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11 de febrero de 2022

Raffaella o el optimismo de cada día



El pensamiento optimista es aquel que nos invita a vislumbrar la primavera cuando son las cinco de la mañana y fuera está cayendo una invernal helada. El pensamiento optimista no es aquel que ve el vaso medio lleno, sino el que, sabiendo que falta líquido, se pone a pensar sobre las posibles cosas que pueden hacerse con el agua que queda. El pensamiento optimista es, en definitiva, un pensamiento realista y activo. Por eso cada vez me gustan menos los pesimistas, porque solo se quejan, solo anuncian catástrofes o nos advierten de peligros, pero no actúan (seguramente para que la realidad no estropee sus vaticinios). 


Traigo esto a colación porque la junta escolar del condado de McMinn, en  Tennessee, ha prohibido que los alumnos accedan a la novela gráfica “Maus”, que como casi todo el mundo sabe es una obra que denuncia el genocidio judío y el nazismo de una forma tan magistral que fue premiada con el Premio Pulitzer  en 1992, siendo así el primer cómic que se alzaba con tan preciado galardón. Los integrantes de esa junta rectora ven peligroso que haya viñetas con mujeres desnudas y, sobre todo, porque "les parece” que el ilustrador también ha sido dibujante de la revista Playboy. El 27 de enero se ha celebrado en todo el mundo el Día del Recuerdo del Holocausto y Edith Bruck, superviviente de Auschwitz, tuvo una audiencia con el papa Francisco. Las cámaras recogieron el sentido abrazo de ambos. Al ver la foto que ha salido en prensa y sabiendo que ella fue llevada al campo de concentración cuando era una niña y que sus padres murieron allí, he imaginado a su madre desnuda en alguna de las cámaras de gas que con tanta frecuencia usaron los nazis y doblemente desnuda en las carretillas con que llevaban los cuerpos a los crematorios. ¿Puede alguien atisbar alguna coincidencia con el Playboy en ello?  Supongo que, entre bourbon y bourbon, la junta escolar del condado de McMinn quizá pretende evitar que alguien escriba y dibuje otra novela ilustrada basada en su memoria pasada, la de ese sur en la que algunos blancos vestidos con capirotes sembraron el terror entre los habitantes de piel más oscura. Hablamos de esa triple ka violenta, racista y prima hermana del nazismo. 


Si la publicación de “Maus” me pareció optimista porque su autor, Art Spiegelman, daba a conocer la experiencia de su familia, su prohibición en las aulas me resulta de un pesimismo palpable porque entronca con la censura, con esa idea de que nadie es capaz de pensar por sí mismo. Me recuerda a lo que Michel Ofray expone en sus obras filosóficas, es decir, que nada escapa al dominio de la negatividad y que este factor entronca con el odio hacia uno mismo. Un pesimista, por tanto, no se ama. 


Ese pesimismo también se aprecia hoy con eso que llaman “guerra inminente” entre Rusia y buena parte de Occidente por el deseo de invadir Ucrania. Parece como si el conflicto armado fuera la única salida y así nos lo están contando cada  día, como quien relata el final de la liga de baloncesto, con una naturalidad que  me deja la sangre helada. Los de mi generación, aunque no hayamos vivido las guerras mundiales y la de España del siglo XX, en realidad hemos asistido a demasiadas guerras diseminadas por todos los continentes: Vietnam, Israel, Colombia, Libia, Somalia, Iraq, Congo, Chechenia, Yugoslavia… y podemos afirmar que ninguna ha resuelto nada a nivel global, abriendo heridas que supuran de vez en cuando. La guerra es un fracaso para la especie humana. 


Por contra, el optimismo se ha instalado en mi casa últimamente. Una Raffaella Carrà enfundada en un mono luminiscente se coló la otra tarde, atraída por la lamentable lasaña que estaban cocinando un Wagner hambriento y una Sissi siempre inapetente. ¡Qué bronca les echó! Pero la Carrà, muy suya, chascó los dedos y al momento aparecieron los ingredientes correctos. Yo no daba crédito a cuando veía: cazuelas, sartenes y bandejas de horno volando y trabajando solas, bechamel borboteando sin ninguna mano que la removiese, tomates friéndose mientras las verduras y hierbas se picaban a sí mismas silbando melodías napolitanas. En fin, es lo que tiene habitar otros mundos, que te cambia la perspectiva.


Le pregunté a Raffaella que, aparte de enseñarles a guisar a esos dos, por qué se había presentado de repente y ella, con ese movimiento de cuello tan característico, me dijo que, como el Ayuntamiento de Madrid le ha dedicado una plaza en la calle Fuencarral, estaba aquí para verlo y celebrarlo, aprovechando que anda próximo el 14 de febrero. Dice conocer muy bien el barrio que la homenajea y por él se pasea a todas horas. Uno de sus lugares favoritos es la iglesia de San Antón, por la que se acerca a menudo para ayudar en lo que puede. Siente debilidad por los sordos que acuden a confesarse sirviéndose de una tableta, porque, según me dice, a veces hablan y hablan y se olvidan de escribir en ella sus preocupaciones. Ella les lleva la mano para que no pierdan el hilo y puedan comprenderse entre el sacerdote y ellos. 


La llegada de la italiana ha revolucionado a mis fantasmas hasta tal punto que andan ensayando una coreografía, pierna arriba, brazos al frente, para estrenarla en la plaza el día que ordene la Carrà. Bueno, a todos los fantasmas no, porque doña Emilia Pardo Bazán se ha ido al pazo sin entender nada de nada. Se negó a participar, yo creo que por ciertos celillos al ver a sus compañeros centrados en recoger a la italiana y elevarla por el aire dando piruetas. 


— Vaya cuerpo de baile vas a tener — le digo a una Raffaella radiante. 

— Jamás lo hubiera sospechado cuando habitaba en la Tierra. Ninguna pitonisa me lo aventuró ¡¡y mira que me gustaban todas las mancias!! 


