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21 de octubre de 2011

Dos noticias


Regreso a casa y escucho en la radio, por fin, una buena noticia: el cese definitivo de casi medio siglo de acciones terroristas.  Curiosamente, a mediodía recordé este artículo y esta entrevista, que he tenido bien presentes desde que los leí. Espero que nada se tuerza y que todo el proceso culmine en una solución aceptada por cuantos son parte en él. Aún queda trabajo, pero llevar la paz es el mejor de los trabajos.
Seguidamente me entero de que han matado a Gadafi algunos de esos libios que, durante décadas, estuvieron sometidos a los dictados de ese sátrapa (por cierto,  denostado o alzado por los gobiernos occidentales, según soplara el viento de los pozos petrolíferos y de las reservas de gas). En la tele veo gente alzar los brazos, bailar y hacer gestos de alegría por esta muerte. Pero yo, que en el colegio abjuré para siempre de las teorías tiranicidas, he sentido rechazo hacia esa manera de hacer justicia.
Son dos caras de una misma moneda, dos formas diferentes de cortar cadenas. Yo sé cuál elijo, ¿y tú?

21 de septiembre de 2011

Universo



Venus y Marte son distintos, pero comparten el mismo Universo. 
De Venus a Marte: Feliz cumpleaños.

29 de junio de 2011

Residuos



No recuerdo la primera vez que en casa asumimos la posibilidad de deshacernos de un envase de cristal, sin necesidad de entregarlo en la tienda. Supongo que, a nivel general, aquello fue recibido como un avance moderno, liberándose a la gente de acudir con sus tarritos de yogur o botellines de cerveza tintineando en la bolsa, para comprar tantas unidades como cascos se llevaba encima.
Tras el cristal apareció el plástico, el bote de aluminio, los poliestirenos del tetra brik y todo lo que usted sabe ya, porque lo utiliza. Como acabo de decir, no recuerdo exactamente cuándo empezó todo, pero soy consciente de haber participado durante casi toda mi vida en el ensuciamiento del planeta.
Ahora, cuando las cosas han llegado a unos límites alarmantes, los poderes públicos nos instan a reutilizar y reciclar. Desde hace tiempo, nos resultan familiares los cubos de basura diferenciados en función del material de nuestros residuos, pero no todo el mundo los usa de manera adecuada. Por eso, ayuntamientos como el de Pamplona han puesto en marcha el canje de latas y botellas de plástico por entradas de cine. La iniciativa me parece espléndida, pues, a la par de hacer pedagogía acerca de la necesidad de separar en origen los desechos, fomentamos una forma de ocio sencilla, barata, sosegada y, si además la película es buena, enriquecedora y artística. Parece que el experimento está dando resultado, pues desde enero de este año se han recogido casi un millón de envases (para quienes no conozcan Pamplona, se trata de una ciudad de doscientos mil habitantes, aproximadamente).
En otros lugares del mundo se lleva a cabo algo parecido, pero reembolsando el dinero de la tasa que la gente pagó al comprar el producto cuyo recipiente devuelve. Por eso me sorprende que en municipios como el mío se optara por inspeccionar las bolsas de basura y multar al vecindario si alguien osaba a mezclar raspas de sardinas con un tarro de mayonesa. Como la medida se declaró ilegal (a mi juicio, afortunadamente), pescado y botes siguen yaciendo juntos más veces de las que serían recomendables, con gran perjuicio para el medio ambiente.
¿Para cuándo medidas que fomenten de verdad el reciclaje? Si bien es verdad que todos somos responsables del estado de la Tierra, quienes poseen la capacidad de gestionar, administrar y decidir deben promover entre la ciudadanía actitudes responsables, facilitando el hacerlo y, si es preciso, incentivándolo. ¿O acaso, por idénticos fines ecológicos, no se está impulsando la renovación de los electrodomésticos, bombillas y ventanas? Creo que, mientras se expande el ejemplo de otras ciudades y los de arriba deciden si incentivar o no, bastaría con que se llevara a la práctica algo muy sencillo: incrementar el número de contenedores para cristal y papel, dotando de ellos a cada comunidad de vecinos. En la actualidad y en Madrid, solo contamos con el de restos orgánicos y el famoso amarillo, por lo que, desprenderse de periódicos atrasados, cajas de cartón o tarros de mermelada, a veces conlleva ir cargado hasta dos o tres manzanas... y no todo el mundo es joven, ágil o sano. Asimismo y respecto a los lugares donde la basura se tira a contenedores grandes, de los que están en la calle y son comunes a varios edificios, sería harto recomendable que, al lado de ellos, hubiera también receptáculos para papel y vidrio, por las mismas razones.
Es decir, si no se opta por la recompensa o compensación, al menos abastézcase a la población de elementos, recursos y dispositivos suficientes para que separar los residuos no se conciba como un castigo divino.

