Hace días leí en un diario que algunos judíos integristas de Israel se
graduaban mal las gafas para ver borrosas las imágenes de las féminas que, en aquel
país mediterráneo, pasean luciendo piernas, brazos y escote. De esta forma
ponen una barrera a la tentación, no provocan la ira furibunda del dios del
Sinaí y se aseguran un lugar en el reino de los justos, cuando dejen de ser
mortales.
Aunque la noticia no deja de tener su miga y se presta a incontables
comentarios y chistes, lo cierto es que yo prefiero que se repriman ellos, en
vez de que salgan a la calle reprimiéndolas a ellas.
Tal vez la moraleja estribe en que lo sucio suele estar en nuestros
ojos, no en lo que aparece ante los mismos. Si otros hombres hubieran optado
por convertirse en topos miopes, seguramente que Malala no estaría pasando su
calvario, ni nadie hubiera hecho creer a la comunidad que una niña
prácticamente analfabeta había quemado adrede un libro sagrado, ni tampoco se
habría dictado, por estos pagos españoles, aquella sentencia de la minifalda.
Cuando las razones y los valores parecen irreconciliables, tal vez lo
más honorable sea nublarse la vista y no entrar en confrontación. Quienes padecen de miopía mental pueden dejar
de sufrir (y hacer sufrir) calándose unas lentes cegadoras.