Mientras ellos mueven las caderas y cantan que les explota el corazón, me entero de que en el metaverso, del que he hablado en algunas ocasiones, podemos comprar ropa de lujo para nuestros avatares. Las mejores y más caras marcas a este lado del mundo ya ofrecen sus creaciones para que en la realidad virtual podamos lucir de Gucci, Dior, Chanel o lo que queramos, eso sí, previo desembolso del monedero digital.


Me da la impresión de que los artífices de este metaverso de cartón piedra no son tan creativos ni audaces como ellos creen y que están reproduciendo allí las mismas flaquezas de aquí. Puestos a pedir, yo me pondría las gafas mágicas de la evasión, esas que te dan acceso a la realidad virtual, si pudiera hacer la revolución silenciosa, hablar con los monos, ser astronauta, cantar ópera o graduarme en lenguas semíticas estudiando solo un mes, pero mirar escaparates y probarme los mismos modelos que encuentro en cualquier acera, la verdad es que no solo no me subyuga, sino que me reafirma en la idea que ya he manifestado tantas veces desde aquí: nuestra matrix es consumista, infantil, corta de inteligencia y esclavizadora, capaz de mantener a la humanidad en ese nihilismo pesimista que la deshumaniza. 


Y a propósito, China amenaza con no estrenar en su territorio la última secuela de “Matrix” porque Keanu Reaves ha hablado a favor de la causa tibetana. Exigen que el actor se retracte, cuando para mí lo normal sería que fueran ellos quienes devolvieran el Tíbet a sus gentes y que los monjes regresaran del exilio para ver de nuevo el cielo de su país. 


Parece que el gobierno chino también milita en el pensamiento pesimista. ¡Viva el Tíbet y viva Ucrania!



NOTAS: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado el 1 de febrero de 2022, correspondiente a este mismo mes y que puede escucharse aquí https://www.ivoox.com/optimismo-a-ritmo-raffaella-carra-mamas-mamas-audios-mp3_rf_82167090_1.html


Música para acompañar: “El cielo del Tíbet”, de  Mara Elvia Gutierrez Gutierrez, interpretada por  Ana Cirré. 


Fotografía ©️Amparo Quintana. Objetos tibetanos. Madrid, febrero de 2022.

3 de enero de 2021

Por una lógica cuántica o los silogismos del Universo

 



“Aquí estoy flotando alrededor de mi lata

muy por encima de la luna. 

El planeta Tierra es azul” 

(David Bowie - Space Oddity) 



Cuando hablamos de la Edad del Hierro o del Bronce e, incluso, del Siglo de Oro, nos referimos al hilo conductor que encadena los millones de chispas y partículas que conforman una parte de la Historia, una determinada época. El método científico es dado a definir, etiquetar y clasificar y, como desde hace siglos se intenta aplicar esta metodología prácticamente a todo, resulta que los seres humanos nos sentimos huérfanos cuando nos levantamos un día sin un rótulo que echarnos a la boca. El “yo Jane, tú Tarzán” de aquellas películas interpretadas por Johnny Weissmüller se me antojó siempre el epítome del cartesianismo más ortodoxo, como si todo se redujera a eso, a aplicar la lógica a lo que de por sí no es lógico ni puede serlo. Una relación entre Jane y Tarzán escapa de las leyes de la razón y, sin embargo, nuestros corazones han sabido siempre que dos y dos pueden ser tres si aplicamos otro tipo de pensamiento. De la misma manera que hoy somos capaces de hablar de física cuántica sin que nos llamen ignorantes, abogo desde ya mismo por ser valientes y profundizar en las raíces de otra lógica, la lógica cuántica o lógica a saltos, que viene a ser lo mismo. 


Franco Vazza y Alberto Feletti, de la La Universidad de Verona se han centrado en el estudio comparado de dos de los sistemas más complejos de la naturaleza: la red cósmica de galaxias y la red de células neuronales del cerebro humano y han llegado a la conclusión de que ambas tienen muchas similitudes tanto morfológicas como funcionales. Estos investigadores, astrofísico uno y neurocirujano el otro, han dado con la clave de la Ley de la Correspondencia del Kybalión, es decir, que "como es arriba, es abajo y  como es adentro, es afuera”. 


Leí tan apasionante noticia la misma semana que me topé con otra también preciosa para estos mundos paralelos. Resulta que un equipo de investigación de la Universidad John Moores de Liverpool ha descubierto una galaxia fósil escondida en las profundidades de la Vía Láctea. Parece que podría haber chocado hace 10.000 millones de años, cuando nuestra galaxia aún estaba en su infancia. Los astrónomos la han llamado Heracles, en honor al héroe griego cuya nodriza y madrastra, Hera, derramó su leche formando ese camino de estrellas donde se esconde la Tierra. 


Los astros que originalmente pertenecían a Heracles representan aproximadamente un tercio de la masa que tiene el halo de la Vía Láctea actualmente, lo que significa que esa antigua colisión debió de ser muy grande e importante, por lo que podemos concluir que nuestros orígenes como galaxia han sido muy moviditos. No es de extrañar que tengamos el mundo tan revuelto y nuestras mentes tan agitadas.  


Siguiendo con paralelismos, estos días también hemos tenido al hijo pródigo  cerca, pues un cohete usado en una misión espacial de 1966 se ha acercado a la órbita terrestre. Como los padres del mismo, es decir, la NASA, no esperaban tan inusual visita, durante todo el verano estuvieron temiendo que fuera un asteroide que chocara contra el planeta azul y, a falta de dinosaurios, desapareciera la especie humana. Pero, qué va, genéticamente es terrícola, propaga el aroma de las barras y estrellas que lo parieron y lleva una temporada asomándose al balcón para vislumbrarnos, acercándose y  alejándose el muy vergonzoso. Lo imagino sacando su dedito, señalando hacia Cabo Cañaveral diciendo “mi casa”. Parece que no comporta ninguna amenaza palpable, pero hay un dato que me inquieta, pues ese cohete es el símbolo de la soberbia con que los de nuestra especie contaminamos por tierra, mar y aire. Lanzamos artefactos fuera de órbita y los abandonamos pensando que somos los dueños del Universo, aplicando la lógica academicista de que seguramente se desintegrarán o que acabarán en el jardín del vecino, es decir, en otro astro por ahí perdido, lejos de nosotros. 


Y es aquí donde se cumple del séptimo axioma del Kybalión o ley de la causalidad, porque toda causa tiene su efecto y todo efecto tiene su causa, así que no nos extrañemos si un día vuelven a expulsarnos del Edén por no haber sabido utilizar adecuadamente nuestras facultades y fortalezas, que también las tenemos. 


Al salir del teatro hace unos días, se me pegó a la sisa Alan Turing, a quien le debemos muchas cosas en el mundo de las matemáticas y cuyo artefacto conocido como “máquina de Turing” descifró el llamado código Enigma de los nazis, por lo que, según cuentan los historiadores, la II Guerra Mundial  se acortó en meses o años. 


Parece que, con motivo de la representación de parte de su vida en los Teatros del Canal, se ha paseado entre bambalinas, sentado en el patio de butacas e, incluso, ha gastado bromas a los actores, soplándoles en las orejas o tocándoles el hombro. Y como yo asistí a la función el último día que se representaba, pues no ha tenido mejor ocurrencia que venirse a casa.  Ha fundado el grupo de trabajo “Algoritmos sin fronteras” y, mientras Voltaire y los suyos ponen al día los capítulos de la Enciclopedia, él se afana en producir máquinas de parchís para jugar sin fichas ni dados materiales, solo con la fuerza de nuestros pensamientos, dice. A él se le han unido Freud, André Breton y Magritte, muy interesados los tres en servirse del artefacto para jugar con el inconsciente y alterar las reglas de este pasatiempo tan castizo, aunque de origen indio. 


No niego que alguna trifulca tienen. El último rifirrafe fue a cuenta de los derechos de autor, lo que no alcanzo a entender, porque yo pensaba que en el más allá dejaban de tener importancia cuestiones como esas. Pero veo que no, que igual que en la infancia está el germen de nuestra vida de adultos, la experiencia mortal siembra nuestros genes inmortales. Así que, en mitad de esa discusión, se me acerca Turing y me pide que medie, arbitre o intervenga de alguna forma, porque a él le ha regresado la tartamudez y no puede expresarse adecuadamente. 


— ¿Y qué puedo hacer yo? — le digo, un tanto confundida 

— No tengo experiencia en mujeres, pero creo esos tres respetan mucho a su sexo.

— Hombre, que Freud respete a las de mi sexo está por ver. A él debemos que durante mucho tiempo mis contemporáneos hayan creído que la histeria es propia de mujeres y otras perlas más. 


De todos modos, dejé lo que estaba haciendo y me dirigí al rincón donde “Algoritmos sin fronteras” tiene su base. Les solté una frase de Lacan que no sé cómo me vino a la mente y que dice: “la verdad solo puede ser explicada en términos de ficción”. 


Ellos lo entendieron enseguida y, como la realidad es todo aquello que desconocemos y que no podemos reconocer ni expresar con el lenguaje, siendo nuestra percepción y expresión una ficción elaborada mediante el simbolismo, yo les cuento a ustedes, a través de mis palabras, historias que están fuera del espacio y del tiempo tal como lo conocemos hasta ahora. Sin embargo, la física cuántica nos advierte de que el tiempo y el espacio pueden ser una forma de expresar las cualidades de los objetos, una manera de percibir cuánta información comparten los objetos que forman el Universo. Y ya vemos que nada hay fuera del Todo, pues el universo es mental, según dicta el primer axioma del Kybalión. 


Así que, ahora que todos saben que llevan un universo dentro del cráneo,  que toda causa tiene su efecto y que somos parte del mismo conjunto de estrellas, hagan el favor de cuidar sus pensamientos, pues de ellos dependen su lugar en el espacio y cómo vivan su tiempo. 


Por lo demás, no se pierdan la exposición del ICO sobre la destrucción del bajo Manhattan en los años cincuenta, para construir el barrio donde antaño se alzaron las Torres Gemelas. Otro símbolo que acredita las leyes eternas del Universo. 



NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” que se grabó en noviembre de 2020. 


Música para acompañar: Space Oddity”, David Bowie. 


Fotografía ©️Amparo Quintana. Madrid, 31 de octubre de 2020


4 de septiembre de 2020

La vida debe continuar (constant craving)

 


Poco a poco van abriendo los teatros y las salas cinematográficas. Algunas personas, como supervivientes de un naufragio, nos acercamos con ilusión, conjurando miedos, tristezas y los malos augurios que vaticinan que 2020 terminará como empezó, es decir, lleno de virus, mascarillas y gente enferma. 

Hace días estuve en los Teatros del Canal viendo la última obra del Colectivo Armadillo. Bajo el título de “Todas las cosas del mundo”, los actores desgranan la vida misma desde sus albores, el nacimiento de las palabras y esa identidad universal que todos llevamos impresa en nuestro ADN, pues el delfín es también el hidrógeno que expulsa al respirar, la muralla alberga al obrero que ayudó a construirla y cuando en Astorga un bailarín folclórico levanta la pierna en mitad de la plaza, en Adelaida una niña quizá esté a punto de levantarse para ir al colegio. Ninguna estrella nos es ajena, del mismo modo que ninguna de nuestras acciones quedan borradas del todo por muchos años que transcurran. Siempre hay algo que ayuda a aflorar recuerdos, como en esos cuadros cuyos lienzos han sido aprovechados varias veces para pintar distintas cosas y, con el tiempo, se trasluce un ojo en mitad de un camino o una bandurria entre el cielo de un atardecer. 

Por eso hoy me siento un poco la viga quemada de la catedral de Nantes, testigo mudo de un fuego capaz de transformar la realidad en cuestión de  pocas horas. Y esto, que el mundo sea capaz de ponerse patas arriba de un día para otro, es lo que al parecer no hemos asumido como humanos, a pesar de que la Historia está repleta de claros ejemplos. 

