Tengo entendido que algunos cosmonautas, en sus misiones, se han llevado arañas para observar su comportamiento. Parece que la falta de gravedad las lleva a tejer unas telas sin pies ni cabeza, muy alejadas de la estructura geométrica a que nos tienen acostumbrados aquí en la Tierra. Vamos, como si la abuela hubiese tomado algo raro y llenara la labor de puntos sueltos y enloquecidos dibujos. Cualquiera de mis yayas habría quedado muy poco satisfecha del resultado de su trabajo y, a decir verdad, me las imagino deshaciendo el paño, el cojín o lo que tuvieran entre manos, hasta que la hazaña saliera de su gusto. Pues lo mismo les ocurre a esos artrópodos, porque al cabo de los días empiezan a acostumbrarse a su nuevo hábitat y vuelven a entrelazar sus hilos a la manera clásica. Pero, hasta que se acostumbran, ríanse del ácido lisérgico.
Hay personas que viven como arañas, desplegando redes donde los demás puedan caer y con el único propósito de engullírselos, es decir, de que desaparezcan. Trenzan sus tramas a base de sutileza y disimulo. Atraen a la víctima con artificio y astucia, casi siempre valiéndose de algo que pueda cautivar al futuro mártir, que la mayoría de las veces no se percata de su infeliz destino. ¿Quién no se ha topado alguna vez con una araña humana? Por eso se me ocurre que, a lo mejor, cambiándoles el sentido de la orientación, hilarían trampas defectuosas y podríamos escaparnos por los agujeros. Resumiendo, contra la manipulación, jugar al despiste. Con un poco de suerte, esas personas se pierden en su propia confusión.
Nota: A la memoria de Louise Bourgeois, cuyas arañas no pican, pero hacen pensar.