Para saber más acerca de lo de Pamplona,
http://www.elpais.com/articulo/sociedad/lata/invita/cine/elpepusoc/20110627elpepusoc_2/Tes

31 de marzo de 2011

Bancos y bancos


Hay muchas formas de aprender historia: leyendo, escuchando, visitando lugares, frecuentando museos, etc. Reconozco que las que más me gustan son las dos últimas, porque me permiten interpretar lo que veo, pensar por mí misma y sacar conclusiones, zambulléndome, así, en una de las facetas de la libertad por la que siempre he sentido especial predilección: la libertad de pensamiento.
Paseando por Frankfurt, ciudad que aparece en la foto que ilustra este post, me vino la idea de que las instituciones financieras son las modernas catedrales. Quien haya pasado por delante del Fondo Monetario Europeo sabrá por qué lo digo, pues el edificio y explanada donde se ubica se asemejan a esos santuarios donde acuden los peregrinos a reconciliarse con sus santos, vírgenes y dioses.  En vez de cruz, se levanta ante nuestros ojos el símbolo del euro rodeado de estrellas que, cuando les da el sol, refulgen como la corona de la Inmaculada Concepción. Tras esa "e" gigante, se elevan pisos y más pisos de oficinas, agrupadas en un rascacielos tan esbelto como las agujas de una iglesia. Ese edificio mira al cielo y lo desafía, imponiendo aquí abajo su ley y su orden.
Si nos damos una vuelta por las sedes bancarias erigidas entre finales del siglo XIX y principios del XX,  podremos observar cómo en las fachadas suelen colocar estatuas o bajorrelieves de deidades clásicas. La más común es la de Mercurio, tanto en figura antropomórfica, como a través de sus símbolos. Además, en su interior suele haber tesoros artísticos en forma de lámparas, sillas, mostradores, paneles claramente decó, estilo imperio, Luis XV, chipendale u otros.
Pero no solo se trata de templos, sino también de oficiantes. Tal y como ocurría en el pasado con curas y obispos, hoy nada se mueve o se aquieta si no es con el beneplácito de banqueros y financieros. A ellos se les consulta, cual oráculo, hasta la sucesión de candidato a la presidencia gubernamental. Ellos deciden cuándo y cómo podemos  endeudarnos, cuánto vale nuestra felicidad y en qué índice cotiza la esperanza. Ejercen el verdadero poder terrenal y ante ellos nos confesamos a diario, cada vez que introducimos una tarjeta por la ranura del cajero automático. Lo saben todo de nosotros y, como aún no han inventado el modo de perseguirnos hasta la otra vida, perseguirán a nuestros herederos y los castigarán por las faltas cometidas por quienes les precedimos.
Es la moderna religión, tan alejada de esos bancos de madera en que los prestamistas y cambistas de la Edad Media aguardaban a los mercaderes en día de feria. En la Lonja de Valencia todavía pueden verse esas bancadas primigenias, al igual que las primeras cajas donde guardaban el dinero y otros efectos. De esa actividad mercantil quedan solamente dos palabras: "banco" y "caja de ahorros". El resto ya es historia o, como acabo de decir, religión del trágala y a callar. Yo, respecto a ella, me declaro atea.

