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23 de septiembre de 2010

Familias, sucesos y Arthur Miller

En algunas ocasiones, la tranquilidad familiar se asienta sobre un pacto de silencio. A medida que transcurre el tiempo, dicho acuerdo va moldeando los hechos y los acomoda a unas a las circunstancias que deberían haber sido y sin embargo no fueron, con lo cual termina modificándose la propia historia de esa familia. Todo esto suele ocurrir casi siempre en relación con sucesos graves o lo suficientemente fuertes como para preferir otra lectura, otro desenlace, otro rumbo.
Hay quienes opinan que en todas las familias conviven tabúes, mitos y verdades a medias. A lo mejor, hasta es sano que sea de esa forma y que no todos tengamos derecho a hurgar sin medida los cajones del alma de nuestros mayores. A lo peor, si supiéramos la verdad auténtica podríamos detestar haber nacido con los genes que portamos... Es más, al final, ¿cuál es esa verdadera realidad? Si hacemos caso de Valle-Inclán y damos por sentado que las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos, nadie rememora exactamente lo mismo que otra persona respecto a idénticos acontecimientos (hagan la prueba). Es decir, desde su origen, las verdades ya son relativas, pues las pasamos por el tamiz de nuestra subjetividad, cuando no de nuestra ensoñación.
En la obra “Todos eran mis hijos”, de Arthur Miller, la armonía familiar pasa por un estado de cosas fabricado a la propia medida de una madre y un padre al uso. Pero se trata de una paz inestable, acosada desde diversos frentes y en un tris continuo de desequilibrarse. Cuando llega la catarsis, quienes eran felices dejan de serlo; quienes no lo eran, permanecen tristes. Nadie gana nada y todos han perdido algo. ¿Mereció la pena? Siguiendo con el teatro, esta vez de Calderón, “en la vida, nada es verdad y nada es mentira”, exactamente igual que la fotografía que he colocado, pues aparece un bingo denominado Alcalá, cuando se trata de un local de Catania.