De todos los números, el que de niña más me costó trazar bien fue el ocho. Me recuerdo afanosa, intentando hacerlo perfecto y a ser posible rápidamente. Para mí, limitarse a poner un círculo encima del otro, como hacían otros para facilitarse la tarea, no era de recibo, era trampa, un muñeco de nieve en lugar de ese número exótico que, según la canción infantil, eran las gafas de un tal don Ramón.
El arcano ocho es la Justicia, lo mental, lo racional, la equidad, también el aire que la roza y alivia del peso que soportan los platillos de su balanza. Representa el equilibrio universal y cósmico, algo así como un derecho u orden natural anterior a los humanos, los mismos que inventaron la idea de ‘lo justo’ para irla adecuando a sus no pocos vaivenes veleidosos.
Allá por el siglo XVI, la Escuela de Salamanca puso fin a los conceptos medievales del derecho, formulando la primera reivindicación de la libertad, algo inusitado para el mundo de entonces, así como estableciendo que, si todas las personas comparten la misma naturaleza, también comparten los mismos derechos. Tales derechos naturales podían referirse a lo más tangible y corpóreo, como el derecho a la vida o a la propiedad, o bien a cuestiones más abstractas, como la igualdad o la libertad.
El citado caldo de cultivo sirvió para que los representantes de esa corriente de pensamiento manifestaran sin ambages que existe el deber de actuar con justicia y que dicha obligación procede de la ley natural, que está muy por encima de las leyes humanas. Con ellos se desarrolló el llamado derecho de gentes, que no era más ni menos que el antecedente del derecho internacional, así como el reconocimiento de los derechos humanos no solo a quienes residían en Europa, sino también a los habitantes nacidos en territorios ultramarinos.
La Escuela de Salamanca formuló por vez primera el principio de separación de potestades, de tal forma que el ámbito civil y el espiritual no debían mezclarse. Eso de ser rey o caudillo por la gracia de Dios fue para estos juristas, filósofos y teólogos una idea desechable, sin base alguna. Es más, incluso propugnaban que el poder del gobernante debía limitarse. En este sentido, Luis de Molina, en su obra De Iustitia et Iure, señaló que el poder no reside en quien ostenta la corona o el cetro, sino en la ciudadanía, adelantándose con ello a los postulados del Siglo de las Luces, mal que les pese a algunos de mis ilustres compañeros de piso.
— Ejem, ejem, ejem. Mucha Escuela de Salamanca y mucho derecho de gentes, pero el género humano está llevando al desastre todo cuanto toca. Y esto no es nuevo, pues ya durante mi encarcelamiento en La Bastilla pude constatar que estamos en permanente involución.
Quien se asoma a la puerta es un Voltaire algo tristón porque lleva varios meses sin ver a Raffaella Carrá, que anda haciendo bolos por varias galaxias. Le invito a sentarse a mi lado y le extiendo mi mano para que la coja entre las suyas; cuánto cariño nos hemos cogido, a pesar de mis ‘devaneos rusonianos’, como a él le gusta decir.
— Las tiene usted frías, Antoine, más frías que de costumbre. Debería escribir con mitones.
— ¿Y cómo no voy a tener las extremidades frías, si el bueno de Montesquieu anda en huelga de hambre? Lo raro sería que anduviéramos tan panchos.
Ya me he acostumbrado a que los fantasmas que me acompañan usen frases como si fueran aún de carne y hueso, pues si bien es cierto que algunos comen, beben y hasta le dan al rapé, hacerlo o dejar de hacerlo no redunda en una salud que dejó de ser importante para ellos el día que cerraron los ojos de su cuerpo material.
— Madame, Carlos Luis no solo ha dejado de robarle a usted las alcachofas y los tomates, sino que ha pedido a Eolo que libere a los vientos, los mezcle y den al traste con el mundo actual, empezando por el país de usted, que lo tiene muy enfadado.
Noto que, mientras Voltaire me cuenta esto, lanza la mirada hacia el infinito y asiente como si alguna presencia le estuviera hablando.
— También nos gustaría decir que quienes tenemos espíritu ilustrado y gracias a nuestra omnipresencia, sabemos que, desde hace más de un siglo, lo que ustedes llaman democracia es una mona vestida de seda, un engendro maloliente capaz de parir regímenes absolutos y dictaduras con carita de bondad gracias a la manipulación que se hace de la historia, la descatalogación de libros y la poca vergüenza de quienes quieren mantenerse en el poder a toda costa, tergiversando hechos y negando la memoria de los demás.
— A mí también me preocupan esas cosas, Antoine. Me preocupa mucho que, bajo la apariencia de libertad, quien dice lo que piensa es pronto descalificado y señalado. Los cadalsos actuales se llaman redes sociales, programas de radio o televisión y chiringuitos periodísticos subvencionados que hacen ver lo que no existe y ocultan la realidad.
Me acerco a Montesquieu con una caja de bombones, como quien no quiere la cosa, y trato de escuchar sus quejas por el horrible corte de pelo que le están haciendo a la separación de poderes en el país que habito. También en otros lares, pero el señor de Brède le ha cogido cariño a España y le duele, como dolió a los del 98 y a tantos otros. Me alerta sobre el desastre que supone para los pueblos tener una justicia cautiva, esclava del poder ejecutivo como en su día estuvo en la Alemania nacionalsocialista o en la URSS, o como ahora sucede en los regímenes teocráticos, donde todo se mezcla, donde ya no llegan los ecos de la Escuela de Salamanca, por ejemplo. También me dice que un poder legislativo títere y maniatado por el gobierno denota que la soberanía popular que dicho poder representaba ha sido asesinada.
Trato de calmarlo hablándole de un ave prehistórica que se creía extinguida y ha vuelto a corretear libre, salvaje y protegida por las laderas de Nueva Zelanda.
— Mire, monsieur Montesquieu, el takahē fue oficialmente declarado extinto en 1898, a causa de que los colonos europeos se establecían con animales de compañía depredadores, como gatos, hurones o zarigüeyas. Estos, al ver unos pájaros redondeados, inofensivos y de bello plumaje azul, se los zampaban, diezmando así la población de takahēs, que ya era escasa. En 1948 redescubrieron que no se habían extinguido y ahora ya hay cerca de 500 ejemplares. Lo mismo puede suceder con el espíritu de las leyes. Algunos lo están devorando, pero mientras usted, querido amigo, habite fuerte en el corazón de otros, habrá esperanza de resistencia e insumisión.
Todo habla, todo suena, hasta las fisuras de la corteza terrestre cuando se presiona o se tensa. Dice el geólogo Matej Pec que si escucháramos a las rocas, nos daríamos cuenta de que cantan en tonos cada vez más altos a medida que están más profundas. Y yo me pregunto ¿cuánto de profundo ha de ser todavía el dolor de Montesquieu para que se escuche a las gentes que ya no hablan?
Por cierto, en estos tiempos convulsos que vivimos, me despido deseando paz a todos, shalom aleijem.
NOTAS:
- Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo, noticias de estos tiempos y de otros”, dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado el 22 de octubre de 2023.
- Fotografía ©️Amparo Quintana. “El cristal”, de Manolo Quejido. Exposición del MNCARS en el Palacio de Velázquez (El Retiro, Madrid), 15-4-2023.
- Música para acompañar: “Habla, pueblo, habla”, de Vino Tinto.