La
distribuidora “Alta Films” está en apuros. Desde hace años, viene ofreciendo a
la gente, a través de una red de establecimientos por varias provincias, una programación
en general de calidad, muy volcada en el cine de lo que yo llamaría “autor con
tirón” y en productos españoles e iberoamericanos. Tengo que aclarar que no son
mis cines favoritos, aunque acudo a los Renoir y Princesa de Madrid regularmente.
Tampoco son mis salas predilectas, pero ocupé una butaca el segundo día que
abrieron al público y las prefiero a otras muchas. No comparto el tinte
comercial de algunas de sus propuestas, pero también he visto allí bastantes de
los mejores filmes de las últimas décadas y algunos de los más interesantes y
novedosos.
Si
nada lo remedia, de las doscientas salas que en la actualidad regenta “Alta
Films”, en fechas próximas quedarán solo veinte y creo que este suceso no debe
evaluarse solamente en clave de gestión empresarial, porque cuando los cines se
cierran la sociedad queda herida y se empobrece. Las medidas económicas que
incrementaron en mi país, de manera abrupta y desmesurada, el IVA destinado a
eventos y productos culturales, recortando paralelamente salarios y pensiones,
empieza a echar sus frutos: menos dinero, menos entradas vendidas. No hacía
falta ser una lumbrera para percatarse de eso hace un año, cuando los artífices
de tamaño despropósito se frotaban las manos pensando que así iban a recaudar
mucho más. Me temo que jamás sabremos el nombre completo del genio que ideó ese
plan, pero propongo llamarlo diablo, pues diabólico es todo lo que acontece en
España de un tiempo a esta parte.
Me
indigna que la crisis económica se lleve por delante los reductos que nos
quedan a quienes preferimos estar a solas con una película y observar el mundo
a través de la mirada personal de quien la dirige y, si es en la lengua que
hablan sus actores, sin doblajes y sin cortes, muchísimo mejor.
Lamentablemente, desde que la memoria me alcanza, he visto demasiados cines
convertirse en supermercados, bingos, almacenes y cafeterías, cuando no algo peor:
pasto de piqueta. Para quienes comparten mi ciudad, probablemente habrán
disfrutado o escuchado hablar del Imperial, Palacio de la Música, Tívoli,
Benlliure, Salamanca, Marvi, Victoria, Aragón, Barceló, Covadonga, Azul, Rex,
Texas, Roma, Príncipe Pío, Universal, Bilbao, Fuencarral, Vox, Proyecciones, Velázquez,
Albéniz, Oráa y tantos otros. Algunos, los más afortunados de los cines, sobreviven
disfrazados de teatros, pero quienes un día nos sentamos frente a sus
pantallas, percibimos aún el aroma de tantas tardes cargadas de imágenes e
historias en movimiento.
Son
legión las personas que se han formado con películas al calor de una sala
oscura y en compañía de gente anónima, que aprendieron a ser amables, a amar, a
colocar en el mapa Tokio o Melbourne, a diferenciar un coyote de un dingo, a
bailar y a imaginar mundos distintos. Existen cientos de realizadores cuyas
obras únicamente son exhibidas en salas como las de “Ata Films”, pues otras
distribuidoras se decantan por productos más rentables a corto plazo. Y no me
refiero solo a autores noveles o ignotos, sino algunos sobradamente conocidos,
como Woody Allen, Abbas Kiarostami, Manoel de Oliveira, John Waters,
etc., cuyas pelis muchos aficionados esperamos con emoción a que se estrenen o
repongan.
El
cine es arte, es pasión, es cultura y es una forma de ser mejores. Por eso,
cada cine que se cierra es una vuelta a las cavernas.