Cuando bajamos de los árboles y aprendimos a caminar erguidos, a manipular la piedra y los metales, a crear sistemas de creencias, a idear utopías o a fabricar naves, quizá no fuimos conscientes de que cuanto íbamos perdiendo en favor de nuestras conquistas y nuestra evolución no se destruía del todo, porque la energía y la materia solo se transforman. Así pues, aunque en el aquí y ahora seamos incapaces de concebir toda la acumulación de experiencias que nos han colocado en el siglo XXI, nuestras entrañas nos dicen que el éter está plagado de los eslabones que componen la infinita cadena que conforma la vida, desde el caldo pimigenio de Oparin hasta el último bebé nacido en este mismo momento. 

He leído la entrevista que le han hecho recientemente a un tataranieto de la emperatriz Sissi que, como todos ustedes saben, es mi amiga. Se trata de Leopoldo Altenburg, un actor que, entre otras cosas, colabora con una red internacional de payasos que ha llevado la sonrisa y la esperanza a cientos de personas durante los meses más duros de la pandemia por COVID-19. Parece que solo ha usado una vez su parentesco para conseguir dos entradas del musical que, sobre su famosa tatarabuela, se hizo en el país del vals. A él siempre le ha gustado el anonimato, pero ahora no lo dejan ni a sol ni a sombra porque alguna productora quiere hacer una serie sobre los Habsburgo actuales y necesitan documentarse. 

Le enseño a Sissi esa entrevista y, lejos de espantarla, parece que le agrada mucho que en la ya fantasmal corte vienesa solo quede un príncipe que también es bufón. Ella, que alentó algunos movimientos revolucionarios del siglo diecinueve y que fue consciente en aquellos convulsos años de que, en cuestión de reyes y reinas, los más estables son los de la baraja de naipes, dice que hablará con su descendiente para que en esa serie no la saquen como una flor alpina meliflua y sin color, sino que se atrevan a hablar de su anorexia producida por la sinrazón de un matrimonio que a ella le impusieron, de su amante húngaro, de su adusta tía-suegra que le arrebató a su hijo Rodolfo para aniquilarle la niñez y abocarlo a un suicidio en un valle del Danubio, lo que para Sissi, según me dice, fue de lo más doloroso que le tocó vivir. 

— Mire, frau Quintana, lo que sucede con las monarquías es que, por un lado repelen y por otro atraen mucho. Son vestigios que recuerdan el mundo que fue y ya no volverá a ser. Usted que lee tanto a Zweig, según he podido apreciar en su biblioteca y en los rimeros de libros que tiene sobre ese arcón, entenderá bien que la Historia cambia no cuando desaparecen las personas y las castas sociales que la conforman en un momento determinado, sino cuando los valores que las sustentan se esfuman. Abres un día la ventana y el paisaje ha cambiado. Cuando Luigi Lucheni atentó contra mi vida, no era a mí a quien mataba, de hecho yo no entraba en sus planes. Quiso la desgracia que la prensa se hiciera eco de que estaba pasando una días en Ginebra y, a falta del noble tras el que ese italiano iba para cazarlo, me tuvo a mí más a mano. Necesitaba una presa que simbolizara un sistema para él caduco y opresor. 

— Faltaban pocos años para el desvanecimiento del imperio — le digo a Sissi. 

— Y para el nacimiento de otra Europa — me contesta. Lo malo es que nada nace sin dolor; hasta una brizna de hierba hiere la tierra que la cobija. Por eso compadezco Felipe VI, porque le toca ser diana de unos dardos que, en realidad, no van contra él. 

Para Elisabeth de Baviera, que es en realidad como quiere que la llamen, los movimientos sociales van y vienen, como las modas, por eso es inútil abrazarse a uno ciegamente, pues cada vez cambia todo más deprisa. 

La Alemania surgida tras la II Guerra Mundial barrió de su parlamento tanto al partido nacional socialista como al comunista. Asimismo, cualquiera que haya viajado tras la caída del Muro de Berlín por los países que en su día conformaron el Pacto de Varsovia, habrá visto que en ningún lugar conservan las estatuas de Lenin, Stalin y otros próceres que antaño jalonaban calles y avenidas. Tampoco placas o inscripciones que recuerden ese pasado tejido tras el Telón de Acero. Los dirigentes que sucedieron a los de antaño quisieron barrer todos los vestigios que consideraban incompatibles con la nueva era que se proponían establecer. Sin embargo, las aguas del río siempre buscan el cauce y los ideales políticos su momento propicio. 

En 1982 se fundó en el Estado de Renania el Partido Marxista Leninista de Alemania, que sigue postulando la dictadura del proletariado y que se encuentra bajo vigilancia permanente de la Oficina de Protección de la Constitución por su “orientación maoísta estalinista” y su incompatibilidad con la Carta Magna germana. Este partido minúsculo, que apenas consiguió 2000 votos en las últimas elecciones, ha obtenido recientemente una victoria política y jurídica que ha puesto en alerta a las autoridades. Tras una larga batalla judicial, los tribunales autorizan a esta formación a erigir una estatua de Lenin de más de dos metros de altura ante su sede.

Esto puede extrapolarse a cualquier otro país, con cualquier otro pasado, pero con unos dirigentes parecidos que, a fuerza de imponer una realidad, olvidan que nada es exacto y que, cuando menos lo esperas, mamá Historia nos pega un susto. 

Por lo demás, el verano continúa tranquilo, asistiendo al descubrimiento de un nuevo estado de la materia (el condensado de Bose-Einstein) y un nuevo insecto de aspecto tan excéntrico que los científicos le han puesto el nombre de Kaikaia gaga, en honor a la cantante de pintorescos trajes. 

Y es que la vida, como el show, debe continuar. 


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado en agosto de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí 

Fotografía ©️Amparo Quintana. Madrid, 20 de julio de 2020


3 de marzo de 2020

Carnaval en Troya



En sentido estricto, el carnaval lo componen los tres días que preceden el comienzo de la cuaresma y es época de máscaras, regocijo, bailes y charangas. Este año, Venecia ha suspendido el suyo por la epidemia generada por un virus con corona que parece acecharnos a todos, esperando en cualquier esquina a que bajemos la guardia, para así saltarnos al cuello y, como Nosferatu eterno, chuparnos la vida. 

