Para
Joaquín, mi padre
Siempre supe que
ninguna persona reemplaza a otra, pero es ahora cuando puedo decir que lo he asimilado.
Cada cual ocupa un lugar concreto y definido en la vida de los demás, albergado
en el núcleo de la existencia. Desde la infancia vamos descubriendo que no
todos representan lo mismo para nosotros y que la huella que nos dejan va más
allá del parentesco, la amistad o el oportunismo. Por eso, ahora que ya no
puedo coger tu mano ni darte un beso ni llenarte el vaso con agua, agradezco
tener un corazón que me ayude a recordarte, un corazón cincelado por vientos
emotivos, más que por imperturbables palabras.
Recordar es hacer
que las cosas surquen dos veces nuestros corazones y he aquí que se recuerda
con dicho órgano y no con la cabeza. Perdemos el tiempo buscando aromas, voces
o paisajes allá donde anidan logaritmos y declinaciones, pues la memoria nunca
ha sido sinónimo de conocimiento ni de ideas. Se rememora desde el sentimiento
y, como al fin y al cabo este es selectivo, yo termino acordándome siempre de
lo mejor y más luminoso, en detrimento de amarguras y sombras.
Vivir es crecer,
crecer es aprender, aprender es fijarse. Desde pequeña observé que tus difuntos
estaban presentes en tu vida y que los recordabas desde la alegría y la calma,
sin pesares, abatimientos o largos desconsuelos. Por eso, lo que aprendí de ti
es tan complejo y simple al mismo tiempo, pues me enseñaste a vivir con
ausencias. Nada reemplaza a nadie, todo sigue ocupando su lugar en nuestros
corazones… y nos asomamos al balcón de la esperanza, ávidos de atesorar más
recuerdos.