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15 de noviembre de 2015

Arquetipos vitales (II): Uno y uno es uno o la cinta de Moebius



Aquel día se levantó resacosa. Llevaba años sin probar el alcohol, pero recordaba esa sensación de vacío y alucinación que la mantenía flotando en la nada. Era consciente de que el sueño debió de vencerla ya de madrugada, cuando las constelaciones empiezan a ocultarse a la mirada de los insomnes. Sabía que las decisiones no deben tomarse cuando nos embarga la tristeza o el enfado, mas era preciso actuar, ser protagonista de su propia historia y encarar los vientos del destino con velas renovadas.

Cogió papel y lápiz y apuntó "Me he pasado la vida amando a los demás y descuidándome". No acababa de releerla cuando la tachó y cambió la frase por esta otra "Nací para amar por encima de mis posibilidades". Y siguió apuntando con la letra menuda de siempre "pues quizá nunca estuve preparada para el desamor. No se trata solo de la educación recibida, sino tal vez sea un rasgo de carácter. He aprendido que no sé amar porque me duele abandonar más que ser abandonada". Y llegando a este punto, las lágrimas brotaron de unos ojos cansados, enrojecidos y dilatados para poder ver lo que no es perceptible a través de ellos. Entonces, vino a darse de bruces con la imagen de un ilusionista de circo, uno de tantos de los que acapararon su atención infantil en tardes de colores y risas, de los que sacaban pañuelos de un cigarro y conejos de una chistera aparentemente vacía. De los que, a pesar de utilizar trucos y artimañas, siempre la fascinaron porque la transportaban al mundo paralelo de la magia. Se acordó también de un juego con naipes que su padre le enseñó y de lo que su progenitor hacía con la gente sentada en una silla.

Sumida en estos pensamientos, cogió una baraja y, removiéndola varias veces, escogió a ciegas una carta: el as de espadas, atributo del rey Arturo, protegido de Merlín. Ojalá ella tuviera a su lado un druida así que la guiara sabiamente, advirtiéndola de los peligros, capaz de transformar el éter en materia y viceversa. Pero la realidad es obstinada y las cosas no aparecen cuando se las llama... ¿o sí? Abandonó sus pensamientos, fue hacia el baño para asearse y, secándose, adivinó que las cosas grandes y extraordinarias llegan tras momentos de lucha y zozobra.

Encendió la radio y oyó, entre las noticias que iba escuchando, que alguien le decía con voz amistosa y segura "no corras por quien no es capaz de andar a tu lado". Esta frase la leyó en alguna red social meses atrás y enseguida pensó que se trataba de una alucinación auditiva.

Se preparó el desayuno y, al untar mantequilla en el pan, apareció sobre la mesa una fotografía suya de cuando nació, en brazos de una abuela que, con la mejor de las sonrisas y la mirada más cariñosa, sin palabras le repetía una y otra vez "haz bien y no mires a quién". ¿Cómo llegó hasta allí la foto? ¿Sería verdad que, en ese instante congelado que revelaba la imagen, su yaya le transmitió tamaño mensaje? Lejos de asustarse por lo que estaba pasando, se dio cuenta de que Merlín estaba con ella y le mostraba la verdadera realidad de su existencia, que no era otra que encontrar el equilibrio entre lo que le gustaría hacer y lo que debe hacer. Pero hasta que el fiel de su balanza encontrara el punto muerto, tanto debate interno la consumía.

Salió a la calle y se fue caminando cuesta arriba, dejando tras sí varias paradas de autobús. Llevaba la mente en blanco, aunque no estaba ausente, sino conectada con todo. Era capaz de distinguir el humor de cada conductor por el ruido que hacía su vehículo al frenar o arrancar; percibió que los pájaros se contestaban unos a otros y que el sol le traía noticias de Ítaca.

