Dejando a un lado
tiempos remotos, en que los soberanos concebían los países como su finca
particular y, por eso, allanaban cuanto fuera menester para agrandar los
confines de sus reinos, la historia contemporánea está plagada de cambios
geográficos realizados al albur de la oportunidad y conveniencia. Las
unificaciones, secesiones y bautismo nominal de territorios ha causado mucho
llanto y no menos vidas, cerrando a veces en falso heridas centenarias que, de
cuando en cuando, sangran.
Estado es a
patria lo que tomate es a hortaliza. Es decir, para algunos es lo mismo y para
otros no siempre (algunos califican al tomate como fruta). La tierra de los
antepasados se diluye en muchas ocasiones entre varios países, siendo frecuente
que, sin cambiar de domicilio, se nazca con una nacionalidad y se crezca o
muera con otra distinta. Piénsese en los habitantes de Gdansk- Danzig o
Wroclaw-Breslau, por citar algún ejemplo de los más conocidos, dentro de los
contemporáneos.
En esa
indefinición, surge muchas veces la necesidad de separarse, para buscar un
espacio propio que permita elegir su destino y lejos de los bamboleos de
quienes ahora se consideran extraños. En el siglo XIX fructificaron
revoluciones nacionalistas apoyadas desde muy distintas instancias. En este
sentido, sabido es que la emperatriz Isabel de Austria no solo simpatizó con aquellas
causas, sino que apoyó personalmente la escisión de Grecia o Hungría, y eso que este último
país pertenecía a su soberanía. Tal fue su entrega que, aparte de pasar largas
temporadas en Corfú y mantener contactos con aquineos independentistas,
dedicaba interminables horas de su tiempo a estudiar las lenguas del Peloponeso
y del país magiar. Si alguien desea documentarse sobre estas cuestiones, abandone
las películas en technicolor, con esa Sissi enamorada de un Francisco José paternalísimo
y reverenciado por sus súbditos, y lea algunos ensayos publicados en las tres
últimas décadas del siglo XX. Puede que la imagen cursi y edulcorada deje paso
a una mujer de carne y hueso, con luces y sombras, pero al fin y al cabo
terrenal y auténtica. Tal vez otro día escriba acerca de ella y de los
sentimientos que me provoca.
Avanzando en el
tiempo y tras la Conferencia de Yalta, Berlín se dividió en cuatro zonas que
serían administradas, respectivamente, por Estados Unidos, la Unión Soviética,
Gran Bretaña y Francia. En esa ocasión, además, se trataron temas concernientes
a los territorios de Europa del Este e Italia, por ejemplo.
Es decir, las
fronteras van y vienen, dependiendo de la economía, de las ansias geopolíticas
de ciertos dirigentes o del sentir de sus habitantes. Hay italianos del Trieste
que aun hoy subrayan al hablar su procedencia, como queriendo dejar claro que
son más austriacos que mediterráneos, al igual que existen nómadas de una
patria utópica e imaginada, que se sienten de paso en la tierra que les vio
nacer y los alberga. Tal vez sería más fácil si concibiéramos el mundo como un
planeta de todos, donde recalas y nadie te interroga sobre tu origen, como
aquellos pioneros que arribaron a las costas de una América de Norte exótica,
ignota y acogedora.
Y si la historia
nos ha enseñado que la contienda y la fuerza han determinado muchas veces la
creación de reinos y estados, es preferible pensar que la opción madura y
avanzada pasaría por preguntar a cada cual qué opina acerca de los límites del
lugar donde reside. La democracia pasa por consultar y que los consultados y no
consultados acepten el resultado del proceso. Lo que se impone no genera amor
ni apego. Si el matrimonio dejó de ser indisoluble hace tiempo (al menos para
quienes no siguen los postulados católicos), si somos el resultado de un
contrato social, si la democracia es el poder de las personas que constituyen
una determinada comunidad, ¿a qué esperamos? No debe temerse ningún resultado,
pues probablemente unos y otros tengan su parte de razón. La manos del poder
territorial han de estar siempre limpias y libres de fanatismos de uno u otro
signo.