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27 de enero de 2020

Estoicos










De un tiempo a esta parte, leer y escuchar noticias en periódicos, radios  y televisión se convierte en un esfuerzo titánico por no vomitar. Como en la canción de Aute, “parece que anda suelto Satanás”, a juzgar por las tropelías que nos cuentan y los sucesos que describen. Se diría que asistimos a una época cochambrosa donde todo vale y nada es mejor o peor, porque lo que importa es nuestra subjetiva relación con las cosas, no las cosas en sí. 

Revolviendo en la biblioteca de mi casa, se me cayó al suelo un libro de Marco Aurelio y hete aquí que se abrió por una página doblada en la que pude leer lo siguiente: “Si no es correcto, no lo hagas. Si no es verdad, no lo digas”. En ese aforismo se esconde la esencia de la vida y nos demuestra que ser persona conlleva un compromiso ético con nuestro entorno. 

A este emperador romano se le asocia con el estoicismo, esa corriente filosófica que, sucintamente hablando, intenta eliminar lo más posible las emociones destructivas y cultivar las positivas. Para los seguidores de Zenón  de Citio, si mejoramos como personas estaremos mejorando la sociedad, y si trabajamos para mejorar la sociedad nos estaremos mejorando a nosotros mismos. Es como la pescadilla que se muerde la cola; nada se desperdicia; todo es circular. 

Por eso me pregunto qué puedo hacer para mejorar la sociedad. El otro día, ante un auditorio de registradores y empresarios, mencioné que una sociedad mejor será aquella que, fortaleciendo la autorresponsabilidad de sus individuos, busque fórmulas pacíficas para resolver los problemas. Porque donde no hay paz, no hay justicia.  

De ahí que he empezado un ejercicio que les comento por si a alguien le sirve. Se trata de que, ante una noticia fea, ante una aberración, echo mano de la memoria para recrearme en algo positivo. Si, por ejemplo, en el desayuno escucho que una manada de energúmenos ha violado a dos chicas, pienso en la cantidad de hombres que quieren a las mujeres y las quieren libres. Porque no nos engañemos, si solo vemos la fachada horrible  de los noticiarios, acabaremos viendo al mundo como un lugar inhóspito en el que tendremos que estar permanentemente defendiéndonos de lobos reales e imaginarios. 

Michael Moore, en su película sobre la matanza del instituto Columbine de Colorado, en 1999, donde decenas de estudiantes fueron asesinados por dos de sus compañeros, realiza un estudio sobre la violencia ocasionada por las armas de fuego en Estados Unidos. Compara esa situación con la de su vecina Canadá y llega a la conclusión de que en el país de las barras y estrellas lo que empuja a la gente a armarse es el miedo y esa necesidad de estar alerta porque cualquier acontecimiento malo puede suceder cuando menos lo esperen. 

Yo no quiero vivir con miedo; me niego a caminar mirando hacia atrás cada dos por tres. Creo que, al igual que quedó demostrado hace décadas que la pena de muerte tiene efectos crimonógemos, sumir a la población en una espiral de noticias acerca de estafas, homicidios, peleas, explosiones, atentados, sin dejarle a esa población ni un centímetro cúbico de esperanza, es sumirla en un camino hacia su propio cadalso. 

¡¡Ojo, no quiero que se me malinterprete!! No estoy diciendo que no se deba informar. Lo que mantengo es que llenar un telediario con noticias escabrosas termina alimentando el morbo y, a la postre, eliminando nuestra capacidad de comprender que eso es solo patología social, no la regla general. 

En la puerta de la nevera tengo un imán que reproduce una singular fotografía. Se trata de veinticuatro personas que, durante la I Guerra Mundial y en las dependencias del Palacio Real de Madrid, contribuyeron a que el mundo fuera un poco mejor. Son ujieres, mecanógrafas, archiveros, botones,  traductores, oficinistas que ayudaron a llevar a cabo una acción benefactora, prácticamente desconocida, pero que tuvo una enorme importancia a nivel humano y diplomático. 

A pesar del papel neutral de España en la Guerra del 14 y debido a que la familia política del rey Alfonso XIII era británica, el monarca estaba al corriente de los horrores de la contienda. Pero quiso el dios de los justos que llegara a él la carta de una chica francesa pidiendo que hiciera algo por averiguar el paradero de su hermano desaparecido en el frente. Vi la misiva el año pasado, en la exposición que se hizo al respecto, y me enternecieron las palabras de esa joven justificando por qué acudía al rey de España: porque sus padres estaban muy tristes sin saber nada de su hijo y habían perdido las ganas de vivir. 

El encargo pudo haberse traspapelado o haber caído a la chimenea, pero el bisabuelo de Felipe VI puso su empeño en dar respuesta a esa chiquilla y, tras las pesquisas necesarias, le pudieron contestar dando noticia del paradero de su hermano. 

Esa carta dio origen a otra y luego otra y luego otra… y así nació la Oficina de la Guerra Europea, que generó 200.000 expedientes de mediación  humanitaria. Es decir, en mitad del apocalipsis, fue posible diseminar miguitas de paz.

Por eso, y aunque Alfonso XIII sabe que no caeré jamás rendida ante él, de cuando en cuando, al vernos en ese metro que inauguró hace cien años,  me agasaja con las pastitas que de niño le daban en las reuniones del Consejo de Estado, para que no se aburriera. Así que, cuando esto ocurre, me permito llamarle partisano porque en cierta medida él también resistió a la inercia de no hacer nada, poniendo en práctica la virtud que preconizaron los estoicos.

Por tanto, enfrentémonos a los holocaustos y guerras diarias buscando el sol en los pentagramas de las cosas bien hechas. 

Fotografía ©️A. Quintana. Pienza (Italia), 11 de agosto de 2017


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del programa radiofónico “Te cuento a gotas” del mes de enero de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí