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4 de septiembre de 2020

La vida debe continuar (constant craving)

 


Poco a poco van abriendo los teatros y las salas cinematográficas. Algunas personas, como supervivientes de un naufragio, nos acercamos con ilusión, conjurando miedos, tristezas y los malos augurios que vaticinan que 2020 terminará como empezó, es decir, lleno de virus, mascarillas y gente enferma. 

Hace días estuve en los Teatros del Canal viendo la última obra del Colectivo Armadillo. Bajo el título de “Todas las cosas del mundo”, los actores desgranan la vida misma desde sus albores, el nacimiento de las palabras y esa identidad universal que todos llevamos impresa en nuestro ADN, pues el delfín es también el hidrógeno que expulsa al respirar, la muralla alberga al obrero que ayudó a construirla y cuando en Astorga un bailarín folclórico levanta la pierna en mitad de la plaza, en Adelaida una niña quizá esté a punto de levantarse para ir al colegio. Ninguna estrella nos es ajena, del mismo modo que ninguna de nuestras acciones quedan borradas del todo por muchos años que transcurran. Siempre hay algo que ayuda a aflorar recuerdos, como en esos cuadros cuyos lienzos han sido aprovechados varias veces para pintar distintas cosas y, con el tiempo, se trasluce un ojo en mitad de un camino o una bandurria entre el cielo de un atardecer. 

Por eso hoy me siento un poco la viga quemada de la catedral de Nantes, testigo mudo de un fuego capaz de transformar la realidad en cuestión de  pocas horas. Y esto, que el mundo sea capaz de ponerse patas arriba de un día para otro, es lo que al parecer no hemos asumido como humanos, a pesar de que la Historia está repleta de claros ejemplos. 

Cuando bajamos de los árboles y aprendimos a caminar erguidos, a manipular la piedra y los metales, a crear sistemas de creencias, a idear utopías o a fabricar naves, quizá no fuimos conscientes de que cuanto íbamos perdiendo en favor de nuestras conquistas y nuestra evolución no se destruía del todo, porque la energía y la materia solo se transforman. Así pues, aunque en el aquí y ahora seamos incapaces de concebir toda la acumulación de experiencias que nos han colocado en el siglo XXI, nuestras entrañas nos dicen que el éter está plagado de los eslabones que componen la infinita cadena que conforma la vida, desde el caldo pimigenio de Oparin hasta el último bebé nacido en este mismo momento. 

He leído la entrevista que le han hecho recientemente a un tataranieto de la emperatriz Sissi que, como todos ustedes saben, es mi amiga. Se trata de Leopoldo Altenburg, un actor que, entre otras cosas, colabora con una red internacional de payasos que ha llevado la sonrisa y la esperanza a cientos de personas durante los meses más duros de la pandemia por COVID-19. Parece que solo ha usado una vez su parentesco para conseguir dos entradas del musical que, sobre su famosa tatarabuela, se hizo en el país del vals. A él siempre le ha gustado el anonimato, pero ahora no lo dejan ni a sol ni a sombra porque alguna productora quiere hacer una serie sobre los Habsburgo actuales y necesitan documentarse. 

Le enseño a Sissi esa entrevista y, lejos de espantarla, parece que le agrada mucho que en la ya fantasmal corte vienesa solo quede un príncipe que también es bufón. Ella, que alentó algunos movimientos revolucionarios del siglo diecinueve y que fue consciente en aquellos convulsos años de que, en cuestión de reyes y reinas, los más estables son los de la baraja de naipes, dice que hablará con su descendiente para que en esa serie no la saquen como una flor alpina meliflua y sin color, sino que se atrevan a hablar de su anorexia producida por la sinrazón de un matrimonio que a ella le impusieron, de su amante húngaro, de su adusta tía-suegra que le arrebató a su hijo Rodolfo para aniquilarle la niñez y abocarlo a un suicidio en un valle del Danubio, lo que para Sissi, según me dice, fue de lo más doloroso que le tocó vivir. 

— Mire, frau Quintana, lo que sucede con las monarquías es que, por un lado repelen y por otro atraen mucho. Son vestigios que recuerdan el mundo que fue y ya no volverá a ser. Usted que lee tanto a Zweig, según he podido apreciar en su biblioteca y en los rimeros de libros que tiene sobre ese arcón, entenderá bien que la Historia cambia no cuando desaparecen las personas y las castas sociales que la conforman en un momento determinado, sino cuando los valores que las sustentan se esfuman. Abres un día la ventana y el paisaje ha cambiado. Cuando Luigi Lucheni atentó contra mi vida, no era a mí a quien mataba, de hecho yo no entraba en sus planes. Quiso la desgracia que la prensa se hiciera eco de que estaba pasando una días en Ginebra y, a falta del noble tras el que ese italiano iba para cazarlo, me tuvo a mí más a mano. Necesitaba una presa que simbolizara un sistema para él caduco y opresor. 

— Faltaban pocos años para el desvanecimiento del imperio — le digo a Sissi. 

— Y para el nacimiento de otra Europa — me contesta. Lo malo es que nada nace sin dolor; hasta una brizna de hierba hiere la tierra que la cobija. Por eso compadezco Felipe VI, porque le toca ser diana de unos dardos que, en realidad, no van contra él. 

Para Elisabeth de Baviera, que es en realidad como quiere que la llamen, los movimientos sociales van y vienen, como las modas, por eso es inútil abrazarse a uno ciegamente, pues cada vez cambia todo más deprisa. 

La Alemania surgida tras la II Guerra Mundial barrió de su parlamento tanto al partido nacional socialista como al comunista. Asimismo, cualquiera que haya viajado tras la caída del Muro de Berlín por los países que en su día conformaron el Pacto de Varsovia, habrá visto que en ningún lugar conservan las estatuas de Lenin, Stalin y otros próceres que antaño jalonaban calles y avenidas. Tampoco placas o inscripciones que recuerden ese pasado tejido tras el Telón de Acero. Los dirigentes que sucedieron a los de antaño quisieron barrer todos los vestigios que consideraban incompatibles con la nueva era que se proponían establecer. Sin embargo, las aguas del río siempre buscan el cauce y los ideales políticos su momento propicio. 

En 1982 se fundó en el Estado de Renania el Partido Marxista Leninista de Alemania, que sigue postulando la dictadura del proletariado y que se encuentra bajo vigilancia permanente de la Oficina de Protección de la Constitución por su “orientación maoísta estalinista” y su incompatibilidad con la Carta Magna germana. Este partido minúsculo, que apenas consiguió 2000 votos en las últimas elecciones, ha obtenido recientemente una victoria política y jurídica que ha puesto en alerta a las autoridades. Tras una larga batalla judicial, los tribunales autorizan a esta formación a erigir una estatua de Lenin de más de dos metros de altura ante su sede.

Esto puede extrapolarse a cualquier otro país, con cualquier otro pasado, pero con unos dirigentes parecidos que, a fuerza de imponer una realidad, olvidan que nada es exacto y que, cuando menos lo esperas, mamá Historia nos pega un susto. 

Por lo demás, el verano continúa tranquilo, asistiendo al descubrimiento de un nuevo estado de la materia (el condensado de Bose-Einstein) y un nuevo insecto de aspecto tan excéntrico que los científicos le han puesto el nombre de Kaikaia gaga, en honor a la cantante de pintorescos trajes. 

Y es que la vida, como el show, debe continuar. 


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado en agosto de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí 

Fotografía ©️Amparo Quintana. Madrid, 20 de julio de 2020