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1 de marzo de 2013

“… y Dios parecía dormido”




A pesar de que no he conocido ninguna, o tal vez por eso mismo, crecí con historias de la guerra y la posguerra. Y digo “la” porque es la que ha marcado a varias generaciones de españoles y, de alguna manera, todos somos hijos de tamaño dislate, aunque afortunadamente naciéramos muchos años después.

Aquellos relatos, me los contara quien me los contara, siempre eran tristes, porque, en el fondo, todos sentían que habían perdido la inocencia y el candor de quien confía en sus semejantes. Yo me imaginaba la guerra como el hacha que cercena los pies a un corredor y pronto me di cuenta de que es mejor no cruzarte con ese jinete apocalíptico, que siembra la geografía de hambre y muerte, marchita las ilusiones, impone las reglas del juego y provoca la injusticia que más duele, que no es otra que la de las cosas cotidianas.

Cuando estrenaron la película “Canciones para después de una guerra”, de Basilio Martín Patino, mi padre era joven. Él fue un niño de la posguerra, de la escasez que inundaba las calles de Madrid, a la que no podía sustraerse, porque tenía ojos en la cara y, a pesar de que no le faltó lo indispensable (y algo más) en esa España del racionamiento y el estraperlo, creció sabiendo que también era víctima de la sinrazón, de la brutalidad y de la tropelía que ni él ni sus compañeros de clase ni sus amigos de juegos habían provocado.

Al terminar el filme y encenderse las luces de la sala, observé que mi padre tenía los ojos enrojecidos y la congoja a la altura del cuello. Haciéndose el fuerte ante sus hijos adolescentes, nos incitó a que habláramos nosotros. Si algo recuerdo de nuestra conversación mientras nos llevaba a la casa de mi madre, fue la idea de que unos pocos montan el guirigay y todos los demás sufren las consecuencias.

Estos años de crisis están sumiendo a la población en una posguerra teñida de sepia. No ha habido guerra previa con tanques ni bombardeos aéreos, porque ahora todo es más sofisticado y sutil. En esta España que parecía desarrollada y moderna, son muchas las familias que viven de la pensión de los abuelos, también se suicidan personas abrumadas por las deudas, hay niños que van al colegio malcomidos, gente que pierde su casa, ancianos que no pueden comprar las medicinas, cierran empresas, surgen esclavos, se llenan a diario los comedores sociales y desde arriba dicen que “entre todos” debemos seguir haciendo esfuerzos para levantar el país y salir de este bache.

Como siempre, quien no ha provocado el caos ni está contribuyendo a aumentarlo, se ve obligado a subir al ring para pelear con los frutos que han dado políticas ineficaces llevadas a cabo por gente inútil aupada y respaldada por tahúres y vividores. Y yo ahora me pregunto quién, dentro de cuarenta años, pondrá música a la película que entre todos estamos rodando.

Benedicto XVI, en su última aparición pública hace dos días, ha dicho que “las aguas bajaban agitadas y Dios parecía dormido”. Si cualquier dios, no solo el católico, encarna la esperanza y la fuerza, tal vez lo tengan secuestrado, narcotizado y amordazado.  

21 de octubre de 2012

La ventana indiscreta, o váyase, señor…



  
Hay días que, al asomarte a la ventana, además de las nubes que vaticinan lluvias, la soledad del anciano que maquinalmente recoge su alcoba y los colores del televisor de algún vecino, percibes que un hombre fisga los contenedores de basura. Con medio cuerpo dentro, revuelve las bolsas, abre algunas, rebusca entre sus desperdicios y las vuelve a dejar donde estaban. Así hasta cuatro contenedores distintos.
Hoy no ha habido suerte; nada que aprovechar. Nadie ha tirado yogures a medio comer, ni peras pochas, ni el trozo de filete que desecha el niño melindres.
Al cuarto de hora aparecen dos jóvenes. Idéntico ejercicio. Parece que les acomoda un cubo viejo de fregona y desaparecen con su tesoro calle arriba.
Lo que hasta ahora solo había visto de noche, pasando por algún centro comercial recién cerrado, o en reportajes de la prensa, resulta que ya lo tengo debajo de mi ventana.
Mientras la congoja se me expande por dentro, maldigo esa publicidad de Contrarreforma que pretende hacer creer por ahí fuera lo felices que son los españoles cuando les quitan la esperanza de mejorar. Denigro a los corifeos que se echan las manos a la cabeza cuando las personas decentes imprecan a los políticos y a los que la emprenden a palos con los soñadores.
Lo que a mí me asombra es que nadie en las Cortes pida la dimisión de quien preside el banco azul.