4 de marzo de 2011

A media luz


Quienes hayan brujuleado alguna vez por mi perfil en la red habrán visto que, entre mis preferencias librescas, enumero en primer lugar “El elogio de la Sombra”, de Junichiro Tanizaki. Nos cuenta este autor que, para el gusto estético japonés más ancestral o tradicional, las sombras son lo importante. Captar su misterio y desentrañar sus entresijos forman parte del ideal de belleza en sentido amplio, es decir, el que abarca a seres, lugares, objetos y conceptos.
Para que pueda surgir esa sombra, debemos estar en penumbra, es decir, asentados en esa tenue línea suspendida entre la luz y la oscuridad. Todo un ejercicio de equilibrio, si bien se mira.
No basta lo que vemos, sino lo que entrevemos, sospechamos o imaginamos. Así, envuelta en penumbras, una moneda que se desliza puede volverse un ratón huidizo e incluso podremos confundir el sonido del frigorífico con alguien que hurga en la puerta, en nuestra puerta. Supongo que percibir unas cosas u otras dependerá mucho de nuestros anhelos, emociones o sentimientos más íntimos, así como de la experiencia, pues a mí me resultaría muy difícil proyectar en las sombras todo aquello que desconozco.
Lo que me atrae de todo esto es que cualquier crepúsculo puede convertir la realidad en algo onírico y, por ende, sacar a flote un mundo donde las cosas sucedan porque sí, sin necesidad de buscar razones.
El pasado domingo asistí a la representación de “Penumbra”, de la compañía teatral Animalario. Miré y observé casi sin pestañear, analicé cada palabra de los diálogos, al final aplaudí y más tarde reflexioné, desmenucé y volví a reflexionar... casi igual a como me ocurre cuando despierto de un sueño.

23 de febrero de 2011

23-F



Durante la Edad Media, Guillermo de Ockham sentó el principio según el cual, si coexisten varias teorías para explicar lo mismo, debemos decantarnos por la tesis más simple. Sin embargo, que levante la mano quien no ha optado alguna vez por mirar el mundo a través del catalejo de lo complicado. Quienes ven a Elvis por ahí, o están seguros de que Walt Disney se encuentra hibernando pacíficamente a la espera de que la ciencia lo devuelva al mundo mortal, se apartan por propia voluntad del principio de economía al que me refería al comienzo de este post. Y es que una novela de misterio da más juego que la evidencia. 
Supongo que en estas cosas pesan mucho los intereses de cada cual, sus aficiones, sus mitos y hasta sus miedos. Por eso, somos capaces de alistarnos a una de esas suposiciones extraviadas, pero desechar otras que resultan igual de sinuosas, cuando no absurdas. Suele llamarse a todo eso teoría de la conspiración, frase ambivalente que sirve lo mismo para ver la larga mano de los servicios secretos en la muerte de Marilyn, que para intentar ahora convencernos de que el fallido golpe de Estado del 23-F era en realidad una maniobra democrática. 
A mí también me cuesta creer siempre en las versiones oficiales, de hecho me encanta lo oficioso. Pero cuando escuché por la radio, en directo, aquello de “quieto todo el mundo”, los disparos y lo que vino después, pensé en una maniobra involucionista. Aún hoy, a treinta años vista y en mi cortedad de miras, no asocio los tanques por Valencia con un acto libertario. Ni tan siquiera liberal.     