Cuando estudiaba bachillerato elemental, nos decían que a los virus no se los considera seres vivos propiamente dichos; son una especie de código genético en estado puro, presto para multiplicarse a base de introducirse en cualquier célula y proveerse de energía. Como la vida me llevó por la rama de letras, cada vez que mi organismo se infectó de un virus aprovechado y promiscuo, la voluntad de mi alma sacaba una goma de borrar blanca, de aquellas que llamábamos “de nata”, tan blandita, limpia, con olor a parvulario, para atizarle al alienígena impostor y eliminarlo sin dejar rastro. Mis armas son así; se compran en papelerías y establecimientos afines. 

Esta pandemia de ahora fue vaticinada por el escritor estadounidense Dean Koontz en su novela “Los ojos de la oscuridad”, publicada en 1981.  Curiosamente, este escritor sitúa la irrupción del virus en unos laboratorios de la ciudad china de Wuhan y la trama corre a cargo de una poderosa arma biológica fabricada por los chinos y que solo afecta a los humanos. Es una especie de neumonía que se expande y escapa a los tratamientos convencionales. ¿Saben en qué año data el autor la tragedia? Efectivamente, en 2020. 

Estos saltos cuánticos que a menudo damos quienes guardamos gomas de borrar junto a los analgésicos, se han llamado a veces profecías, pero en realidad no es más que abrir la antena y sacar conclusiones a base de analizar lo que ocurre a nuestro alrededor, lo que ocurrió en otros siglos y leer entre líneas. Es decir, ser conscientes de que hay otros mundos y, como dijo Paul Éluard, están en este. 

Así que, convertidas las máscaras de arlequín en mascarillas hospitalarias,  los medios de comunicación se empeñan en que asistamos al conteo de personas que enferman de esta plaga, de quienes son dados de alta, de quienes continúan en cuidados intensivos, de los que han viajado a zonas peligrosas, de los que no se han movido de su barrio… y así hasta llenar los telediarios y demás soportes de noticias en una crónica que casi roza el mal gusto de lo morboso. Me recuerda a otra crisis sanitaria que hubo en España a principios de los ochenta, década en la que, aparte de música, lentejuelas y crestas de colores, se colaron malos aceites no aptos para el consumo en las cocinas de miles de personas, intoxicando a muchísimas de ellas y matando a más de tres mil. Aquella colza adulterada sembró el pánico, cuando lo cierto es que lo que más terror debe dar siempre es el ansia desmedida de algunos en ganar dinero a costa de lo que sea. Esa plantita,  la colza, que poca o nula culpa tuvo en el fraude letal, sigue apareciendo en margarinas y bollería, pero travestida de denominaciones menos explícitas, para no asustar y evitar que nadie compre tales productos. 

Paralelamente, con la actual crisis de este coronavirus que nos rodea aparecen plañideras lamentando la caída del turismo, del IBEX 35 o del Índice Nikkei, culpando a las gentes de tener miedo a ese robocop al que no consiguen echarle el guante. Todo es consumo, en este reino de esperpento en que hemos convertido el mundo contemporáneo.

— Señorita, señorita, haga usted el favor de sacarme de aquí.
— ¿Pero qué hace dentro de mi ordenador? 
— Ha escrito usted la palabra clave, “esperpento”, y me ha invocado.

Quien así se expresa es Valle Inclán, enredando sus barbas entre la fotografía que adorna la pantalla del portátil donde escribo. 

— Don Ramón, salga, por favor, que puede hacerse daño. ¿Quiere que le prepare un té? 
— Mejor un café de achicoria, que no estoy para lisonjas modernas ni extranjerismos. 

Y saca de su levita un pañuelo inmaculado, lo coloca sobre mi mesa y en él nace de repente una taza con ese bebedizo que parece gustarle tanto. 

— Me he atrevido a interrumpirla porque veo que tenemos gustos afines. El carnaval, la mascarada, tomar la parte por el todo… Sepa usted que es una bufona que señala los adefesios que otros ven con buenos ojos. 
— Lo tomaré como un cumplido, don Ramón. Viniendo de usted… ¿Qué le trae por mi casa? 
— Su casa es la casa de la Troya, a juzgar por el gentío que se agolpa en los armarios y estantes. Así que, si está abierta para unos que maldita gracia me hace escucharlos y olerlos, entenderá que también puedo dejarme caer por aquí. Sin ir más lejos, sepa que en en una de las sillas de su cocina tiene apalancadas sus posaderas la abogada de quien fue mi esposa y a la que no guardo aprecio alguno porque me desplumó en vida y tras mi paso a la eternidad. 

A pesar de su aparente temperamento hosco, Valle Inclán me contó con todo lujo de detalles el proceso judicial de su separación, tras una convivencia que llegó a hacerse insufrible con la actriz Josefina Blanco. Me habla de una mujer celotípica y cercana a la neurosis, que veía amantes hasta en la luz de las velas. 

— Y mire, joven, que en realidad no me dolió que me embargaran la mitad de mis ingresos para dárselos a Josefina, ni que difundiera bulos acerca de unas inventadas relaciones adúlteras. Lo que más me escoció es que llegara a ser la beneficiaria de los derechos de autor de mis obras, incluidos “Los cuernos de don Friolera”, que la escribí para hacer chanza de ella. 
-— ¿Qué dice usted, que don Friolera era su mujer?
— Por supuesto. Si en lugar de poner como protagonista a un teniente, pongo a una mujer, el esperpento no habría surgido, la gente no habría visto su imagen deformada, porque lamentablemente en esa época se era muy indulgente con los desvaríos amorosos de los varones. Así que ya lo sabe, don Friolera se inspira en los ataques de celos, en esos cuernos imaginarios que llevaba la madre de mis hijos. ¡Celos de mí, que inventé al marqués de Bradomín para conjurar mis complejos! La única mujer con la que pude ser  abiertamente cariñoso y atreverme a hacerle carantoñas fue Josefina, porque la conocí tan joven que no me intimidaba. Pero nada más salir de la iglesia de San Sebastián, donde nos casamos, me dejó muy claro que los seres humanos se dividen en perros y gatos y ella era una gata tirando a tigresa. Una mujer felina que, caída la República y anuladas las sentencias de divorcio, se convirtió en una viuda doliente que escribió por doquier cartas diciendo que yo era creyente y no sé qué más zarandajas. Lo cierto es que me ayudó mucho a creer en mí y crecer como dramaturgo, pero ideológicamente éramos como el agua y el aceite. 

