Todo es ceremonia en el jardín salvaje de la infancia.
(Pablo Neruda)
Apenas faltaba un mes para que vinieran los Reyes. A pesar de que en la casa ya no había niños en edad inocente, esa de buscar el buzón directo a Oriente y lustrar los zapatos la noche anterior, seguía montándose cierta algarabía y alborozo. La responsable de mantener casi intacta la llama de la ilusión era Aurora, la hija mayor. Con catorce años y desde que falleciera el padre hacía cinco, había tomado las riendas de un hogar anárquico y desabrido, centrado en el día a día, más pendiente de la balanza de pagos doméstica que de hacer realidad los sueños de sus moradores.
Siendo la mayor, como esta narradora les cuenta, acompañaba al colegio cada día a su hermana Lidia y a su hermano Quique y, aunque con este último solo se llevaba tres años de diferencia y con la otra quince meses, Auro, como solían nombrarla familiares y amigos, era la mayor a todas luces porque así lo habían establecido el destino y su propia vocación de primogénita. Y digo bien lo de vocación, pues se sabe que existen vástagos que, aun siendo los primeros en venir al mundo, tal vez por sentirse principales o quizá por la impericia de sus parientes, arrastran durante toda su vida un papel benjamín e inacabado, como enfermizo. Ella no era así, sino más bien al contrario. Fuerte sin llegar a dura, para su madre era el acantilado donde rompen las olas y se desgajan las galernas, el faro que alumbra aun tímidamente en los días de niebla y que parece autoabastecerse de todo lo necesario, porque jamás se ve al farero.
Llegados a esto, habría que puntualizar que la relación materno-filial no era idílica. Para la niña, la explicación estaba en que su madre tomaba pastillas para dormir desde que enviudara, pensando Aurora que los fármacos le propiciaban muy mal genio. Sin embargo, la madre sabía, aunque no lo admitiera, que esa hija nunca había sido aceptada como los otros dos, porque nació cuando lo que tocaba era disfrutar de un marido guapo y profesionalmente exitoso, lo que se truncó a los siete meses de la boda. Ese día, un resplandeciente viernes de octubre, rompió aguas cuando los esposos acababan de protagonizar su primera gran pelea de pareja, portazo incluido. Fue un momento aciago en el que ambos sintieron que habían llegado a un punto de no retorno y notaron al unísono que la garganta se les llenaba del vómito del hastío anticipado, que es el peor hastío que existe, pues contra él no puede hacerse nada. Luego vinieron Lidia, a colmar el corazón de mamá, y finalmente Quique a intentar salvar un matrimonio que ya hacía agua por todos lados.
Pues bien, apenas faltaba un mes para el Día de Reyes y los tres hermanos pasaban la tarde limpiando caritas de muñecos y ordenando un mecano hecho de tres mecanos distintos.
Aurora convenció a sus hermanos de que debían llevar a la parroquia aquellos juguetes que ya no usaran y estuvieran ocupando espacio en armarios, cajones y estantes. Había niños que no tendrían regalos a causa de la crisis y qué mejor forma de repartir riqueza que esta, es decir, donar sus cachivaches. Daba gloria ver a los tres, afanados en tan justiciera batalla, imaginando en voz alta la reacción de la chiquillería más necesitada. Su idea era más caritativa que revolucionaria, porque hasta las revoluciones se olvidan de los más párvulos, salvo para pervertirlos enseñándoles la cara diabólica de la especie humana y convertirlos en carne de cañón en causas que les son ajenas.
A medida que pasaban las horas, ellos se animaban más y más. Quique decidió que ya no le interesaba su flauta dulce y Lidia, por no ser menos, se desprendió de su colección de minerales.
Cuando llegó la madre con el tiempo justo para hacer la cena, sus tres hijos estaban aguardándola deseando contarle la hazaña que estaban preparando.
- Muy bien, buena idea. ¿Cómo lo llevaréis a la iglesia?
- Habíamos pensado que tú en el coche - dijo Quique.
- Cariño, el horario parroquial no coincide con el mío, ya lo sabéis. Cuando llego de trabajar, el cura ya está viendo la televisión.
- Bueno, no importa - terció Aurora -. Si nos dejas el carrito de la compra, lo llevamos nosotros mañana mismo.
Y así quedó la cosa.