19 de febrero de 2011

Las siete y media


 Es conocida la cita de Buda relativa al punto medio de las cosas, a propósito de un músico que o dejaba muy flojas las cuerdas de su instrumento o, por el contrario, las tensaba demasiado; en ninguna de las dos situaciones sacaba notas armoniosas, de ahí que el maestro se sirviera de ese episodio para mostrar a sus seguidores que el equilibrio y la virtud se encuentran en ese punto medio, tan difícil de alcanzar.
Les cuento esto porque en Barcelona se está representando el musical “Hair” y, como los protagonistas son hippies en plena década de los sesenta, salen fumando. Quienes ya tuvimos ocasión de ver hace años tanto la obra de teatro como la película de Milos Forman, sabemos que la marihuana tenía su minuto glorioso, al igual que los chalecos de flecos, los pantalones, las flores, el pacifismo y, cómo no, el pelo largo.
La nueva función se ha topado de lleno con la actual ley antitabaco, porque un ciudadano de pro, en legítimo uso de sus derechos, ha denunciado a los artífices del musical, pues está prohibido fumar en todo espacio público y, claro, el teatro lo es. Su director, actores y productores han alegado que no se fuma tabaco, sino una mezcla de hierbas balsámicas o medicinales que no dañan la salud y cuyo consumo en forma de humo no está sancionado.
Cuando se promulgó la anterior ley antitabaco (endurecida ahora por la actual), en algunas representaciones colgaban carteles avisando de que, por exigencias del autor, alguno de los personajes salía cigarro en ristre. La cuestión se fue relajando y los espectadores y autoridades también, porque tampoco hay tantas obras con fumadores. Pero ahora reaparece el fantasma de lo correcto, lo reglamentario, atizado (no lo neguemos) por la propia ministra de Sanidad y varias asociaciones. Se trata del mismo espectro ridículo que en Francia llevó, no hace tanto, a eliminar la pipa de los carteles de la película “Monsieur Hulot”, de Jacques Tati, o el cigarrillo de entre los dedos de Jean Paul Sartre, en una conocida fotografía del filósofo (menos mal que las aguas volvieron a su cauce).
Tabaco, hierbas aromáticas, vapor de agua  o lo que sea, el caso es que unos personajes tienen que salir fumando porque, si no, seguramente serían otros caracteres, otro contexto, otra trama. Desde pequeños hemos sabido que, cuando en el teatro o en un film alguien salía ebrio, en realidad no estaba bebiendo alcohol, sino que lo parecía. Lo mismo cabe decir de los tiros de pistola y tantos otros trucos.
Me parece peligroso percibir la vida tan solo en dos colores: negro o blanco, sin matices. El “o todo o nada”, sin contextualizar ni relativizar, llevó a la amantísima mamá de la peli de John Waters a convertirse en una asesina en serie. Recordemos cómo ella (interpretada por una maravillosa Kathleen  Turner) se ponía enferma si observaba que el vecino no reciclaba la basura o un miembro del jurado que la estaba juzgando llevaba zapatos blancos en un día que era incorrecto ponérselos. La intransigencia la llevó a limpiar la ciudad de indeseables.
En España hay un juego de cartas aparentemente fácil y anodino que se llama “Las siete y media”, pero quienes lo han probado saben que resulta complicado acertar con la suma de los naipes, para no pasarse del límite. ¿Jugamos?

NOTA: Tengo que aclarar, a quienes no me conocen, que no he fumado nunca y que siempre me molestó oler a tabaco, pero hay cosas que se pasan de castaño oscuro.

4 de febrero de 2011

Aislados



Cada vez hay más personas que caminan, corren, se trasladan en autobús, trabajan o miran el infinito con unos auriculares puestos. En ocasiones escucho los sonidos que acceden a través de sus orejas y van a depositarse en sus cerebros. Y pienso que, si yo lo oigo, las paredes de su cráneo deben retumbar como una discoteca. ¿Verán también luces destellantes?.
Se cruzan dos chicos al final de la adolescencia. Diríamos que se conocen, pero ninguno tira del cable para desprenderse del prematuro audífono. Se saludan con un movimiento de cabeza y cada cual sigue su camino.