14 de abril de 2012

Virtudes cardinales: la prudencia o a propósito de Botsuana



“Pero el sabio conoce bien dónde está el prudente norte:
en adaptarse a la ocasión”
(Baltasar Gracián. El Arte de la Prudencia)


¿Recuerdan la película “Los dioses deben estar locos”? A pesar del tiempo transcurrido desde que la vi, me acuerdo a menudo de los bosquimanos que la protagonizaban, pues vivían felices en el desierto de Kalahari, en paz y armonía con la tierra que les vio nacer hace más de veinte mil años.
Desde hace mucho, la economía de Botsuana (o Botswana, como prefieran) guarda relación con el turismo de cacería y con la explotación de las minas de diamantes. Ligado a esto y como suele suceder con los indígenas de casi todo el mundo, los bosquimanos tuvieron que ganar en los tribunales lo que les correspondía por derecho natural: seguir viviendo en los territorios que siempre habían sido suyos y que, curiosamente, se llaman “Reserva de Caza del Kalahari Central”. Desde que se descubriera allí un yacimiento de diamantes en la década de los ochenta, el gobierno de Botsuana no cejó en hacer todo lo posible para que esas personas abandonaran sus hogares en la reserva. Los métodos empleados no fueron nada limpios y, desde luego, entraban en grave colisión con los más elementales derechos humanos. Baste decir que se clausuró la escuela y se cegó el único pozo de agua potable.
Aunque una primera sentencia de 2006 les dio la razón a los bosquimanos, por lo que muchos de ellos regresaron a sus casas en la reserva, no fue hasta febrero de 2011 cuando el más alto tribunal de ese país africano zanjó el asunto estableciendo que tenían derecho a utilizar el agua del pozo que se había sellado por orden gubernamental. Hasta entonces, la única agua que disfrutaban los nativos que allí resistían era la de la lluvia. ¿Se imaginan que hicieran esto con nosotros?
Me ha venido toda esta historia a la mente a propósito de una cacería real en Botsuana, de la que muchos ciudadanos de España nos hemos enterado a causa del accidente que ha tenido nuestro Jefe de Estado. Quienes me conocen o me leen, saben que estoy en contra de la caza como deporte y que me repugna saber que hay personas que matan elefantes, rinocerontes, osos, antílopes o jabalíes con la misma tranquilidad y satisfacción que yo experimento cuando me tomo el desayuno.
Habría preferido la imagen de mi supremo mandatario visitando a las organizaciones que trabajan en África vacunando a la población, repartiendo alimentos, ayudando a los niños de la guerra a reinsertarse en la sociedad o enseñando a leer.
Me gustaría sentir que respira al mismo ritmo que lo hacen en mi país quienes no saben si mañana ingresarán en el club de los cinco millones de desempleados o si podrán comprar un medicamento.
Me encantaría ser de otra forma y no una pobre mujer idealista que aprendió a ser prudente y, por eso, se calla muchas cosas.

9 de febrero de 2012

Otras vidas


P. es un mendigo asentado en el centro de la ciudad. Lo acompañan dos canes hembras a las que cuida como si se tratara de sus hijas. Cuando se acerca alguien que no es del agrado de los animales, lo manifiestan de manera elocuente a base de ladridos, pero nunca pierden la compostura y jamás abandonan su posición al lado del dueño. ¿He dicho hijas? Tal vez debería decir compañeras, unidas a él con un vínculo más fuerte que el que nos transmiten la sangre, el matrimonio y una de esas hipotecas a largo plazo.
Por la noche, después de las últimas caricias y una ración más de pienso, las perras acuden a un refugio, al resguardo de las inclemencias meteorológicas y de los posibles bandarras. P., sin embargo, prepara su lecho en la entrada de una óptica.  Bajo dos o tres capas de cobertores, duerme al abrigo del cielo de Madrid.
Alguna vez, al amparo de las sobras, lo han pegado, le han intentado robar y quién sabe qué tropelías más. No estaban sus fieles camaradas para defenderlo.
Con la ola de frío siberiano que hemos tenido recientemente, me he preguntado por P. y por otros Z., X., A o M.  que habitan el mismo espacio que nosotros y, no obstante, a veces son invisibles.
Suelo hablar con P. y con sus chicas peludas y les puedo asegurar que, a través de sus ojos, veo el corto pasillo que separa la comodidad y el buen pasar  de la pobreza y el out side.
Y mientras yo siga siendo consciente de lo frágiles que son las cosas, me alegraré de que P. tenga dos seres que lo cuidan y lo aman.


