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7 de septiembre de 2019

Lo importante







He terminado mis vacaciones, miro a mi alrededor y caigo en la cuenta de que todo sigue igual. El país no ha cambiado, el gobierno sigue en funciones, me esperan decenas de correos electrónicos por responder, al rey emérito lo operan y acude su familia a verlo mientras por las redes dos mujeres piden que los gallos no violen a las gallinas. Todo en orden, por tanto, para una vuelta a la rutina sin aspavientos ni sobresaltos. 

Hubo una canción interpretada por Alberto Pérez, en los setenta-ochenta, que me gustó siempre (“Nos ocupamos del mar”). Trataba de una pareja que se repartía las tareas de acuerdo a su talante, de tal forma que él hacia todo “lo que tiene importancia” y ella “todo lo importante”. En una estrofa de apenas cuatro versos se contenía buena parte de la esencia de la vida, como es la diferencia entre la importancia y lo importante. La primera no deja de ser algo artificial, de puertas afuera, pagado con el reconocimiento de los demás, mientras que lo importante muchas veces está oculto o velado; pertenece al reducto íntimo de nuestras entretelas, al remoto arcano que corona nuestras acciones, al fundamento mismo de una existencia plena. 

En este sentido, he visitado dos veces una exposición pequeña que apenas ha tenido repercusión en los medios. Trata sobre las lenguas del mundo a través de la Biblia y pudo verse en Caixa Fórum. Gracias a la "Colección Pere Roquet" he sabido que algunos idiomas no han desaparecido porque existe una biblia escrita en él que leen un racimo de personas, a falta de otros textos. Hoy en día perviven 7.111 lenguas diferentes, de las que 3.116 son ágrafas. Dentro de cien años, ¿cuántas quedarán? Por poner un ejemplo, en Tierra del Fuego hay un idioma, el yagán, que llegó a tener un vocabulario de cuarenta mil palabras. Actualmente solo cuenta con una hablante nativa, Cristina Calderón, de 91 años. 

Si pensamos en lo que tiene importancia, abrazaremos la idea de que tenemos que hablar inglés porque supuestamente nos abre las puertas laborales, nos ayuda a viajar y a navegar por Internet y nos quieren hacer creer que no saber inglés es ser semianalfabeto. Ahora bien, si nos ocupamos de lo importante, emplearemos los medios que tengamos a nuestro alcance para evitar que desaparezca un idioma, pues no se trata solamente de una forma de expresión oral o escrita, sino que el lenguaje configura y moldea nuestra estructura cerebral y social y, por tanto, nos define como personas. 

Estando enzarzada en estos y otros pensamientos, se me presentó la emperatriz Isabel de Austria, Sissi para los parientes y amigos. Como sabe que la aprecio y entre nosotras no hay más protocolo que el usted con que me dirijo a ella, pues es mayor que yo, fue directa al grano para comentarme que lo más importante que hizo en su vida fue aprender húngaro y griego, para apoyar a ambos países y acercarse a sus gentes. Mientras cepillaban su larga melena y la coronaban con horquillas y pasadores, ella repasaba verbos, declinaciones y palabras muy alejadas de su alemán nativo. Con la lengua magiar aprendió también a amar y en Corfú, hablando griego, se sintió libre. 

Hay pueblos que conservan su identidad gracias a la lengua de sus habitantes y, así, los amish y los menonitas son capaces de apartarse de cuanto les rodea porque pervive en ellos la lengua de sus antepasados. Al igual que muchos de los hebreos con los que he hablado en Israel este verano, que conservan el español de Sefarat aunque no hayan venido nunca a España y esto, lejos de hacerles vulnerables, les da la fuerza necesaria para agruparse el 10 de agosto a orar, cantar y conmemorar su expulsión de España. 

Siguiendo con lo que es importante y a propósito de esos bebés aquejados con el llamado síndrome del hombre lobo por tomar un omeprazol adulterado, más allá de declaraciones, sanciones e indemnizaciones, deberíamos preguntarnos por qué se prescribe a niños pequeños un medicamento que, sin adulterar, se sabe que puede provocar demencia senil y otras dolencias en adultos que lo toman habitualmente. 