También me contó que su mujer tuvo como abogada a Clara Campoamor, esa que, según él, se sienta en mi cocina y con quien no ha hecho las paces. 

Para despedirse, me pidió que le contara una historia esperpéntica que él no conociera y yo, que respeto tanto a los mayores, le hablé de un lugar sevillano, el Palmar de Troya, donde siempre era martes de carnaval, donde un papa preconciliar y ciego anunciaba castigos apocalípticos y se lo atribuía a la madre de Dios. Un paraje al que llegaban y siguen llegando millones de dineros de todo el mundo y que, a pesar de las excomuniones del Vaticano y de los claros indicios de conducta sectaria, fraudulenta y delictiva, continúa ordenando obispos y eligiendo papas vestidos como si acudieran a alguno de los bailes de máscaras de una Venecia medieval flotando sobre las aguas. En la Híspalis del siglo XXI existe un pontífice llamado Pedro III y, mientras Valle Inclán toma nota de cuanto le digo, se  le cuelan las palabras de Maquiavelo para recordarme que no podemos rehuir el combate si nuestro adversario está decidido a entablarlo sea como sea. Así que, contra virus, mascaradas y tropelías históricas, vivamos y vivamos en este presente... o en mundos paralelos.


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” del mes de marzo de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí

Fotografía ©️alguien del público durante la grabación del citado podcast en la Sala Artistic Metropol de Madrid, el 1 de marzo de 2020, con motivo de nuestro primer cumpleaños. De izquierda a derecha, Simone Negrín, Ana Lía de Urán, Mar del Rey, Sonia Jiménez Romero y una servidora, Amparo Quintana.  


27 de enero de 2020

Estoicos










De un tiempo a esta parte, leer y escuchar noticias en periódicos, radios  y televisión se convierte en un esfuerzo titánico por no vomitar. Como en la canción de Aute, “parece que anda suelto Satanás”, a juzgar por las tropelías que nos cuentan y los sucesos que describen. Se diría que asistimos a una época cochambrosa donde todo vale y nada es mejor o peor, porque lo que importa es nuestra subjetiva relación con las cosas, no las cosas en sí. 

Revolviendo en la biblioteca de mi casa, se me cayó al suelo un libro de Marco Aurelio y hete aquí que se abrió por una página doblada en la que pude leer lo siguiente: “Si no es correcto, no lo hagas. Si no es verdad, no lo digas”. En ese aforismo se esconde la esencia de la vida y nos demuestra que ser persona conlleva un compromiso ético con nuestro entorno. 

A este emperador romano se le asocia con el estoicismo, esa corriente filosófica que, sucintamente hablando, intenta eliminar lo más posible las emociones destructivas y cultivar las positivas. Para los seguidores de Zenón  de Citio, si mejoramos como personas estaremos mejorando la sociedad, y si trabajamos para mejorar la sociedad nos estaremos mejorando a nosotros mismos. Es como la pescadilla que se muerde la cola; nada se desperdicia; todo es circular. 

Por eso me pregunto qué puedo hacer para mejorar la sociedad. El otro día, ante un auditorio de registradores y empresarios, mencioné que una sociedad mejor será aquella que, fortaleciendo la autorresponsabilidad de sus individuos, busque fórmulas pacíficas para resolver los problemas. Porque donde no hay paz, no hay justicia.  

De ahí que he empezado un ejercicio que les comento por si a alguien le sirve. Se trata de que, ante una noticia fea, ante una aberración, echo mano de la memoria para recrearme en algo positivo. Si, por ejemplo, en el desayuno escucho que una manada de energúmenos ha violado a dos chicas, pienso en la cantidad de hombres que quieren a las mujeres y las quieren libres. Porque no nos engañemos, si solo vemos la fachada horrible  de los noticiarios, acabaremos viendo al mundo como un lugar inhóspito en el que tendremos que estar permanentemente defendiéndonos de lobos reales e imaginarios. 

Michael Moore, en su película sobre la matanza del instituto Columbine de Colorado, en 1999, donde decenas de estudiantes fueron asesinados por dos de sus compañeros, realiza un estudio sobre la violencia ocasionada por las armas de fuego en Estados Unidos. Compara esa situación con la de su vecina Canadá y llega a la conclusión de que en el país de las barras y estrellas lo que empuja a la gente a armarse es el miedo y esa necesidad de estar alerta porque cualquier acontecimiento malo puede suceder cuando menos lo esperen. 

Yo no quiero vivir con miedo; me niego a caminar mirando hacia atrás cada dos por tres. Creo que, al igual que quedó demostrado hace décadas que la pena de muerte tiene efectos crimonógemos, sumir a la población en una espiral de noticias acerca de estafas, homicidios, peleas, explosiones, atentados, sin dejarle a esa población ni un centímetro cúbico de esperanza, es sumirla en un camino hacia su propio cadalso. 

¡¡Ojo, no quiero que se me malinterprete!! No estoy diciendo que no se deba informar. Lo que mantengo es que llenar un telediario con noticias escabrosas termina alimentando el morbo y, a la postre, eliminando nuestra capacidad de comprender que eso es solo patología social, no la regla general. 

En la puerta de la nevera tengo un imán que reproduce una singular fotografía. Se trata de veinticuatro personas que, durante la I Guerra Mundial y en las dependencias del Palacio Real de Madrid, contribuyeron a que el mundo fuera un poco mejor. Son ujieres, mecanógrafas, archiveros, botones,  traductores, oficinistas que ayudaron a llevar a cabo una acción benefactora, prácticamente desconocida, pero que tuvo una enorme importancia a nivel humano y diplomático. 

