha causado furor y ha firmado libros como rosquillas. Antonio Gala, desde su atalaya celeste, mira  esto y se ríe apoyándose en un menhir de Carnac. 



NOTAS: 

  • Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo, noticias de estos tiempos y de otros”, dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado el 18 de junio de 2023.
  • Fotografía ©️Amparo Quintana. Salerno, agosto de 2018. 
  • Música para acompañar: “Ma liberté”, de Georges Moustaki, interpretada por Serge Reggiani. 

6 de abril de 2015

Esto no es lo que parece… ¿o sí?






Llevo tiempo advirtiendo lo orgullosa que se siente la gente por cualquier cosa y cómo puede llegar a jactarse de ser, estar o aparentar hasta lo más ridículo. Aparte de pronunciar ese término por doquier, la etiqueta #Orgullos@ se ha vuelto una plaga en redes sociales y, créanme, en determinados contextos a veces me suscita alguna sonora carcajada. Como estamos en año electoral, ahora les toca a los políticos y, miren por dónde, parece que se han apuntado a la moda. Pertenecer a un partido conlleva que te gusta su ideario, estás más o menos contento con las decisiones de tus superiores y sueñas con que tu formación arrase. Todo esto se da por sentado, es lo normal y no es necesario hincharse diciendo que uno está orgulloso de apoyar a su líder, de confeccionar la nómina de candidatos, de abandonar el cargo para que se presente otro, de que te llame un juez en calidad de imputado y toda esa ristra de simplezas…

Como ha pasado casi un año desde que me tocó por primera vez (y espero que sea la última) formar parte de una mesa electoral, me apetece echar un poco de leña al fuego del orgullo, no sea que acabemos todos abrasados con tanta inmodestia. Algunos recordarán que en aquella ocasión se trató de comicios europeos, pero para el caso da igual. Pronto volveremos a escuchar los mismos eufemismos y las manidas frases grandilocuentes de siempre. Así que voy a relatar lo que recuerdo de aquel 25 de mayo de 2014:

A pesar de mi escepticismo político y de mi vena contestataria, reconozco que fui puntual, muy puntual, la más puntual de todos y que me había leído de cabo a rabo un folleto con instrucciones que, días atrás, me había entregado la cartera. El rictus tranquilo con que llegué al colegio donde me habían citado se fue congelando a medida de que me percataba de que todos los que aguardábamos allí éramos suplentes. En medio de un monumental batiburrillo que obligó a retrasar bastante la apertura de la sede electoral, alguien pierde los nervios y, ni corto ni perezoso, el interventor del partido de la flor llama a la policía nacional. 

Imagínense quién estaba en medio, quién se siente obligada a parlamentar con la fuerza del orden, quién consigue aplacar la alteración de quien ya se veía esposado y a quién aperciben de estar propiciando (sic) un delito electoral. Pues sí, era yo. La citada amenaza no provenía de los agentes, sino de ese interventor gañán que debió de pasar muy mala noche, a juzgar por el día que nos dio.

Comparecen los representantes de la Administración y manu militari nos designan a los distintos componentes de las mesas. A partir de entonces, la mía pasó a denominarse “la de las chicas”, nombre con que la bautizó el mastuerzo aquel. Será porque llevo gafas, porque iba en vaqueros o por qué sé yo, pero me tocó hacer a mano todas las actas del mundo, elemento más que importante para los delegados de las candidaturas, que otra cosa no, pero aparecer cuando menos falta hacían y pedir datos y papeles cuando más afluencia de público había, se les daba de perlas. Debo decir que todas las siglas se comportaban igual, a grandes rasgos. Las diferencias entre ellas eran matices de corte culinario (unos se paseaban comiendo patatas fritas y otros montaditos de jamón, pero nadie ofrecía, que conste). Además de las citadas actas, mi función consistió en escribir a bolígrafo, uno a uno y DNI incluido, los nombres y apellidos de cada votante, verificar conteos cada cuatro horas y, de vez en cuando, aguantar la cháchara de militantes no ya en las antípodas de mis valores o ideas, sino la mayoría de ellos manifiestamente enemigos del orden público. Pensé que los opuestos se atraen y ese día yo debía de tener un imán para tanto majadero.

Quiso el destino que mi mesa terminada la primera de contar papeletas y votos, con sus actas incluidas (mi letra mejoró una barbaridad con tanta práctica) y siguiera las instrucciones de aquel folleto que el Estado regala a los agraciados con el premio “Siéntese al pie de una urna”. Pues bien, dado que los resultados no favorecían a los partidos mayoritarios (o partido único bifronte, según se mire), el mismo interventor bruto y grosero que nos estuvo tocando el pífano desde las ocho de la mañana se empeñó en repetir el recuento… ¡con las papeletas arrugadas que ya estaban en bolsas de basura! En esto no midió bien sus fuerzas y fue a enfrentarse, no a “las chicas” de la mesa, sino al resto de compromisarios y representantes políticos.

Aprovechando la coyuntura, con un sigilo y aplomo propios de una película de espías, el sobre con las actas y los resultados de mi mesa se encaminaron a su destino administrativo.