Parece que el omeprazol se ha convertido en el inglés de las farmacéuticas, eso que se extiende y expande, arrollando a otros remedios más antiguos, más experimentados y menos rentables, pero eficaces. Así, rara es la persona a la que no le prescriben omeprazol antes o después,  a pesar de que no es tan inocuo como se dijo ni tan beneficioso a la larga. 

Así que doy todo mi apoyo a las madres y padres de esos bebés a los que, por el interés de algunos, les ha crecido un vello hirsuto donde no debería haber ni un pelo. Ojalá no se convierta en un nuevo episodio de aquella talidomida y respondan eficazmente quienes deban responder, se repare el daño causado y pidan perdón, porque pedir perdón es lo menos que alguien puede hacer. Pero si no es así, los ciudadanos de a pie tendremos que levantar otra piedra en el muro que cantaban los Pink Floyd, para que nos aislemos de tanta importancia que desatiende lo importante. 


NOTA: Este articulo forma parte de mi intervención “En paralelo”, dentro del programa radiofónico “Te cuento a gotas”, que puede escucharse aquí: https://www.ivoox.com/como-nace-musico-autodidacta-lenguas-agrafas-lenguas-audios-mp3_rf_41012576_1.html

Fotografía ©️A. Quintana. Jerusalén (Israel), 9 de agosto de 2019 

3 de marzo de 2019

Yo y las pseudociencias




Eso, en esencia, es el fascismo: la propiedad del Estado por parte de un individuo, de un grupo, o de cualquier otro que controle el poder privado” 
(Franklin D. Roosevelt)


Las mentes preclaras de quienes gobiernan mi país llaman pseudociencias a ciertos tratamientos terapéuticos que, según ellos, se encuentran más cerca de la charlatanería y el fraude que de verdaderos métodos curativos. Utilizan ese vocablo en tono despectivo, humillante, ufanándose de que solo hay un dios y ellos son su profeta. 

No contento con el varapalo que hace unos meses le dio la Unión Europea, cuando esta supranacionalidad se negó a prohibir la homeopatía y la acupuntura, y sabedor de que una mentira repetida hasta la saciedad se “convierte” en una verdad, el Gobierno de España sigue con su matraca presuntamente racionalista, moderna y avanzada y ha elaborado una lista con cien materias de las que él denomina pseudociencias, plasmado su mensaje en un vídeo que, además de ridículo y feo, resulta engañoso. El objetivo no es otro que mezclar churras con merinas, confundir a los ciudadanos y maquillar la realidad, no sé si a sabiendas o por pura ignorancia, porque vergüenza me da pensar que una ministra de sanidad y  un ministro de ciencia estén tan verdes en estas cosas.

Utilizo la homeopatía desde 1985 y la acupuntura desde un poco más tarde, a principios de los noventa. En ambas modalidades he acudido a profesionales de la medicina que llamaremos “ortodoxa”, es decir, titulados en universidades españolas y con posgrados realizados en países no sospechosos de brujería. Siempre me han recibido en consultas médicas al uso y los homeópatas me han extendido recetas con remedios que los farmacéuticos de mi ciudad me han vendido sin problema. Los acupuntores han manipulado las agujas y la moxa con una pulcritud que a veces no he encontrado en las batas y las cabelleras de algunos de atención primaria. Y hasta ahora me ha ido muy bien con mis gránulos y mis punciones, al igual que a millones de personas. 

Me extraña mucho que estos políticos no sepan que los conocimientos homeopáticos vienen utilizándose oficialmente desde principios del siglo XIX gracias a Hahnemann, que no era ningún hechicero, sino un médico e investigador químico. No puedo creerme que tampoco sepan que existe un museo dedicado a este científico en la localidad de Sibiu, ni que en las boticas alemanas, francesas, austriacas, checas, italianas y rumanas (por citar solo las que he frecuentado más cuando he caído pachucha en algún viaje), al solicitar un remedio para el mal de turno y si no llevas receta, lo primero que te preguntan es si lo quieres homeopático o alopático. 