10 de enero de 2011

Voces martilleantes


A propósito de los incidentes de Tucson, algunos ven en el Tea Party la sombra ideológica que arrastró al joven Jared Lee Loughner a disparar, en un acto público, contra una congresista y la multitud que allí se encontraba, dejando varios muertos y heridos. Hay quien señala a la señora Palin como el dedo instigador de todo ello, por cuanto ha dicho, dice y tal vez dirá en torno a la política de inmigración y otras cuestiones. Tampoco faltan quienes tachan esta teoría de absurda y hablan de lo fácil que es acceder a un arma en Estados Unidos, recordándonos que acciones parecidas se han llevado a cabo en muchas ocasiones, sin que necesariamente medie ninguna doctrina o pensamiento político (pensemos en el atentado contra Lennon o la matanza de Columbine).
Hace muchos años, vi en televisión una película antigua, en blanco y negro, que no recuerdo cómo se titula ni quién la interpretaba. Tampoco estoy segura de haberla visto entera, pero hay una escena que no he olvidado y que, a menudo, la comento con los más próximos: entra en un establecimiento, mezcla de cafetería y colmado, un forastero que entabla conversación con el dependiente, un hombre mayor, enjuto y de aspecto frágil. El recién llegado se interesa por la vida en el pueblo y las aficiones de sus moradores, a lo que el señor de detrás del mostrador le comenta que ya no escuchan la radio como antes, que ahora solo oyen música, “para no ponerse nerviosos”.
Raro es el día que no me acuerdo de ese diálogo, porque lamento mucho decir que algunos políticos, periodistas y comunicadores son especialistas en caldear el ambiente. Hoy todo el mundo presume de demócrata y enarbola la bandera de la libertad de expresión (bendita sea), pero bajo esos postulados a menudo se insulta, se ridiculiza, se exagera, se manipula y hasta se miente... y todo por servir a determinados intereses (el partido, el lobby, la organización, la empresa que nos contrata, etc.). Aunque no interese la política, siempre hay un resquicio para pensar que nuestros representantes y mandatarios hacen algo que nos perjudica a nosotros o a los nuestros. Si, encima, nos lo recuerdan machaconamente a diario en actos, comparecencias, mítines, tertulias radiofónicas, debates televisivos, artículos de prensa, etc., la bilis se va acumulando y el nivel de enfado crece. Es decir, que nos ponemos nerviosos, como en la peli. ¿Y sabemos todos manejar nuestros nervios?
No debemos dejar de lado que la mayoría de la gente no es ni escéptica ni cínica y que se nutre de lo que escucha a quienes se presentan como más preparados o informados. Si se discute apasionadamente por un equipo de fútbol, ¿cómo no va a decantarse la gente, con igual ardor, por unos u otros en según qué temas?
Sin ir más lejos, el mismo día que entró en vigor en España la llamada ley anti-tabaco (el pasado 2 de enero), a un hostelero le tuvieron que dar varios puntos de sutura en la frente, por indicar a un parroquiano que no fumara dentro de su negocio, y en un hospital un hombre acabó detenido, porque su negativa a apagar el pitillo desembocó en una agresión al personal sanitario.
Ejemplos hay a cientos, tanto en este como en otros temas, en nuestro país y fuera de él. ¿A qué viene tanto coraje desaforado, que normalmente coincide con largas y profundas “campañas de opinión”? Estoy de acuerdo con quienes mantienen que cada cual es responsable de sus actos, pero ciertos individuos hacen cosas incorrectas e inadmisibles creyéndose legitimados por lo que han escuchado a terceros, sintiéndose arropados por estos y animados, inconsciente e involuntariamente, por el continuo martillero de sus palabras.
Moraleja: ni todo el mundo es de piedra, ni todo cae en saco roto.

29 de octubre de 2010

Esclavos modernos

Dice el Diccionario de la RAE (22ª edición) que esclavitud es la “sujeción excesiva por la cual se ve sometida una persona a otra, o a un trabajo u obligación”. Me resulta curioso observar que, una vez abolida oficialmente de nuestro “primer mundo” esa clarísima forma de abuso, el concepto se expande tanto y se difumina de tal modo que raro es quien, en una u otra fase de su vida, no ha sido esclavo.
¿Qué es, si no, trabajar a turnos que cambian cada día, aumentar unilateralmente las jornadas hasta lo patético, rebajar los salarios por el artículo dieciséis y admitir como única contraoferta el abandono del puesto? Todo esto y mucho más está pasando en nuestro querido mundo occidental. En España, sin ir más lejos, lo abanderan organizaciones privadas y corporaciones públicas a las que, en teoría, deberían repugnarles tales actuaciones. Pero está visto que, en vez de provocarles el vómito (por más que intenten proceder dentro de los parámetros de lo políticamente correcto), les inocula la bastarda alegría y maléfica tranquilidad que dan dividendos y prebendas.
Ante esto, ¿volverá el Capitán Trueno? ¿A nadie le importa saber que tenemos un excelente caldo de cultivo para el ascenso de cosas que nunca jamás deberían volver? Por favor, auxilio; la Humanidad peligra.