De esta aventura extraje varias conclusiones, que someto aquí a la reflexión de quien quiera:
  1. Un día electoral no es "la fiesta de la democracia" ni nada parecido, por más cursiladas que se empeñen en decir. Es un trámite.
  2. No esperen buena conversación de ningún politicastro.
  3. No es tan difícil el pucherazo (ahí lo dejo).
  4. Lo mejor del día, los votos nulos. Hay que reconocer que la gente se vuelve creativa cuando se trata de manifestar su indignación, malestar o frustración. Uno de los sobres llevaba una rodaja de chorizo: elocuencia pura.
  5. Creía poco, pero ahora desconfío plenamente de los resultados oficiales.
  6. Va siendo hora de modernizar la forma de votar y de recoger la información electoral en las mesas. Seguimos en el siglo XIX, pues en el XX ya existían los ordenadores.
No lo he contado todo, pero decidan ustedes si esta breve muestra es para estar orgullosos. Sé que muchos no comparten lo que expreso y no faltarán quienes me acusen de que generalizo lo que tal vez sea un caso aislado. Cuento lo que viví y crean que no exagero un ápice, pues el tiempo ha amortiguado muchas emociones.

Al día siguiente le conté la peripecia a mi amiga Mar. Como ella tiene el don de subrayar siempre lo más humorístico, nos despachamos a gusto. Y es que, de cuando en cuando, tenemos que reírnos de nosotros mismos y, por supuesto, de nuestro sacrosanto sistema. Eso sí, sin perder de vista que debemos hacer autocrítica, mirarnos menos el ombligo y empezar a reparar aquello que se ha deteriorado, como los obreros de la fotografía que ilustra este post, pues las cosas devienen inservibles cuando no se ponen al día. Este final me ha salido muy alegórico, pero a buen entendedor…

NOTA: La foto se tomó en Sibiu


24 de enero de 2013

Aquel 24 de enero



Quien decide estudiar una carrera, sabe Dios qué razones le impulsan a hacerlo. En mi caso, tras un tiempo inclinada a la psiquiatría, el aburrimiento de una tarde llevó hasta mí un libro sobre instituciones romanas. Debía de ser una niña muy rara (tenía escasos catorce años), pues aquella lectura me llevó a unos libritos que andaban por mi casa, donde descubrí legislación española antigua, casi toda ella abolida y dejada sin efecto por la dictadura que imperaba entonces. Terminé aquel curso de lo que entonces se llamaba Bachillerato Superior resuelta a hacer Derecho y aparqué para siempre el sueño de trabajar con diván.

En enero de 1977, cursando COU, la mala fortuna quiso que mataran a unos abogados laboralistas y la coincidencia hizo que uno de ellos fuera hermano de una compañera de colegio. En ese momento di un paso adelante más: no bastaba con estudiar Derecho, yo "tenía" que ser abogada, con todo lo que eso implicaba entonces de sacrificio, compromiso y cierta reivindicación. Jamás me arrepentí de haber tomado esa decisión y, a pesar de que los años me han llevado por derroteros entonces impensables, me siento orgullosa de que aquellos pistoleros, en vez de pánico, sembraran en una adolescente las ganas de cambiar las cosas, de usar la palabra para convencer y no la fuerza para imponer nada. Aquel 24 de enero, en el fondo y a pesar de lo que algunos de ustedes puedan pensar,  llené las maletas con puro realismo, eso sí, supongo que mágico.

NOTA: He sabido que hoy ha aparecido la placa conmemorativa de aquel suceso pintarrajeada. Sobran las palabras.


14 de marzo de 2012

Mario Gas y los signos de puntuación



Aprendí a escribir muy temprano. Ciertos pedagogos dirían que demasiado temprano. Como en mi familia nunca los hubo (los pedagogos titulados), me educaron por libre. En lo que a letras se refiere, el responsable de que con dos años y medio me entretuviera rellenando cuartillas con palabritas y frases cortas fue mi abuelo Miguel, que jamás escatimó tiempo y tesón en acercar a su nieta a la cultura y la ciencia (hola, yayo; sabes que pienso en ti a menudo).
Ya en el colegio, recuerdo los ratos que dedicábamos a hacer dictados y cómo mi mentalidad infantil se aliaba con unos signos de puntuación más que con otros. Por ejemplo, los dos puntos me recordaban a un gato que me arañó, así que me caían mal. Pero el punto y coma era como trazar una pincelada de tinta china y me parecía simpático. Ahora bien, mi favorito era el punto final. A medida que la profesora avanzaba en el dictado, yo notaba la intensidad dramática de lo que se nos estaba contando y preveía que llegaba ese rasgo redondo que rubricaba todo el texto. El lápiz temblaba de emoción y se preparaba para dibujarlo distinto a los otros puntos que jalonaban los párrafos anteriores. Un punto final es como una fanfarria, una guirnalda, el barquillo del helado.
El domingo pasado asistí a la representación de “Follies” en el Teatro Español. Me llevé una agradable sorpresa cuando vi aparecer en el escenario a su director, Mario Gas, que esa tarde interpretaba un personaje de la obra, Dimitri Weissmann. Adoro a Gas. Como normalmente es otro actor quien representa al señor Weissmann, presentí que aquella aparición no era casual, máxime cuando ya se sabía que la nueva corporación consistorial iba a prescindir de él al frente del buque insignia de los teatros municipales. Efectivamente, Weissmann-Gas daba carpetazo a una etapa de candilejas esplendorosas; sus diálogos lo remachaban y los espectadores aplaudíamos no exentos de complicidad.
Mi lápiz, esta vez imaginario, volvió a emocionarse atisbando el punto y final a la que, para mí, ha sido la mejor etapa del Teatro Español. Una programación interesante, arriesgada a veces; unos montajes sin carcoma ni olor a naftalina; un compromiso con la cultura de veras y, lo que no es menos importante, la demostración de que el teatro público no tiene por qué ser cutre, populachero  o vacío.
El punto final de Mario Gas es rotundo, elegante y de precisa grafía. Traza una línea clara sobre lo que, como ciudadana, pido a los políticos y gestores: no jueguen con la cultura.

