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2 de diciembre de 2016
30 de agosto de 2015
Juego limpio
Nos hemos infantilizado tanto que caminamos por la vida creyendo
que nada de cuanto hagamos, digamos o callemos va a tener repercusión en
quienes nos rodean. Nos asiste una suerte de estado de gracia, que nos hemos
otorgado a nosotros mismos, según el cual la culpa es siempre de los demás.
Refranes como “no hay palabra mal dicha, sino mal interpretada”, abonarían esta
idea de irresponsabilidad absoluta y no digamos novísimas teorías como la de
asumir que son las expectativas que cada cual pone en las cosas las que
desembocan en la decepción, ofensa o humillación. En este sentido, yo podría
emplear continuamente el sarcasmo con alguien y, si se le sienta mal, que se
aguante porque soy así y seguramente es ese alguien quien tiene el problema de
no aceptarme tal cual. Estén ustedes tranquilos, porque todavía no he perdido
el norte y acostumbro a comportarme con las personas como a mí me gustaría que
me trataran.
Estoy de acuerdo con que nuestros pensamientos conforman un
universo que muchas veces no coincide con la realidad de quienes nos rodean,
pero esto no puede servirnos de pauta para establecer y mantener relaciones
personales del tipo que sea, incluido el amoroso. Hay reacciones capaces de
echar por tierra las experiencias mejores y más positivas, ensombreciendo el ánimo
de una persona.
Somos causantes de muchas tristezas a fuerza de empeñarnos en
cumplir nuestros caprichos y lo malo de esto es que, cumplido el antojo, casi
nunca nos damos por satisfechos. No recuerdo cuándo se puso de moda el egoísmo y
se abandonó la costumbre de pensar en los demás. Juguemos limpio, pues no
siempre la suciedad se encuentra en la mente ni en la mirada de los demás.
NOTA sobre la fotografía: Estación de servicio en Foggia (autostrada
A14), 26-8-2015
5 de agosto de 2015
Reflexiones, palomas y milagros
El otro día asistí al preestreno de la película “Ghadi”, un film
libanés que recomiendo a quienes, como yo, creen en la magia de los pequeños
actos diarios…. siempre que esa magia proceda de individuos ajenos a la multitud
y sean capaces de tomar la delantera. Sin desvelar la trama, contaré que uno de
sus hilos conductores me reafirmó lo que pienso: la masa necesita creencias
comunes para sentirse felices.
Esto me llevó a recordar otra peli que vi en mayo “Una paloma se
posó en una rama a reflexionar sobre la existencia”, de Roy Andersson. En ella,
su director nos muestra en un tono menos mediterráneo cómo somos los humanos o,
mejor aun, cómo aparentamos ser a los ojos de una paloma observadora. En este
sentido, tal vez la sociedad no sea más que una cadena de mitos cuidadosamente
engarzados, como la búsqueda ansiosa y desenfrenada de la felicidad, tarea a la
que las personas dedican prácticamente la totalidad de su tiempo, descuidando
quizás el sosiego que les traería caer en la cuenta de que la felicidad no es
un fin ni un derecho, sino mucho más: la esencia misma de otras capacitaciones
y cualidades que nos pueden hacer la vida más llevadera.
Cada cual tendrá una forma u otra de perseguir esa felicidad, pero
en el fondo lo que todos anhelamos es el sosiego de sentirnos en paz con
nosotros mismos. No hace mucho, una persona me confesó que rara vez estaba
conforme con lo que hacía, pues siempre le asaltaba la idea de que las cosas podrían
haber sido mejores. Culpa y arrepentimiento se dan la mano muchas veces para
quitarnos el sueño, sobre todo porque no siempre se resuelve este binomio con
un castigo, como cuando éramos pequeños. Hemos dejado la infancia para asumir
responsabilidades y la mayor de todas es bailar con la música que elegimos,
aunque nos equivoquemos de danza, hasta que podamos cambiar la coreografía.
La historia de la humanidad está repleta de actos infames, pero también
de chispas aisladas que salvan del naufragio a quienes no se conforman con lo
obvio, pues la vida es eso: nadar hasta alcanzar la orilla. Quítate el peso
superfluo.
NOTA sobre la fotografía: provincia de Segovia, 2-8-2015
NOTA sobre la fotografía: provincia de Segovia, 2-8-2015
25 de junio de 2015
Cultura
Existen vocablos que, con el transcurso del tiempo y a
fuerza de olvidar su raíz etimológica, se vuelven tan permeables que parecen
autorizar a cada persona que los utilice a imprimirle su propio sentido y
mantener su peculiar y concreto significado frente a otro u otros igualmente
particulares.
Con la palabra cultura ocurre un tanto de esto.
Independientemente de las etiquetas o apellidos que muchas veces se le colocan
("popular", "a la contra", "de masas", etc.), lo
cierto es que su contenido cambia según quien la utilice y, por ende, también
es distinta la relación que cada cual mantiene respecto a ella. Hay quienes la
aman, quienes la buscan, quienes la aborrecen, quienes la encumbran, quienes la
critican, quienes la reclaman, quienes la representan, quienes la manipulan,
quienes la regulan y hasta quienes la consumen sin más. Es decir, cuesta
manifestarse objetivo y ecuánime hasta el punto de que, según lo que digamos en
material cultural, podrá interpretarse a nuestro favor o en contra.
La lengua quiso que cultura y cultivo procedieran del mismo
término latino, por tanto, podemos
pensar que nos encontramos ante una cuestión que consiste en acondicionar algo
para poder dar frutos. Sin embargo, cuando hablamos de lo primero prácticamente
cabe todo, desde un tiovivo hasta la Bauhaus, mientras que si decimos de
alguien que es una persona cultivada, añadimos un plus a su personalidad.