NOTA: Por respeto a P. escojo la foto de alguno de esos bancos que sirven de casa mucha gente.

13 de enero de 2012

La ley del embudo



En la foto se aprecia a Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, conduciendo sin cinturón de seguridad y con su teléfono móvil en la mano.
Comprendo la fragilidad humana y lo mucho que cuesta, a veces, no pisar la línea roja de lo legal y espero que, a partir de ahora, este señor sea igual de comprensivo con las finanzas de algunos países de la UE.

Fuente de a fotografía: Revisa "Oggi".

11 de diciembre de 2011

Señas de identidad





La mayoría de las personas hacemos, decimos o tenemos algo que nos caracteriza. Puede ser el peinado, tal vez la forma de arrastrar las eses, quizá la manía de morderse las uñas, un refrán que repetimos o esa sonrisa al despertar.
Por eso me ha gustado siempre analizar los retratos pictóricos. Además de lo que el modelo quiere que se recoja en el lienzo, papel o tabla,  normalmente aparece la interpretación del artista, esa lupa que agranda un rasgo, flecha imaginaria que desvía nuestra mirada hacia el ángulo que el pintor desea que miremos.
La cuestión radica, por tanto, en cómo nos vemos y cómo nos ven los demás, teniendo en cuenta que la imagen interior nace de la clemencia con que nos tratamos a nosotros mismos.
Me ha llamado la atención el dibujo infantil que aparece más arriba. O a la tal Elena le gusta mucho ir en coche, o acaba de comprarse uno y no para de hablar del mismo, o tal vez lo utiliza para sacar a pasear al personaje menudo que ha inmortalizado su efigie con acuarelas. Sea cual fuere la razón de tan automovilístico retrato, parece que la máquina es su seña de identidad para alguno o algunos.
Estos días, además, han aparecido en prensa diversos artículos sobre la vida y milagros de la Sra. Merkel, algunos de los cuales confieso haber leído. Me ha llamado la atención que, según se recoge, en su despacho tiene un retrato de Catalina la Grande. ¿Se identificará la canciller con tan augusta dama? Me imagino que, si adorna su oficina con él, al menos la admira, pues no se concibe que alguien distribuya por las paredes o muebles de sus habitáculos reproducciones de los seres que más odie, salvo para hacer diana con dardos o perdigones. Mas no creo que sea el caso de doña Ángela, por lo hagiográfico de los artículos a que me he referido.
De entrada, yo encuentro una coincidencia en que los padres de ambas fueron fervientes luteranos, aunque no así sus hijas, ya que la emperatriz se bautizó ya mayorcita con aguas ortodoxas y nuestra contemporánea pertenece a un club fundado por católicos, que, por otro lado, siguen siendo los más numerosos. Si ambas mujeres, cada una en su época, optaron por nublar las creencias de sus progenitores lo fue por acceder a los círculos de poder que las llevarían a ser emperatriz a una y canciller a otra.
Asimismo, durante el mandato de Catalina, el imperio ruso amplió sus fronteras fagocitando países como Crimea, Ucrania, Bielorrusia o Lituania, entre otros, a costa del Imperio Otomano y de Polonia. Para Merkel, el bienestar de Alemania pasa por poner a sus pies a todos los territorios europeos. Y para conseguirlo,  no se necesita ya colocar tanques, bombardear ciudades o cambiar fronteras. En estos tiempos, cuando la soberanía nacional es letra mojada, alguien a quien solo han votado algunos de sus compatriotas se saca de la manga una ocurrencia diaria para fortalecer Alemania a costa de asfixiar a los demás miembros de la eurozona, especialmente a los del sur. Lo último, ya saben, es la amenaza constante a aquellos países que se atrevan a gastar un céntimo más del tope de endeudamiento decidido por ella y los trilaterales que la apoyan.
Lo que más me hiela la sangre es que conquista la voluntad de casi todos los gobernantes europeos y, a quienes no convence, misteriosamente quedan apartados del cargo, apareciendo en su lugar tecnócratas adscritos a la Comisión Trilateral.
No quiero bromear con estas cosas, pero me pregunto si no ha comenzado ya el IV Reich.
En fin, esta página podría haber sido diferente, si en vez del retrato de Catalina la Grande, presidiera el despacho de Ángela Merkel el de Goethe, Mozart, Gandhi o el mismo Lutero.