A pesar del papel neutral de España en la Guerra del 14 y debido a que la familia política del rey Alfonso XIII era británica, el monarca estaba al corriente de los horrores de la contienda. Pero quiso el dios de los justos que llegara a él la carta de una chica francesa pidiendo que hiciera algo por averiguar el paradero de su hermano desaparecido en el frente. Vi la misiva el año pasado, en la exposición que se hizo al respecto, y me enternecieron las palabras de esa joven justificando por qué acudía al rey de España: porque sus padres estaban muy tristes sin saber nada de su hijo y habían perdido las ganas de vivir. 

El encargo pudo haberse traspapelado o haber caído a la chimenea, pero el bisabuelo de Felipe VI puso su empeño en dar respuesta a esa chiquilla y, tras las pesquisas necesarias, le pudieron contestar dando noticia del paradero de su hermano. 

Esa carta dio origen a otra y luego otra y luego otra… y así nació la Oficina de la Guerra Europea, que generó 200.000 expedientes de mediación  humanitaria. Es decir, en mitad del apocalipsis, fue posible diseminar miguitas de paz.

Por eso, y aunque Alfonso XIII sabe que no caeré jamás rendida ante él, de cuando en cuando, al vernos en ese metro que inauguró hace cien años,  me agasaja con las pastitas que de niño le daban en las reuniones del Consejo de Estado, para que no se aburriera. Así que, cuando esto ocurre, me permito llamarle partisano porque en cierta medida él también resistió a la inercia de no hacer nada, poniendo en práctica la virtud que preconizaron los estoicos.

Por tanto, enfrentémonos a los holocaustos y guerras diarias buscando el sol en los pentagramas de las cosas bien hechas. 

Fotografía ©️A. Quintana. Pienza (Italia), 11 de agosto de 2017


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del programa radiofónico “Te cuento a gotas” del mes de enero de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí

7 de septiembre de 2019

Lo importante







He terminado mis vacaciones, miro a mi alrededor y caigo en la cuenta de que todo sigue igual. El país no ha cambiado, el gobierno sigue en funciones, me esperan decenas de correos electrónicos por responder, al rey emérito lo operan y acude su familia a verlo mientras por las redes dos mujeres piden que los gallos no violen a las gallinas. Todo en orden, por tanto, para una vuelta a la rutina sin aspavientos ni sobresaltos. 

Hubo una canción interpretada por Alberto Pérez, en los setenta-ochenta, que me gustó siempre (“Nos ocupamos del mar”). Trataba de una pareja que se repartía las tareas de acuerdo a su talante, de tal forma que él hacia todo “lo que tiene importancia” y ella “todo lo importante”. En una estrofa de apenas cuatro versos se contenía buena parte de la esencia de la vida, como es la diferencia entre la importancia y lo importante. La primera no deja de ser algo artificial, de puertas afuera, pagado con el reconocimiento de los demás, mientras que lo importante muchas veces está oculto o velado; pertenece al reducto íntimo de nuestras entretelas, al remoto arcano que corona nuestras acciones, al fundamento mismo de una existencia plena. 

En este sentido, he visitado dos veces una exposición pequeña que apenas ha tenido repercusión en los medios. Trata sobre las lenguas del mundo a través de la Biblia y pudo verse en Caixa Fórum. Gracias a la "Colección Pere Roquet" he sabido que algunos idiomas no han desaparecido porque existe una biblia escrita en él que leen un racimo de personas, a falta de otros textos. Hoy en día perviven 7.111 lenguas diferentes, de las que 3.116 son ágrafas. Dentro de cien años, ¿cuántas quedarán? Por poner un ejemplo, en Tierra del Fuego hay un idioma, el yagán, que llegó a tener un vocabulario de cuarenta mil palabras. Actualmente solo cuenta con una hablante nativa, Cristina Calderón, de 91 años. 

Si pensamos en lo que tiene importancia, abrazaremos la idea de que tenemos que hablar inglés porque supuestamente nos abre las puertas laborales, nos ayuda a viajar y a navegar por Internet y nos quieren hacer creer que no saber inglés es ser semianalfabeto. Ahora bien, si nos ocupamos de lo importante, emplearemos los medios que tengamos a nuestro alcance para evitar que desaparezca un idioma, pues no se trata solamente de una forma de expresión oral o escrita, sino que el lenguaje configura y moldea nuestra estructura cerebral y social y, por tanto, nos define como personas. 

Estando enzarzada en estos y otros pensamientos, se me presentó la emperatriz Isabel de Austria, Sissi para los parientes y amigos. Como sabe que la aprecio y entre nosotras no hay más protocolo que el usted con que me dirijo a ella, pues es mayor que yo, fue directa al grano para comentarme que lo más importante que hizo en su vida fue aprender húngaro y griego, para apoyar a ambos países y acercarse a sus gentes. Mientras cepillaban su larga melena y la coronaban con horquillas y pasadores, ella repasaba verbos, declinaciones y palabras muy alejadas de su alemán nativo. Con la lengua magiar aprendió también a amar y en Corfú, hablando griego, se sintió libre. 

Hay pueblos que conservan su identidad gracias a la lengua de sus habitantes y, así, los amish y los menonitas son capaces de apartarse de cuanto les rodea porque pervive en ellos la lengua de sus antepasados. Al igual que muchos de los hebreos con los que he hablado en Israel este verano, que conservan el español de Sefarat aunque no hayan venido nunca a España y esto, lejos de hacerles vulnerables, les da la fuerza necesaria para agruparse el 10 de agosto a orar, cantar y conmemorar su expulsión de España. 

Siguiendo con lo que es importante y a propósito de esos bebés aquejados con el llamado síndrome del hombre lobo por tomar un omeprazol adulterado, más allá de declaraciones, sanciones e indemnizaciones, deberíamos preguntarnos por qué se prescribe a niños pequeños un medicamento que, sin adulterar, se sabe que puede provocar demencia senil y otras dolencias en adultos que lo toman habitualmente. 