Igualmente me sonroja creer que los gobernantes no han leído u oído jamás que la acupuntura se viene usando desde aproximadamente el siglo VI a.C.  con resultados contrastados. Así que, como no puedo imaginármelos tan iletrados, quizá tengan razón quienes arguyen razones menos claras, como haber sucumbido al lobby de la industria farmacéutica, nada inocente y muy  poco noble cuando regala viajes y otras prebendas a médicos que prescriben sus últimos productos o cuando lanzan al mercado medicamentos cada vez más caros que acaban desterrando de las oficinas de farmacia otros mucho menos costosos e igual o más efectivos, pues suele tratarse de específicos antiguos y utilizados hasta la saciedad. 

Me gustaría que este gobierno pomposo y paternalista ejerciera la libertad que pregona y dejara que cada cual se cure como quiera. Llevan su ideología de fuegos artificiales hasta la paradoja de plantearse legalizar la eutanasia y la asistencia al suicidio y querer enderezarnos a quienes queremos estar sanos con terapias sin efectos secundarios. En lo que a mí concierne, seguiré usando los remedios que me dé la gana, en uso de mi libertad. No soy quién para criticar a quien acude a cromoterapia, flores de Bach o se tira de un puente. Detesto el paternalismo, el pensamiento único y el paso de la oca, con lo que también respetaré que esos ministros se traten con omeprazol la acidez de estómago que el bicarbonato quizá pueda calmarles, conscientes de que la OMS ya nos ha dicho que el primero, a la larga, causa demencia. 


©️Fotografía A. Quintana. Las Palmas de Gran Canaria, 25 de octubre de 2018.



15 de noviembre de 2015

Arquetipos vitales (II): Uno y uno es uno o la cinta de Moebius



Aquel día se levantó resacosa. Llevaba años sin probar el alcohol, pero recordaba esa sensación de vacío y alucinación que la mantenía flotando en la nada. Era consciente de que el sueño debió de vencerla ya de madrugada, cuando las constelaciones empiezan a ocultarse a la mirada de los insomnes. Sabía que las decisiones no deben tomarse cuando nos embarga la tristeza o el enfado, mas era preciso actuar, ser protagonista de su propia historia y encarar los vientos del destino con velas renovadas.

Cogió papel y lápiz y apuntó "Me he pasado la vida amando a los demás y descuidándome". No acababa de releerla cuando la tachó y cambió la frase por esta otra "Nací para amar por encima de mis posibilidades". Y siguió apuntando con la letra menuda de siempre "pues quizá nunca estuve preparada para el desamor. No se trata solo de la educación recibida, sino tal vez sea un rasgo de carácter. He aprendido que no sé amar porque me duele abandonar más que ser abandonada". Y llegando a este punto, las lágrimas brotaron de unos ojos cansados, enrojecidos y dilatados para poder ver lo que no es perceptible a través de ellos. Entonces, vino a darse de bruces con la imagen de un ilusionista de circo, uno de tantos de los que acapararon su atención infantil en tardes de colores y risas, de los que sacaban pañuelos de un cigarro y conejos de una chistera aparentemente vacía. De los que, a pesar de utilizar trucos y artimañas, siempre la fascinaron porque la transportaban al mundo paralelo de la magia. Se acordó también de un juego con naipes que su padre le enseñó y de lo que su progenitor hacía con la gente sentada en una silla.

Sumida en estos pensamientos, cogió una baraja y, removiéndola varias veces, escogió a ciegas una carta: el as de espadas, atributo del rey Arturo, protegido de Merlín. Ojalá ella tuviera a su lado un druida así que la guiara sabiamente, advirtiéndola de los peligros, capaz de transformar el éter en materia y viceversa. Pero la realidad es obstinada y las cosas no aparecen cuando se las llama... ¿o sí? Abandonó sus pensamientos, fue hacia el baño para asearse y, secándose, adivinó que las cosas grandes y extraordinarias llegan tras momentos de lucha y zozobra.

Encendió la radio y oyó, entre las noticias que iba escuchando, que alguien le decía con voz amistosa y segura "no corras por quien no es capaz de andar a tu lado". Esta frase la leyó en alguna red social meses atrás y enseguida pensó que se trataba de una alucinación auditiva.

