“El lucero del alba no es una estrella”, me contaba mi
abuelo, pero yo me pegaba al aire para vislumbrarlo cada mañana mientras duró
aquella extraña convalecencia de mi madre que hizo que, un lunes de mayo, me
viera de pronto en un paisaje de salinas y arena, conviviendo con gaviotas y
con todo el tiempo libre de obligaciones. No tenía que ir al colegio y las
tareas que me impusieron las profesoras no me llevarían más de cinco o siete
días para completarlas, pues yo era una alumna despierta, aplicada, a la que le
gustaba estudiar. Ninguna asignatura se me resistía de momento.
Así que mis ojos se abrían a la nueva realidad que
suponía tener una madre tan delicada que, para restablecerse, tenía que estar
lejos de mí. Presentí desde el primer minuto que no volvería a verla y que me
quedaría allí, con mis abuelos, toda la vida. No me importaba sacrificarme, con
tal de salvarla a ella, y así se lo pedía a Jesús en mis rezos nocturnos.
Madrugaba para ver la estrella que no es tal, como
ahora hago mientras recojo mis bártulos y los clasifico cuidadosamente en cajas
que carecen de destino, que no volverán a abrirse, que morirán plácidamente y
sin dolor, que acabarán en el paraíso de los inocentes y quién sabe si, dentro
de unos años, en algún contenedor de residuos.
Si fuera valiente de veras no empaquetaría nada,
dejaría que mis enseres integraran el esqueleto de esta ballena varada que será
mi casa a partir de ahora. Decidí suspender el tratamiento porque se me hizo la
luz y comprendí que no resucitaría si continuaba intoxicándome. “Tendrás un retroceso”, me dijo el médico
con tono amenazante, “pero veré por fin
el Sol”, le contesté fijándome en el gesto que hizo con su cabeza, a medio
camino entre el rechazo y la sorpresa.
Hago un alto en el camino para mirar tras los
cristales. El cielo anuncia lluvia y me doy cuenta de que los momentos
importantes de mi existencia han ido acompañados de agua, elemento con el que
me siento hermanada. Diríase que me remonto al líquido amniótico de mi
incipiente vida, donde todo era placer, el tiempo no existía, nada era ruido,
todo fueron calor y mimos en un ensueño celeste que me mantuvo a salvo de los
chirridos exteriores.
"Yaya, enséñame a hacer pan". "Yo no sé hacer pan, cariño, pero puedo cocinarte todo lo demás y, si quieres, te guío para que hagas un gazpacho".
Comíamos en el jardín los nutritivos manjares con que
mis mayores cuidaban mi crecimiento. Bajo la mesa y a hurtadillas, yo
dispensaba pedacitos de fruta a los gatos del vecino que, maleducados y
arrogantes, se instalaban en la casa de mis abuelos todos los días del año,
desde la hora del desayuno a la de la siesta. Eran tres mininos atigrados con antifaz negro, a buen seguro hermanos,
que recorrían la parcela como los reyes del mambo y, con su actitud, dejaban claro que eran ellos quienes nos
hacían el favor de ser visitarnos.
Comienza a llover y lo hace con fuerza. Las gotas
golpean los cristales. “Quieren entrar”, me digo a mí misma, pero hoy no es día
de audiencia, dejo las ventanas cerradas y sigo embalando libros, cuadernos,
discos, cuadros, fotografías… memoria viva de acuerdos y desacuerdos que
encierran en sí mismos un resumen de lo que he ido siendo desde que me nacieron.
Suena el teléfono y corro a cogerlo. No sé por qué me
apresuro, pues ya nada es urgente para mí y,
como en el fondo todos medimos la vida con nuestra propia vara, tiendo a
pensar que lo que no me importa tampoco le afecta a nadie. Mi interlocutor es
un viejo amigo que me invita al teatro y acepto porque es de esas obras sobre
las que no hay telón que baje y oculte
el escenario: todo a la vista, como es actualmente mi vida. Los cortinones
subrayan el final de la escena, son la frontera entre el pasado y el presente,
únicos tiempos permitidos por la Academia de la dramaturgia. Y como la vida es
puro teatro y a veces opereta, pronto germinó en todos nosotros la semilla
puesta por los racionalistas a favor del carpe
diem y eso de vivir el momento. Mas yo me libero y tengo mi mente ocupada
con el futuro que imagino como el río que nos trae y lleva, aquel cuyas aguas
no son nunca las mismas, pues el movimiento continuo no sabe de pretéritos ni
de ahoras.