Parece que el omeprazol se ha convertido en el inglés de las farmacéuticas, eso que se extiende y expande, arrollando a otros remedios más antiguos, más experimentados y menos rentables, pero eficaces. Así, rara es la persona a la que no le prescriben omeprazol antes o después,  a pesar de que no es tan inocuo como se dijo ni tan beneficioso a la larga. 

Así que doy todo mi apoyo a las madres y padres de esos bebés a los que, por el interés de algunos, les ha crecido un vello hirsuto donde no debería haber ni un pelo. Ojalá no se convierta en un nuevo episodio de aquella talidomida y respondan eficazmente quienes deban responder, se repare el daño causado y pidan perdón, porque pedir perdón es lo menos que alguien puede hacer. Pero si no es así, los ciudadanos de a pie tendremos que levantar otra piedra en el muro que cantaban los Pink Floyd, para que nos aislemos de tanta importancia que desatiende lo importante. 


NOTA: Este articulo forma parte de mi intervención “En paralelo”, dentro del programa radiofónico “Te cuento a gotas”, que puede escucharse aquí: https://www.ivoox.com/como-nace-musico-autodidacta-lenguas-agrafas-lenguas-audios-mp3_rf_41012576_1.html

Fotografía ©️A. Quintana. Jerusalén (Israel), 9 de agosto de 2019 

4 de julio de 2019

Distopías








Confieso que la mayoría de las historias que me atrajeron y entretuvieron de pequeña y jovencita eran distopías, es decir, lo contrario de utopía. Al igual que yo, son muchos quienes han incorporado a su vida simios que dirigen el mundo, personas que memorizan libros porque su gobierno los quema o sociedades en las que alfa, beta o épsilon no son letras griegas, sino las castas de su pluscuamperfecta organización. Pensábamos que aquellas narraciones en realidad eran moralejas destinadas a evitar la perdición de la Humanidad, porque nos avisaban de lo que no había que hacer y nos compelían a ser mejores en el más amplio sentido de la palabra. 

Sin embargo, con el paso del tiempo, lo que fue ficción se ha hecho realidad y vivimos abducidos por elementos distópicos. Quizá la búsqueda sin cuartel de un estado de felicidad continua nos ha llevado a caer en las trampas que nosotros mismos hemos creado, dando lugar a una existencia ajena a la realidad a fuerza de vivir en paraísos artificiales. 

Hace unos años, por motivos profesionales conocí a una pareja cuya causa de ruptura se desató por un juego virtual en el que cada uno tenía su propio avatar y ese avatar era libre para vivir, trabajar y amar como quisiera. Por supuesto, se jugaba en línea con otros participantes. Nuestra pareja fundó en el cielo de Internet una empresa dedicada a construir urbanizaciones en paraísos recónditos y, sin salir de casa, de la mano de sus avatares emprendieron una vida de ejecutivos exitosos, adinerados y famosos. Ahora bien, los celos anidaron en el corazón del marido, temeroso de que su mujer se hubiera enamorado de otro avatar hermoso y rubio, como la cerveza que cantaba la Piquer. Y los conocí así, deshechos por dentro, en trámites de divorcio y hablando de sus vidas virtuales con la trascendencia e importancia que adquieren las cosas que se viven y experimentan. 

Todos conocemos personas que viven en esa Matrix que han creado las redes sociales, que se enfadan si alguien no reacciona ante una foto en Instagram y que miden su éxito social en base a los seguidores que tengan. Algunos, incluso, osan presentarse a sí mismos como gente influyente, no por la profundidad de sus pensamientos, sino por difundir lo que el Gran Hermano fomenta, es decir, la vida gregaria, acrítica, superficial y aparentemente feliz. 

Al hilo de esto, dos 'influyentes' han iniciado una colecta en youtube para irse de vacaciones. Necesitan 10.000 euros para viajar por África. Catalin y Elena, que así se llaman los angelitos, han llegado a decir sin despeinarse ni sonrojarse que trabajar no es una opción porque tener el impacto que ellos tienen  en las redes no es compatible con doblar la espalda. Se ven a sí mismos como seres incuestionables y necesarios para el avance del género humano y, en el fondo, no los culpo, porque esa Matrix en que vivimos nos hace creer que cinco mil o cien mil personas siguiendo nuestras monerías son el mundo entero. Vamos, que somos tontos de remate y, además, cortos de vista. 

El filósofo Vattimo nos propone abrazarnos al pensamiento débil, esa especie de anarquía no sangrienta opuesta al pensamiento tradicional. Este profesor de hermenéutica nos recuerda el abandono de la violencia, el control sobre la destrucción de la naturaleza y, en definitiva, una interpretación menos neurótica de la existencia. Se trata de propiciar áreas de libertad para los sujetos débiles, de emancipar a las personas y, fortaleciendo esa autonomía, ir destruyendo el estado de cosas, ir desvelando la Matrix y que el Gran Hermano deje de tener poder sobre nosotros. 

Mientras pensaba sobre esto, me acordé de la orangutana Sandra, a quien la justicia bonaerense le ha reconocido que es persona no humana, sujeto de derechos. Veo una fotografía de ella entreteniéndose con una revista y en su mirada me reconozco con siete años, observando un mundo de simios que nos mostraban el futuro a través de las huellas del pasado. Quizá la década próxima, mientras las personas humanas sigan babeando ante quienes se autodenominan influyentes o desfilando al son que les marcan, otras personas no humanas humanicen la Tierra porque, como nos canta el coro en el cuarto movimiento de la 9ª de Beethoven, hemos de buscar la razón del mundo más allá de las estrellas.


NOTAS: 
Este texto sirvió de base al espacio “En Paralelo”, de la revista radiofónica “Te cuento a gotas” correspondiente a julio de 2019. Si quieres escucharlo entero: https://www.ivoox.com/37816920

Fotografía ©️Amparo Quintana - Calle Alameda (Madrid), 9 de febrero de 2019