Se preparó el desayuno y, al untar mantequilla en el pan, apareció sobre la mesa una fotografía suya de cuando nació, en brazos de una abuela que, con la mejor de las sonrisas y la mirada más cariñosa, sin palabras le repetía una y otra vez "haz bien y no mires a quién". ¿Cómo llegó hasta allí la foto? ¿Sería verdad que, en ese instante congelado que revelaba la imagen, su yaya le transmitió tamaño mensaje? Lejos de asustarse por lo que estaba pasando, se dio cuenta de que Merlín estaba con ella y le mostraba la verdadera realidad de su existencia, que no era otra que encontrar el equilibrio entre lo que le gustaría hacer y lo que debe hacer. Pero hasta que el fiel de su balanza encontrara el punto muerto, tanto debate interno la consumía.

Salió a la calle y se fue caminando cuesta arriba, dejando tras sí varias paradas de autobús. Llevaba la mente en blanco, aunque no estaba ausente, sino conectada con todo. Era capaz de distinguir el humor de cada conductor por el ruido que hacía su vehículo al frenar o arrancar; percibió que los pájaros se contestaban unos a otros y que el sol le traía noticias de Ítaca.

Al torcer una esquina vio un teatrillo antiguo, con una marioneta en medio que le hizo un guiño. ¡Era Merlín! Vestido de blanco, le recordó que en algún universo paralelo ella no había nacido aún, que en otro ya había solucionado lo que ahora tanto le preocupaba y que, probablemente, era polvo de estrellas o rama de olivo en cualquier punto de la línea que trazan espacio y tiempo. También le trajo el aroma a rosas de su abuela y comprendió en ese instante que debía seguir el consejo que ella le dio. Tenía que perdonar y perdonarse, mirar de frente al miedo para que este se disipara, dejar a un lado todas las ideas que cercenaban su autoestima, pensar que ella y sus paralelas identidades componían sin embargo una unidad. Eran el uno, lugar donde todo nace, esencia que todo abarca, pensamiento y acción, causa y efecto de todas las cosas, lazo moebius que envuelve universos lejanos. Y volvió a estar más tranquila, como cuando de pequeña, en el circo, los prestidigitadores ejecutaban su número sin que el truco de adivinara. Pura magia.

NOTA sobre la fotografía: Tomada en la calle Segovia (Madrid), 15-11-15


5 de agosto de 2015

Reflexiones, palomas y milagros



El otro día asistí al preestreno de la película “Ghadi”, un film libanés que recomiendo a quienes, como yo, creen en la magia de los pequeños actos diarios…. siempre que esa magia proceda de individuos ajenos a la multitud y sean capaces de tomar la delantera. Sin desvelar la trama, contaré que uno de sus hilos conductores me reafirmó lo que pienso: la masa necesita creencias comunes para sentirse felices.
Esto me llevó a recordar otra peli que vi en mayo “Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia”, de Roy Andersson. En ella, su director nos muestra en un tono menos mediterráneo cómo somos los humanos o, mejor aun, cómo aparentamos ser a los ojos de una paloma observadora. En este sentido, tal vez la sociedad no sea más que una cadena de mitos cuidadosamente engarzados, como la búsqueda ansiosa y desenfrenada de la felicidad, tarea a la que las personas dedican prácticamente la totalidad de su tiempo, descuidando quizás el sosiego que les traería caer en la cuenta de que la felicidad no es un fin ni un derecho, sino mucho más: la esencia misma de otras capacitaciones y cualidades que nos pueden hacer la vida más llevadera.
Cada cual tendrá una forma u otra de perseguir esa felicidad, pero en el fondo lo que todos anhelamos es el sosiego de sentirnos en paz con nosotros mismos. No hace mucho, una persona me confesó que rara vez estaba conforme con lo que hacía, pues siempre le asaltaba la idea de que las cosas podrían haber sido mejores. Culpa y arrepentimiento se dan la mano muchas veces para quitarnos el sueño, sobre todo porque no siempre se resuelve este binomio con un castigo, como cuando éramos pequeños. Hemos dejado la infancia para asumir responsabilidades y la mayor de todas es bailar con la música que elegimos, aunque nos equivoquemos de danza, hasta que podamos cambiar la coreografía.
La historia de la humanidad está repleta de actos infames, pero también de chispas aisladas que salvan del naufragio a quienes no se conforman con lo obvio, pues la vida es eso: nadar hasta alcanzar la orilla. Quítate el peso superfluo.