Tengo por delante toda la vida, aunque los galenos contemplen mi final,
pues se vive cuando las cosas cambian, se vuelven distintas y sabemos apreciar
la diferencia. Me queda disfrutar de un tiempo sin deberes, como aquella
temporada que pasé con los padres de mi padre. El mes que viene todo será luz y
alegría, pues habré escuchado la trompeta que me autoriza a hacer mi santa
voluntad. Soy como la vela cuya llama va creciendo a medida que disminuye la
cera que la sostiene. Sé que me apagaré, pero
tomo mi agonía como el regalo de estar consciente, ya que abomino de las
recetas que te imponen paraísos tramposos para evitar que mires de frente y
abras tus sentidos al anuncio de la verdad.
Hasta el momento he vivido casi setenta años. He
tenido hijos, nietos, dos maridos y un hijastro. En Alemania estudié
astrofísica, carrera que jamás ejercí, pero que volvería a iniciar, sin
dudarlo, cada vez que renaciera. Además, trabajé mucho para mi familia haciendo
esas cosas que nadie considera, pero que todos echan en falta cuando no las
haces. En fin, una biografía corriente en unos tiempos vulgares repletos de
estándares y uniformados pensamientos. Ahora me identifico con aquella niña que
fui, que jugaba aparentemente ajena a cuanto la rodeaba, pero que, en realidad,
era sabedora de lo que se cocía en su entorno. No volvería a ver a mi madre, pues su convalecencia no
fue de enfermedad, sino de vida conyugal. Abandonó a mi padre, me abandonó a
mí, se marchó con una maleta pequeña y
sus joyas. Más adelante supe que vivió en México y que yo tenía dos hermanos de
pelo moreno que me mandaron unos zarcillos de esmeraldas y perlas cuando ella murió.
Hoy la respeto. Jamás justifiqué lo que hizo ni fui
clemente, pues no hay juez más severo que un hijo herido y, como sé que el
sufrir pasa, pero el haber sufrido no pasa nunca, he sido siempre indulgente
con mis vástagos, a los que he tratado no con amor de madre, sino con el amor
verdadero de los soles y las estrellas, que nos alumbran aun sabiendo que ni
siquiera los miramos. Tampoco me dio tiempo a comprenderla, porque poco a poco
fue desapareciendo su impronta, a base de referirse a ella nombrándola por su
nombre de pila. Se me olvidó que Regina era mi madre y que seguramente pensaba
en mí de vez en cuando.
Dentro de pocas semanas parto a Suiza, a un centro de
reposo donde cuidarán y mantendrán la luz de mis ojos hasta que la bilis suba y
el corazón se calle. Me hace ilusión
resucitar en la tierra de Guillermo Tell, pues
conmigo morirán enfermedades, defectos, problemas, dificultades diarias y los borrones que a veces eché al escribir mi trayectoria. Siempre he estado dispuesta a
transformarme, aprendiendo a vivir con la piel que en cada momento fui mudando:
tersa y suave o con arrugas y manchas.
Me desato de fármacos, pautas y protocolos que me
aplican sin haber pedido yo nunca. Me libero de pensar en la muerte porque ya
no le tengo miedo; sé que llegó y, por
eso mismo, ya es pasado. He visto cómo el sol de medianoche alumbra mi camino
hacia la eternidad, esa en la que atisbo a mi abuela horneando el pan que por
fin habrá aprendido a hacer. En esa
eternidad Venus será estrella, si yo
así lo decido, y quizá vea a mi madre y
hagamos las paces. En esa inmortalidad estaré frente al Sol sin quemarme.
NOTA: La fotografía fue tomada en Vannes, el 8 de agosto de 2015 ("Los dones llegan si miras bien")