Llegados a este punto, entiendo la cultura como una forma
de estar en el mundo; guarda mucha relación con la ideología y, si no siempre,
a veces puede convertirse en una acción política. Evidentemente, leer a
Bukowski, escuchar soul y asistir a una representación de “La fanciulla del
West” pueden ser compatibles entre sí (y de hecho somos bastantes a quienes nos
gustan esas tres cosas tan distintas), pero si tras unas declaraciones pacatas
de algún prócer episcopal alguien dice en público que prefiere entretenerse con
el autor de “Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones”, esa opción se convierte
en un aguijón cargado de intencionalidad muy distinta a quien hubiera
contestado que admira a Sam Cook. En el primer caso se tomaría como
provocación, en el segundo como simple desinterés por lo que pudiera haber
dicho el representante de los obispos.
Nada, por tanto, es menos neutro que la cultura, no solo
desde el ámbito ideológico o de valores al que me he referido, sino también por
ese cultivo de la personalidad que, poco a poco, se va forjando a través de lo
que leemos, escuchamos, hablamos, observamos, etc. Por eso los pueblos que,
como el nuestro, paulatinamente se desentienden de ella, acaban en un
cajón de sastre al albur de la consigna de cualquier cantamañanas, ya sea
periodista, político, brujo o titiritero. Cultivarse es sacar lo mejor de
nosotros mismos, porque nos convierte en pensadores libres… y no es lo mismo
cien que ochenta, aunque podamos disfrutar y emocionarnos tanto con una canción
de Jacques Brel como con la catedral de Chartres o, como yo esta semana,
leyendo “Apología del metasuicidio”, de Eric Von Gerö, un autor iconoclasta
que disfruta sacudiendo las columnas de los biempensantes, voten al partido que
voten (o no voten).
15 de marzo de 2015
La corte de los milagros
En una esquina aledaña de la calle Segovia y a pocos metros del lugar donde antaño se ubicó el estudio de López de Hoyos, existe un café tranquilo, con hermosas orquídeas en los veladores y un monaguillo que te franquea el paso sin pedirte nada a cambio. Este local es pariente próximo de otro ubicado en la acera de enfrente, famoso desde hace muchos años y cuyo rótulo marca bien su pertenencia a un estatus eclesiástico superior.
Por esas cuestiones de la sinrazón, muchas tardes, caminando hacia mi casa, recalo en el del monaguillo para tomar un té, abstraerme del día y charlar con la culta taiwanesa que lo regenta. C., además de cuidar a la parroquia con mimo y de manera muy personalizada (a todo el mundo le llama por su nombre y lo eleva al estrado de lo único), tiene una forma de comunicarse muy pareja a la mía y quizá sea ese el motivo por el que los canales de confianza se abrieron pronto: discreción, contestar a todo y tener una frase amigable que nos permita descubrir un poquito más del interlocutor. Soy consciente de que ella tiene un retrato bastante certero de mi persona, pues es de las mujeres que con una sonrisa y su mirada oblicua, te disecciona en un abrir y cerrar de ojos. Hablamos de muchas cosas, según esté el día, desde Podemos a los mares lejanos, pasando por las motos de su marido, la vecina de Linares o la Guerra del Opio. Hasta aquí, nada diferente a lo que podríamos comentar con cualquier otra persona. Pero lo que hacen extraordinarios para mí tales encuentros es que de cuando en cuando el destino me regala unas perlas que recojo y guardo. Un día descubrí que está emparentada con quien fue mi profesor de Derecho Canónico. Otra vez me habló de alguna magnífica mujer que adiestraba a las concubinas de su esposo y la maravillosa coordinación y respeto que, bajo sus directrices, reinó siempre en esa comuna doméstica.
Sus historias me acompañan en esta tarde de cielos grises, mientras me preparo un té ahumado de Formosa (¿en honor a ella?) y me imagino el rostro de ese abuelo suyo que parece sacado de la novela “El Patriota”, de Pearl S. Buck.
Y entre sorbo y sorbo, bendigo aquel 22 de diciembre de 2006 en que llegué a este lado de la ciudad con dos inmensos camiones de mudanza. Si no me hubiera movido, tal vez no habría comprendido que en los madriles, de cuando en cuando, se producen milagros. Sin ir más lejos, conocer a Michael Haneke cenando en la mesa de al lado, como se ve en la fotografía que ilustra esta entrada. Y es que, como en la canción de Jaume Sisa, “cualquier noche puede salir el sol”.
NOTA: La fotografía se tomó en el restaurante Ouh Babbo, calle Caños del Peral. nº 2.
23 de agosto de 2014
Crónicas rumanas (V): I’m gonna be
Todo nos define y dejamos la impronta de cuanto pensamos y
sentimos en las cosas más nimias. Podemos afirmar que transpiramos lo que a
menudo esconden las palabras y que nuestro humor está en aire que exhalamos. Por
eso, fotografiar letreros con distancias geográficas (como la imagen que adorna
esta entrada) conecta con lo más profundo de mí misma, pues reconozco que lo
mejor de mi vida es lo más inútil, si por utilidad entendemos lo que proporciona
un provecho cuantificable. Inútil es amar, escribir, leer cuanto se me antoja, bailar
como un zulú, ver películas, escuchar el profundo silencio de la noche...
De esta forma y parafraseando la canción de The Proclaimers que da
título a este post, yo sería la que caminara cientos de millas por el placer de
hacerlo y, mientras lo hiciera, mi mente no sería otra cosa más que mis pies marchando.
No se me ocurre otra manera de alcanzar el Polo Norte ni las estrellas.
NOTA: La fotografía está tomada en la Torre del Reloj, en Sighisoara. ¿Por qué lo escribieron en francés? Seguramente por el placer de lo inútil.
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