NOTA: Pueden entretenerse comprobando quiénes pertenecen a la Trilateral en este enlace. Verán los nombres de los actuales presidentes de gobierno italiano y griego.

14 de octubre de 2011

Otoño, luces y cambios


  
Probablemente la vida solo sean percepciones, es decir, una especie de espejo que refleja nuestros pensamientos. Si siento miedo, ¿acaso no me llegarán ocasiones de padecerlo? Si espero tranquilidad, seguro que encuentro un momento de sosiego.
Quienes me conocen saben que ahora comienza el año para mí. Cuando llegué a este mundo, mi primer olor, mi primer sonido y mi primera luz fueron otoñales, así que asocio esta estación con los cambios, con el fin de una etapa y el comienzo de otra, con la recolecta de cuanto hemos sembrado meses atrás y la posibilidad de mejorar a partir de ahora.
Estos meses de ámbar, en los que las luces se van achicando, me aportan cierto estado de gracia que me permite volar y mirar desde lo alto el maravilloso paisaje que se extiende ante mis ojos. Lejos de perderme en el laberinto, sé que entraré y saldré de él a mi antojo, ayudada por cientos de imágenes y sensaciones que se han ido amontonando, año tras año, en el limbo de mi memoria.
Sí, estoy de cambios. El otoño me ha regalado este año unos nuevos ojos para mirar las cosas desde otro ángulo, una sonrisa en el alma, para que nada me agobie, y la libertad de empezar de nuevo.

12 de septiembre de 2011

Viajeros en tránsito y el cielo de Flandes



Cada vez es más fácil trasladarnos de un lugar a otro y sentirnos Philieas Fogg o Passpartout (depende del momento). Lo que hace unas décadas era casi un sueño, hoy se ha convertido en una realidad al alcance de mucha gente. De Buenos Aires a Toronto, de Estambul a Yakarta, de Tokio a Oslo, de Barcelona a Tel Aviv, de Niza a Ciudad del Cabo, de Lisboa a La Habana, de Kiev a Munich, de Río de Janeiro a Milán, de Malabo a Las Palmas, existen miles de caminos que surcan los cielos, las aguas y las tierras de este planeta.
Si hay suerte con los enlaces y no surgen huelgas, averías o catástrofes naturales, la vuelta al mundo ha dejado de ser la aventura de ochenta días que propuso Verne en su novela. Gracias al avión, hoy podemos tragarnos seis husos horarios pasando las páginas del mismo libro, o durmiendo plácidamente. Reconozco que volar me gusta mucho, así que normalmente encaro estos acontecimientos con satisfacción.
Pero también podemos transitar por cuatro o cinco países en un mismo día, mudando de aeronave y sin cambiar de aires. Los viajeros en tránsito se mueven dentro de una burbuja con ventilación artificial que, como normalmente está a muy baja temperatura, obliga a llevar chaqueta continuamente, aunque sea verano, vengan de Miami y se dirijan a Jerez. Además, atisban un pedacito de la cuidad en la que están de paso a través de cristales herméticamente cerrados y lo que ven coincide normalmente con lo que han visto en otra parte: hormigón, hangares y alguna torre de control. Después, cuando acceden nuevamente al siguiente aeroplano, la mayoría de las veces lo hacen a través de fingers con la misma atmósfera prestada que les acompaña desde que pusieron el pie en el aeropuerto de salida.
Salvo pequeños aeródromos de exóticos o lejanos destinos, el mundo occidentalizado se unifica también en esto. Damos vueltas por las zonas se tránsito y embarque contemplando las mismas tiendas, oliendo los mismos aromas, picoteando las mismas chucherías, dándonos los mismos caprichos. Son tiempos de uniformidad y globalización. Por eso, tras casi cinco horas esperando en Bélgica el enlace con mi vuelo, ahíta de tés con limón, con dos bolsas repletas de chocolates que el médico no me dejará probar y un montón de galletas con las que culminé un día de peregrinación, caí en la cuenta de que me desplazaba a través del cielo de Flandes. Hasta entonces, Bruselas solo fue un nombre impreso en alguna parte de mi documentación de viaje.

NOTA: Gracias a Maribel, a Ana y a la familia Ballesteros, por tantas risas.