Parece que en la naturaleza de las personas habita el deseo de crear vida a partir de elementos inanimados, pues son tantos los mitos y leyendas basados en esto, que se diría fuese nuestra máxima aspiración. La materia más extendida para llevar a cabo ese momento creativo suele ser el barro: desde que Dios lo utilizó para que naciera Adán, en cualquier latitud surge alguien que convierte un trozo de arcilla en un ser más o menos autónomo y, desde luego, siempre imperfecto. Ahí está el Golem de Praga, sin ir más lejos...
Otro tanto cabe decir de Frankenstein. En este caso, la criatura procede indirectamente de la tierra, pues ya sabemos que su cuerpo lo componen fragmentos muertos de seres humanos. Mas la idea es la misma: insuflar vida donde antes no la había y con un fin que trasciende la propia naturaleza de su hacedor. Se diría que éste busca perfeccionar algo, progresar, emular a los dioses, doblegar la naturaleza, o simplemente valerse de algo capaz de llevar a cabo lo que él no puede o no se atreve. Lástima que, en todos los casos que conozco, los creadores no contaron con la capacidad que tenían sus hijos de rebelarse y, por tanto, no previeron las consecuencias de su inspiración.