Ayer alfombraron de azul la Gran Vía. Era festivo en Madrid y, como esa emblemática calle está de cumpleaños, una compañía telefónica puso los dineros para hacer casi realidad lo que se dice en un chotis: "... y alfombrarte con claveles la Gran Vía..." Mientras caminaba por allí, recordé mis tardes de cine, de alegres compras, de meriendas y helados. Recordé que hubo un tiempo en que era el eje de nuestras vidas, viviéramos donde viviéramos, porque lo importante de verdad se cocía allí.
Lo elegante y lo hortera, lo distinguido y lo cutre, todo tenía cabida alrededor de esa avenida. Convivía el ansia de cosmopolita de la gran urbe, con el sentimiento castizo y provinciano de los madriles. La diva de noches de lujo, con las damas de esquina y habitación a oscuras. Los cócteles más exclusivos hasta altas horas de la noche, con el anís mañanero de dependientes, ascensoristas y mozos.
Desde hace unos años, los cines han ido agonizando, las tiendas de postín se han reducido hasta lo insospechado, los bares, cafeterías y restaurantes han perdido su verdadero brillo. Todo es franquicia, todo es barato, demasiado barato... No por el precio de las cosas, sino por la ausencia de entidad.
Por eso, aunque fuera temporal, no estuvo mal que alfombraran la Gran Vía, como se se ha hecho siempre con el lugar más destacado de nuestros hogares.