Al día siguiente, nada más llegar del colegio y sin quitarse el abrigo, cogieron el carro y en él fueron depositando con mucho mimo la juguetería que habían apartado para aquellos chavales que tenían peor suerte que ellos. Cuando iban a cerrar el improvisado vehículo, Lidia recordó que su madre guardaba en el maletero de su alcoba una Pantera Rosa de peluche, regalo del novio que tuvo el año anterior.
- ¿Y si la llevamos también?
- Es de mamá, no podemos.
- Auro, no seas pesada. A mamá no le gustó nunca mucho, no la ha puesto en ningún sitio que se vea... y ya no sale con Guillermo.
- Podemos votar - dijo Quique- . Pero no a mano alzada, que luego os chiváis, sino con papelitos.
- ¡Papeletas! - gritaron las otras a la vez.
El recuento de aquel referéndum fue corto y claro: dos a favor y uno en contra. Ganó el sí. Cogieron al felino y con él coronaron el montículo de muñecos y demás artefactos. Pink Panther asomaba la cabeza con su bigotes torcidos y su pícara mirada.
Los tres hermanos se fueron alternando en llevar el carrito hasta la parroquia, no porque pesara o fuera dificultoso guiarlo, sino por la ilusión que a cada uno le hacía participar activamente en la aventura. Llegaron al despacho donde Íñigo, el cura más joven que, como buen carismático, los recibió alzando los brazos y agitando las palmas de las manos. Les alabó el gesto que habían tenido y, a medida que sacaba los juguetes y los depositaba sobre una mesa de madera oscura, les repetía que le dieran las gracias a su mamá por haber pensado en los más necesitados. También les dio una hojita de papel donde se indicaba que el 5 de enero, a partir de las nueve de la noche, algunos voluntarios irían repartiendo los regalos por las casas de quienes habrán pedido previamente esa ayuda. Se solicitaban manos generosas para llevar ilusión.
Contentos, los niños regresaron a su casa sorteando las losetas rotas y comprobando cuánto podía avanzar por sí solo el carro, dándole un pequeño empujón.
A pesar de su alegría por la buena acción que habían llevado a cabo, aquella noche Aurora casi no durmió. Le remordía la conciencia a costa de la Pantera Rosa y también temía la reacción de su madre. De nada serviría alegar que lo habían decidido por votación y que ella, la mayor, se opuso desde un principio... ¡Ojalá nunca la echara en falta! Aunque siempre podrían responsabilizar a Irina, la asistenta que no sabe planchar, según dice mamá.
Pasó un día y otro y otro. Semana tras semana llegó el 5 de enero. La madre estaba extrañamente feliz y dicharachera. Había ido a la peluquería, se había dado mechas de otro color y llevaba de vacaciones desde la Noche Vieja.
Cuando Aurora la ayudaba a poner la mesa para comer, se acordó del impreso que el sacerdote les había entregado la vez que aterrizaron por ahí carro en ristre.
- ¿Vas a repartir juguetes esta noche, mamá?
- No lo había pensado, pero he visto al párroco pegando carteles. No deben de haber reclutado a mucha gente.
- Si quieres, te acompaño - soltó la niña con voz luminosa.
- Si voy, tendrás que quedarte cuidando de tus hermanos, doña Frufrú.
Hacía mucho que no la llamaba así. Sabía que, cuando lo hacía, era su peculiar manera de desmostrarle su cariño.
- Trato hecho. Me quedo con ellos y luego, cuando vuelvas, hacemos chocolate y comemos el roscón.
- Un poco tarde para todo eso, pero bueno; al fin y al cabo mañana es fiesta.
Y la madre, inesperadamente, puso la misma sonrisa que cuando Lidia gana medallas en natación.
Al despacho parroquial fueron llegando los pocos voluntarios que aquellos clérigos habían sido capaces de reclutar. La madre reconoció algunos rostros, saludó a todos y cada uno de los presentes y a los que se iban incorporando al comité. Íñigo, el carismático, había confeccionado unos marcapáginas a partir de fotografías de paisajes, con frases del Nuevo Testamento. Era una forma humilde, pero sincera, de agradecer la tarea de quienes dejaban por unas horas el confortable sofá de sus casas para ir de excursión a la zona menos noble del distrito.