Al torcer una esquina vio un teatrillo antiguo, con una marioneta en medio que le hizo un guiño. ¡Era Merlín! Vestido de blanco, le recordó que en algún universo paralelo ella no había nacido aún, que en otro ya había solucionado lo que ahora tanto le preocupaba y que, probablemente, era polvo de estrellas o rama de olivo en cualquier punto de la línea que trazan espacio y tiempo. También le trajo el aroma a rosas de su abuela y comprendió en ese instante que debía seguir el consejo que ella le dio. Tenía que perdonar y perdonarse, mirar de frente al miedo para que este se disipara, dejar a un lado todas las ideas que cercenaban su autoestima, pensar que ella y sus paralelas identidades componían sin embargo una unidad. Eran el uno, lugar donde todo nace, esencia que todo abarca, pensamiento y acción, causa y efecto de todas las cosas, lazo moebius que envuelve universos lejanos. Y volvió a estar más tranquila, como cuando de pequeña, en el circo, los prestidigitadores ejecutaban su número sin que el truco de adivinara. Pura magia.

NOTA sobre la fotografía: Tomada en la calle Segovia (Madrid), 15-11-15


9 de noviembre de 2015

Arquetipos vitales (I): El sinnúmero





Cerré os ojos y me vi atravesando una urbanización. Amplias avenidas parecidas al lugar donde viví durante muchos años. Los árboles de las aceras se inclinaban saludándome y mi perro caminaba al lado, cuidando de que no me extraviara. Ante mí se abría un camino ignoto y, aunque desconocía el tiempo que me llevaría concluirlo, tenía la impresión de que disponía de eras estelares completas… Nada me importaba más que caminar y caminar, hacer camino a medida que avanzaba paso tras paso, sin mirar atrás. Hatillo al hombro, iba tirando todo aquello que me pesaba y los cascabeles que adornaban mi cuello sonaban alegremente, fundiéndose su sonido con el de la brisa matutina.

No era consciente de abandonar nada, sino de seguir mi instinto. Carpe diem resonaba en mi corazón y le ordenaba al cerebro que se adecuara a esa orden, abandonando el canon cartesiano que siempre, en el fondo, me ha sido tan hostil. Zas, zas, zas, un pie adelante y luego el otro, confiando en el aire y en mi instinto, percibiendo con asombro pueril las tonalidades de la luz solar, los juegos de mi sombra en el asfalto, los ruiditos guturales de mi hermano canino…

En un salto cuántico llegué a Monte Sant’Angelo, concretamente al lugar donde habitan varios ermitaños. En este sitio se concitan personas de todas las creencias y así lo atestiguan los símbolos que jalonan muros y esquinas. Lo considero un punto energético a caballo entre el monte y el mar, crisol de incienso y aromas salados del Adriático, donde es posible sentir la intención pacífica de vocablos pronunciados en recónditos idiomas y dialectos. Sentí que estaba llegando a mi casa, no en sentido material, sino como una morada interna que me fortalecía a través de la inocencia y la sencillez. Noté de pronto que mi niña interior se hacía carne bailando danzas primitivas, nacidas de las entrañas de la tierra. Salió un eremita y, al verme, dejó que mis brazos y piernas danzaran girando como un derviche frente a la playa de Manfredonia.

¿Era un loco o un sabio quien me abducía? Hay que estar muy cuerdo para saber que todo llega a tiempo, unas veces a pie y otras en Vespa, y que nada nos perjudica más que nuestros propios pensamientos cuando estos se oxidan y corrompen.

Tras este viaje, continué con los ojos y los oídos abiertos, con el olfato agudo de mi hermano perro, con el tacto sensible de unos labios enamorados, con el gusto afinado de quien se deleita con aquello que no puede comer. Y érase que se era y que fue una semana en la que me encontré con dos locos más provenientes de la región de Puglia, allí donde se emplaza Monte Sant’Angelo, uno en la calle del Prado y otra en el patio de una red social. Como sé que no hay casualidad sino sincronicidad, el hatillo que vacié mientras emprendía mi viaje está ahora lleno de todo, porque el arcano sin número no cuenta ni pesa ni mide.



NOTA sobre la fotografía: Vietri Sul Mare, 20-8-2015