17 de septiembre de 2010

Don de lenguas

Escucho en la radio la honda preocupación del ministro de Educación por el escaso nivel que, en el conocimiento de idiomas, poseemos los españoles. Parece que este déficit obedece principalmente a las políticas educativas, que han arrojado a generaciones enteras al grotesco chapurreo, cuando no al limbo de la mudez. Sobre todo, la inquietud ministerial se centra en el inglés, que se ha ganado (por dejación de otras, todo hay que decirlo) el título de lengua vehicular, como en su momento fue el latín o aspiró a serlo el esperanto. Nada que objetar al Sr. Gabilondo. Comparto sus tribulaciones. A mí también me gustaría que todos salieran de la Secundaria hablando y escribiendo dos idiomas foráneos y que, como en tantos países, al menos uno de ellos con igual destreza que la lengua materna. Ojalá se consiga y podamos desterrar al olvido la ingente cantidad de chistes en los que nuestra infinita ignorancia o tosca pronunciación arrancan las carcajadas de media humanidad.

Pero también me preocupa lo mal que se habla, en general, el castellano, que es la lengua en la que yo me expreso diariamente. Estoy alarmada por el deterioro que sufre y a veces pienso que la estamos perdiendo por completo. Sólo se me aleja la zozobra cuando escucho hablar a personas latinoamericanas, cuya precisión en el uso de las palabras, sea cual sea su formación y edad, supera con mucho a la de la mayoría de mis compatriotas. Sin ir más lejos y a propósito de los mineros que permanecen soterrados en Chile, a la espera de que los rescaten, escuché a una jovencita de no más de quince años expresar a cámara lo que sentía por tener a su padre atrapado allí abajo. La claridad con que habló, la exactitud de sus giros y la corrección sintáctica me hizo desear en ese momento que la entrevista se alargara más allá de los cuarenta o sesenta segundos que debió de durar aquello. Esto no suele ocurrirme cuando escucho a muchos españoles (incluso periodistas) emitir frases sin artículos, olvidar cómo se pronuncian debidamente las sílabas ge y gi, aspirar la hache en palabras que en castellano han llevado siempre hache muda o, finalmente, empeñarse en que toda uve doble es hija de la fonética anglosajona. Son sólo cuatro ejemplos, pero podría poner muchos más. Y lo peor de todo es que hace años, en el colegio, a algunos les bajaban nota por expresarse de forma tan desastrosa.







9 de septiembre de 2010

Foto de foto o el cazador cazado


Poca gente conozco a la que no le guste fotografiarse. En general y fotogenia aparte, a veces rezongando, atusándonos el pelo u ordenando los botones de la ropa, el caso es que las personas solemos acceder a que nos inmortalicen. Cualquier evento o paraje son propicios y servirán de excusa para que alguien, cámara en ristre, deje testimonio de ese instante..., como los japoneses de arriba.

Con el auge de lo digital, además, hemos multiplicado por ene las fotos que hacemos y nos hacen: que el niño ha llegado el décimo en una carrera colegial, foto al canto; que la abuela ha cambiado de peinado, fogonazo de flash y, así, lo que ustedes quieran. Al fin y al cabo, desde que en el siglo XX se acuñara el eslogan de “una imagen vale más que mil palabras”, casi todos hemos sucumbido con gusto a esa magia.