NOTA sobre la fotografía: provincia de Segovia, 2-8-2015





28 de julio de 2015

Sin fecha de caducidad




Más de uno nos hemos encontrado alguna vez frente a un diagnóstico médico poco agradable, bien contra nosotros mismos o bien en relación con alguien de nuestro entorno. Por si esto no fuera suficiente, puede que el facultativo nos regale la propina de poner fecha aproximada a nuestra cita con la Parca, en un alarde de transparencia y sinceridad que casi nunca es comprendido o aceptado de buena gana por quien lo recibe. No me estoy refiriendo a esos momentos en que el enfermo se está muriendo y los médicos avisan de que solo quedan días u horas para el desenlace, sino a esos otros casos en que, sin decirte que estás terminal, te sueltan que dentro de meses, un año, tres o quizá cinco seas polvo de estrellas y recuerdo de tus seres queridos.

Es cierto que en muchas ocasiones esas conjeturas se realizan respondiendo a las preguntas directas y ansiosas de los pacientes, pero esto en absoluto justifica que te equiparen a un yogur y sellen tu alma con una fecha de caducidad que, aunque sea imaginaria, quedará impresa en el inconsciente del enfermo con esa tinta indeleble que tan hábilmente preparan siempre el miedo y la frustración. Porque, llegados a este punto, si nos dicen que no cumpliremos los cincuenta años o que no volveremos a ver florecer el granado de nuestro jardín, nos están condenando a vivir bajo la espada de Damocles, aun a sabiendas de que la praxis médica no es infalible.

Saber comunicar las noticias dolorosas es un don que no todo el mundo posee, pero sin duda se puede aprender. De igual manera que los médicos aplican protocolos hasta para sajar un grano, alguien debería instruirles sobre las consecuencias que desencadena lo que dicen. Si se me permite aludir a mi experiencia personal, en cierta ocasión salí de la consulta con un nuevo amiguito: el fantasma de la guadaña. Este personaje me dio dos años infernales, pues a cada momento me asaltaba la idea de que me moriría pronto, infierno que se agrandaba con la creencia de que yo debía mantenerme fuerte, sin preocupar ni apenar a quienes me rodeaban. El destino quiso que encontrara a otro especialista que me habló en un idioma distinto. Mi dolencia sigue ahí, pero el fantasma desapareció y yo recuperé no solo años de vida, sino la ilusión de disfrutarla sin mayores temores que los de todo el mundo.

Si la naturaleza ha querido que no sepamos nunca dónde y cómo escribiremos el último renglón de nuestra existencia, me parece inhumano hacerte cargar con una fecha de caducidad que normalmente es hipotética y puede que hasta irreal. A mí me da la impresión de que, muchas veces, los galenos se aventuran a dar fechas o plazos para curarse en salud, colocándose el escudo contra posibles reclamaciones antes de que estas se lleven a cabo. Medicina defensiva la llaman.
Es importante tener en cuenta que, se acierte o no en la previsión de la vida que le queda a un enfermo, lo cierto es que somos lo que nuestros pensamientos van creando.  Imaginemos que, al enamorarnos, se nos informara de que esa relación terminará un determinado día. ¿Experimentaríamos las mismas emociones? Probablemente no. Cualquier cita romántica, encuentro placentero o detalle cariñoso muy posiblemente quedaría empañado por un sentimiento de insignificancia, pues resultaría difícil sustraerse a pensar algo parecido a “esto está muy bien, pero dentro de siete meses vamos a separarnos”.

Pregunto a esos sanitarios que se aventuran a dar tales noticias cómo se imaginan que serían sus vidas si a ellos les dijeran que apenas tienen un año para poner en orden sus asuntos. ¿Estarían tranquilos? Se me ocurre que muchos optarían por dejar de trabajar e irse sumiendo en la narcolepsia abúlica de un calendario; otros romperían una relación amorosa, temerosos de no poder dar lo que creen que el ser amado espera; algunos decidirían no engendrar ese hijo que anhelaban; no faltaría tampoco quien cayera en depresión y quien se enganchara a las drogas de cualquier estirpe... Es decir, con fecha de caducidad la vida te cambia y, como esa transmutación no obedece a la voluntad del paciente, jamás se apreciará como una renovación, sino como la carga de estar vivo, incrementándose así  el sentimiento de culpa y la victimización por hacer contraído una dolencia de las malas.


