Visitas

4 de julio de 2012

El valor de las cosas




Si tuviera que escaparme de madrugada, huir del país atropelladamente o, en definitiva, abandonar mi casa sin tiempo para hacer maletas, creo que me llevaría un cuadro. Eso sí, desmontando el marco, quitando el cristal y doblando el objeto que preserva, para facilitar su transporte. Probablemente en mis paredes haya otros que costaron más y que siguen siendo más cotizables, pero estas cosas poco o nada importan, cuando las valoramos con las entrañas.
Se trata de una carta muy antigua, escrita en chino tradicional. Me la regaló L. cuando cumplí una de esas fechas redondas que, según los psicólogos, marcan nuestra existencia evolutiva (aunque a mí me han marcado más algunos eventos sin edad precisa). Está dirigida a una muchacha que va a casarse y se la remite su abuela (probablemente con la ayuda de un escriba, a juzgar por la pulcritud de los ideogramas y porque es probable que no todas las mujeres –ni hombres- supieran escribir en la China del siglo XVII). De su autenticidad no me cabe duda, ni de su contenido tampoco, porque en su momento encontré una persona que la pudo más o menos traducir.
Aquella abuela, previendo que no podía asistir a la boda de su nieta, de alguna manera quiso acompañarla y, por supuesto, desearle la mejor ventura y felicidad. Es la misiva de alguien con experiencia que, lejos de dar consejos, anima a su ser querido (a lo mejor el más querido) a ser feliz y encarar el futuro con esperanza y alegría.
Pienso que los objetos quizá carecen de alma propia, pero sin duda albergan la de quienes los hicieron. Esa carta transporta en sus poros todo un universo doméstico de emociones contenidas, gestos mínimos, palabras exactas y destila el amor suave de las margaritas silvestres, es decir, ese afecto que no necesita vocablos ni gestos ampulosos para estar presente. Sospecho, además, que abuela y nieta compartían el mismo sentimiento.
Agradezco a la providencia que este papel de textura rugosa y color indefinido, pero hermoso, haya sobrevivido a los acontecimientos y avatares que, sin duda, han ido sucediéndose alrededor de esa carta. Además, como no creo en la casualidad, me gusta pensar que llegó hasta mí para recordarme que mi abuela A., a pesar de ser polvo de estrellas, sigue alegrándose conmigo.