La madre de Aurora leyó la frase que le había tocado: “el amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (I Corintios, 13, 7)”. Intentó atisbar si el resto de marcapáginas tenía la misma cita, pero apenas pudo ver que las había más largas y más cortas. Para ella, auxiliar de laboratorio, la vida era líquida como los humores, amorfa como las células y ambigua como como la propia ciencia. Por lo tanto, aquel trocito de epístola paulina no era más que una idea en un mundo de ideas.
Cada voluntario cogió una bolsa con objetos. La de ella apenas pesaba. Echó una mirada al interior y vio cuatro o cinco paquetes ataviados con papel de colores y de formas distintas, unos más largos y otros más chaparros. Habían dispuesto que irían de dos en dos, para hacer menos tediosa la labor.
- Espera - le dijo Íñigo- como veo que llevas lo de Capitán Roi 15, coge también ese otro de la esquina y ten cuidado -le dijo en tono jocoso y guiñando un ojo- que va la Pantera Rosa. La dejas en el tercero izquierda.
El camino hasta esa calle era dificultoso. Diciembre había sido un mes lluvioso, enero nació nevando y el barrizal formado en esos andurriales apenas asfaltados y alumbrados por farolas afónicas y cegatas, hacía que ella y su acompañante, un joven universitario que le iba contando sus andanzas del verano, tuvieran que moverse como si jugaran a la rayuela.
Se atravesó un gato que salió de la oscuridad bufando y salpicando el bonito abrigo de la madre. Esta, un poco por el susto y otro poco por coquetería, hizo el gesto de pasar la mano por las manchas de barro, dejando caer involuntariamente el bulto con la pantera, que llevaba fuera de la bolsa. Apurada por haber sido ella la del descuido, empezó a compadecerse en voz alta, pasando pronto a despotricar del clima, la noche, el gato, el frío y “el capricho de mi niña”.
El joven que la acompañaba optó por no decir nada al principio, limitándose a coger el paquete del lodazal y, con su pañuelo, intentar asearlo. Viendo que el esfuerzo era inútil, no tuvo más remedio que hablar, diciéndole a la madre que lo más elegante sería desenvolver ese muñeco y entregarlo desnudo pero limpio, no con el papel hecho un asco.
Mientras retiraban el envoltorio, la cara de ella se fue mudando. Pasó de la contrariedad por el incidente gatuno a la risa ahogada en sonrisa cuanto contempló que no era una Pantera Rosa cualquiera, sino la suya, porque en el lazo que ceñía el cuello de aquel felino de trapo su amigo Guillermo había dibujado sus iniciales: G y E. ¡Vaya con sus hijos! ¿Y ahora qué podía hacer? Llevársela a su casa la obligaría a dar muchas explicaciones y compensar con otra cosa a la familia que esperaba ese obsequio. En cuestión de milésimas de segundo se despidió mentalmente del peluche y del único recuerdo material que le quedaba de aquel novio pasajero al que rechazó de la noche a la mañana, siguiendo su máxima de que era mejor repudiar a tiempo que ser repudiada.
Repartieron los paquetes, estrecharon manos, abrazaron torsos, se tragaron algunas lágrimas, también rieron y, al llegar a la avenida principal, se despidieron, marchando cada cual a sus respectivos hogares.
Pasaban quince o veinte minutos las doce cuando la madre abrió la puerta. Sus hijos la esperaban despiertos, viendo en la televisión una película musical. Dudó si soltar a bocajarro lo de la Pantera Rosa, pero esa vez no se dejó llevar por su temperamento y, uno por uno, fue besándolos. Convinieron los cuatro en dejar el chocolate para desayunar y se retiraron a descansar.
En el silencio de la noche, cuando los Reyes penetran en los sueños de las almas sinceras, se oyó a Aurora acercarse de puntillas a la habitación de su madre quien, haciéndose la dormida, percibió el aliento de su hija al lado de la oreja. En voz baja, temblorosa e insegura, la niña le dio las gracias por haber ido a repartir juguetes y le pidió perdón por haber llevado la pantera a la parroquia sin su permiso, pero que sus hermanos se empeñaron y ya sabía cómo eran. Le prometió que ahorraría su paga para comprarle otro muñeco igual. En ese momento, los corintios de san Pablo se instalaron en la frente de la matriarca y esta, comprendiendo de repente el misterio del mensaje, dejó que un riachuelo de lágrimas mojara su hasta entonces estéril y fría almohada.
NOTA: Tomé la fotografía en Milán, el 26 de agosto de 2016.