NOTA: Y mi lápiz iba apuntando las palabras que me decía mi abuelo: “escribe claro, Pinoccio”.

5 de marzo de 2012

Dalla



Descubrí a Lucio Dalla a través de sus discos y no fue hasta el verano de 2008 cuando, por fin, pude verlo en directo.  Encima del escenario, cruzándolo micrófono en mano o bien sentado al piano, me di cuenta de que los seres como él no mueren nunca.
Y mientras escribo estas torpes líneas, en mi mac se escucha ..."leggiamo i giornali con dentro la novità, parliamo di debiti, mutui di soldi, rifuiti e pracarietà. Noi siemo i re della cività..." (*)

(*) Broadway, 2009.


17 de marzo de 2011

Aldecoa, Josefina


Adoptó el apellido de su marido y no lo empañó ni comerció con él. Al contrario, lo dotó de luz y cualidades propias, impregnándolo de la naturalidad con la que hablaba de su profesión-pasión: la enseñanza. De esta faceta yo resaltaría lo que la oí decir una vez:  "no queremos (en el colegio que dirigía) que los niños sean los mejores, sino poder sacar lo mejor de cada niño".
¡Cuántos problemas nos evitaríamos si hubiera mucha gente que pensara así!


9 de julio de 2010

Nueve del siete

Ella madrugó mucho más que otros días. Al abrir los ojos, lo primero que sintió fue vértigo y agobio ante la jornada que la esperaba. Iba a estar expuesta a todos sin contemplaciones de ningún tipo y se imaginaba saltando al vacío sin red. Hubiera preferido en ese momento no ser la protagonista o, mejor, aparecer en mitad de todo, como ocurre con muchos personajes principales en las viejas películas americanas. Sí, eso mismo, llegar de la mano de su pareja y soltar de sopetón un “aquí estamos y os presento a...”, como la audaz Joanna de “Adivina quién viene esta noche”. Pero la realidad era otra y, al fin y al cabo, ella lo había querido así. Además, el premio no sería otro que lo que más deseaba del mundo: empezar una nueva etapa con su amor.

Hoy también ha madrugado y lo primero que ha sentido es alegría por reconocer en la almohada al mismo rostro que la acompaña desde ese nueve de julio de hace veintidós años. Solamente por eso, la vida merece la pena.

Felicidades, cariño. Esto es para ti.






15 de marzo de 2010

Delibes y el Derecho Mercantil



Hablar de Miguel Delibes, a tres días de su fallecimiento, puede resultar reiterativo. Poca gente debe de quedar sin haber expresado su opinión sobre la vida y la obra de tan insigne narrador. No es mi intención, por tanto, aportar nada inédito, sino tan solo hablar de un episodio que me llamó la atención cuando supe de él: hace años leí que Delibes se había aproximado a la literatura a través de un manual de Derecho Mercantil del profesor Garrigues. Parece que le impactó la precisión de su lenguaje y el uso de los adjetivos. Esta noticia siempre me resultó curiosa, porque normalmente se llega  la escritura creativa por caminos menos técnicos. Ahora bien, cada Saulo acomete su propio camino de Damasco y se cae del caballo como las circunstancias le permiten.

¿Quiere esto decir que, sin Garrigues, no hubiéramos tenido al Delibes prosista? Me inclino a pensar que habría escrito en cualquier caso y que las lecciones mercantilistas no fueron más que el detonante de su actitud, capacidad y talento expresivo. Por eso, la referida anécdota puede que no sea más que un hecho insignificante en su carrera, aunque a mí me parece que no es fácil que un escritor reconozca una influencia aparentemente extraña al mundo creativo. Por tanto, que él lo hiciera señala una honradez intelectual  incuestionable, lo que lo engrandece y nos da pistas sobre su personalidad.

Por otro lado, me habría gustado saber qué le suscitó a don Joaquín conocer que, tal vez sin proponérselo, se encontraba entre las musas y que algún estudiante escudriñaba sus libros, no tan sólo para aprobar la asignatura, sino con la curiosidad de quien en ese momento se prenda de las palabras escritas.  Por eso lo importante es ir sembrando y que luego la magia opere el resto.