Dejemos que al tiempo lo sigan midiendo relojes que nunca son exactos, que se atrasan, se estropean, se paran… Si los carillones no son infalibles, apliquemos la fecha de caducidad solo a los artículos perecederos e inanimados, jamás a la gente que vive, siente, piensa y solo desea ahuyentar sus miedos.  No se trata de dejar de ser realistas, pero puestos a elegir, yo me quedo con el realismo mágico que se obstina en llevar la contraria a las previsiones estadísticas que manejan los médicos. 

NOTA: La foto fue tomada en el Palacio de Peles (Sinaia).

25 de junio de 2015

Cultura




Existen vocablos que, con el transcurso del tiempo y a fuerza de olvidar su raíz etimológica, se vuelven tan permeables que parecen autorizar a cada persona que los utilice a imprimirle su propio sentido y mantener su peculiar y concreto significado frente a otro u otros igualmente particulares.

Con la palabra cultura ocurre un tanto de esto. Independientemente de las etiquetas o apellidos que muchas veces se le colocan ("popular", "a la contra", "de masas", etc.), lo cierto es que su contenido cambia según quien la utilice y, por ende, también es distinta la relación que cada cual mantiene respecto a ella. Hay quienes la aman, quienes la buscan, quienes la aborrecen, quienes la encumbran, quienes la critican, quienes la reclaman, quienes la representan, quienes la manipulan, quienes la regulan y hasta quienes la consumen sin más. Es decir, cuesta manifestarse objetivo y ecuánime hasta el punto de que, según lo que digamos en material cultural, podrá interpretarse a nuestro favor o en contra.

La lengua quiso que cultura y cultivo procedieran del mismo término latino, por tanto,  podemos pensar que nos encontramos ante una cuestión que consiste en acondicionar algo para poder dar frutos. Sin embargo, cuando hablamos de lo primero prácticamente cabe todo, desde un tiovivo hasta la Bauhaus, mientras que si decimos de alguien que es una persona cultivada, añadimos un plus a su personalidad.

Llegados a este punto, entiendo la cultura como una forma de estar en el mundo; guarda mucha relación con la ideología y, si no siempre, a veces puede convertirse en una acción política. Evidentemente, leer a Bukowski, escuchar soul y asistir a una representación de “La fanciulla del West” pueden ser compatibles entre sí (y de hecho somos bastantes a quienes nos gustan esas tres cosas tan distintas), pero si tras unas declaraciones pacatas de algún prócer episcopal alguien dice en público que prefiere entretenerse con el autor de “Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones”, esa opción se convierte en un aguijón cargado de intencionalidad muy distinta a quien hubiera contestado que admira a Sam Cook. En el primer caso se tomaría como provocación, en el segundo como simple desinterés por lo que pudiera haber dicho el representante de los obispos. 

Nada, por tanto, es menos neutro que la cultura, no solo desde el ámbito ideológico o de valores al que me he referido, sino también por ese cultivo de la personalidad que, poco a poco, se va forjando a través de lo que leemos, escuchamos, hablamos, observamos, etc. Por eso los pueblos que, como el nuestro, paulatinamente se desentienden de ella, acaban en un cajón de sastre al albur de la consigna de cualquier cantamañanas, ya sea periodista, político, brujo o titiritero. Cultivarse es sacar lo mejor de nosotros mismos, porque nos convierte en pensadores libres… y no es lo mismo cien que ochenta, aunque podamos disfrutar y emocionarnos tanto con una canción de Jacques Brel como con la catedral de Chartres o, como yo esta semana, leyendo “Apología del metasuicidio”, de Eric Von Gerö, un autor iconoclasta que disfruta sacudiendo las columnas de los biempensantes, voten al partido que voten (o no voten).