Cuando pasa tiempo y revisamos imágenes, repasamos también nuestra vida y, aparte de celebrar o rememorar el acontecimiento que se plasma en las fotos, a menudo nos preguntamos qué habrá pasado con tal o cual persona, dónde habrá ido el traje que llevábamos puesto, quién ocupará la casa que ya no es nuestra o cómo habrá quedado el incipiente paseo marítimo. A mí también me gusta especular con la posibilidad de que sólo haya un ejemplar de la instantánea que contemplo y, si se pierde o se elimina, pueda desvanecerse para siempre un trozo de mis recuerdos. Son minutos excitantes en que yo, humilde mortal, acabo poseyendo la facultad de arrojar a un agujero negro cualquier recuerdo aciago.

Volviendo a los japoneses, el chico tal vez atrapó y congeló para siempre una gota de encanto, diversión y asueto, esto es, la imagen de su acompañante en ese preciso momento. Pero a mí lo que me ha salido es la inmensa de felicidad que les traspasaba a ambos.







1 de septiembre de 2010

Como objetos


El País Semanal tiene una sección dedicada al sexo. En ella se lanza una pregunta y publican las respuestas de lectores y de algún famoso. El domingo pasado (página 83) le tocó a Cayetana Guillén Cuervo el honor de contestar a la siguiente cuestión: ¿Qué experiencia exótica querría tener este verano? A lo que la conocida actriz y presentadora literalmente contesta: “Pues mira, ya que pasamos estas vacaciones en Indonesia, me apunto a una experiencia asiática. Tengo amigos que viven allí que me aseguran que una vez que has probado el sexo con una chica asiática, te cuesta volver a la mujer europea. Y como los chicos indonesios no me gustan especialmente (físicamente, por supuesto, porque de carácter son como para llevártelos a casa), tendremos que probar el rollo bollo. ¡Seguro que mi chico no nos deja solas!”

Huelga decir que me parece estupendo lo que la Sra. Guillén sueñe, evoque o desee y que me importa un bledo lo que haga durante sus vacaciones. Pero cuantas veces leo sus palabras, más se me asemejan a las conversaciones zafias que, en boca de los peores machos, tanto hemos denostado siempre. Me chirrían porque parece que se trata a las mujeres asiáticas como objetos lúbricos nada más, a la altura de un consolador o de una muñeca hinchable. Y me molesta también que, por el tono empleado, se anime a la gente a salir al encuentro de la presa asiática, de esa esclava que deberá satisfacer todas nuestras fantasías.  Yo creía  que esa forma de turismo sólo la practicaba otra clase de personas.



12 de julio de 2010

Gazpacho, macedonia y derecho de gentes

Ha tenido su gracia ver celebrar los goles de la selección española de fútbol al chino que vive en el edificio de enfrente. Cada vez que La Roja apuntaba un tanto en el marcador, salía al balcón con singular alegría y gritaba y se movía como lo habrían hecho un gaditano o un aragonés. Pero hay más: estos días hemos podido contemplar a centenares de inmigrantes envueltos en la bandera roji-amarilla, llevando de la mano a sus niños con el mismo atuendo y coreando hasta la afonía su orgullo por sentirse de aquí. También he visto turistas ingleses o italianos hacer lo propio y no he podido por menos que sonreír con ellos y, de paso, reírme de tanto mentecato que aún cree en fronteras, alambradas, murallas y guetos.
Parece que el deporte ha ganado una hermosa batalla: aunar personas, reconocerles un patrón común por encima de orígenes, lenguas y documentos administrativos. Algo parecido al ius gentium de los jurisconsultos romanos, es decir, aquel que se aplicaba  a todos los seres humanos, con independencia de su procedencia. Porque, si poner puertas al mar es tarea imposible, reconozcamos que cada individuo puede ir y venir donde le plazca, sentirse de un grupo u otro según el momento y vincularse a lo que quiera sin abdicar de lo que es. Se dice que “pan con pan, comida de tontos”, así que mezclemos vegetales y saboreemos un gazpacho o una macedonia. El paladar saldrá ganando.