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23 de octubre de 2017

La estrella de los recuerdos




Para Julián, Marisa y familia


A mi amigo Julián le ha salido una estrella en el tuétano, dentro de sí, en lo más profundo de su sentir. Se trata de un astro comodón, que lo mismo chilla si su dueño pasa largas horas sentado, que si está de pie, pues sus rayos necesitan ser el centro de atención continuamente. Además de cómodo, por tanto, es un divo. 

Sin embargo, ayer la estrella estuvo aplacada durante un buen rato, escuchando historias de cuando éramos más jóvenes, esos tiempos en que nadie pensaba en nietos porque Julián aún criaba a sus niños y una servidora tejía un ajuar con las piedras doradas y azules que un fauno trajo de Guinea. Me di cuenta de que los relatos aplacan a las fieras mejor que el agua de lluvia, porque la vida son instantes y estos se forman en la médula de los recuerdos. Cuatro amigos, ayer, recorrimos a la inversa el camino de la melancolía y de repente, al pasar por la Puerta del Sol y leer algunas pancartas, caímos en que éramos más jóvenes que los chicos que izaban las banderas de la intolerancia. 

A mi amigo Julián le ha salido una estrella en el tuétano portadora de magia y buenas revelaciones que ahuyentarán, sin duda,  las nubes que ahora se ciñen al firmamento. 


NOTA: Fotografía tomada en Madrid, octubre de 2017 

11 de abril de 2017

Arquetipos vitales VII: Cecina y galletas para alcanzar el grial



En el amor siempre hay algo de locura, 
mas en la locura siempre hay algo de razón.
(Friedrich Nietzsche)


Aquel año tenían mucho que celebrar, no solo porque cumplían sus bodas de plata, sino porque su hijo había regresado vivo de la guerra que lo mantuvo lejos el último año. Aún faltaban cuatro meses hasta la fecha del aniversario, pero Oclo ya acusaba cierta premura por encontrar un magnífico regalo para su mujer. 

Mientras el barbero le retocaba el bigote, pensó en su vida con Camelia, el sacrificio de esta acompañándolo a través de medio mundo, sin asentarse en un lugar hasta pasada la cuarentena de él, los treinta y tantos de ella. La vida de un diplomático no es tan apacible como pueda pensarse, sobre todo si le tocan destinos conflictivos con los que su país va rompiendo relaciones. Por eso sentía que su hogar había sido durante bastante tiempo la lengua en que su esposa y él hablaban, ese chapurreado de ladino e inglés con el que empezaron a tontear y a retarse en el baile de debutantes, cuando Bohemia y la corte de Viena tributaban a las mismas arcas y el océano salpicaba espuma dorada en los sueños de los jóvenes. Hasta se conjuraron para prestarse los votos, el día de su casamiento, en aquella jerga íntima y cómplice. Y así lo hicieron ante el asombro del oficiante, padrino y monaguillos. La madrina, sorda desde niña por la difteria, les dedicó una sonrisa limpia y emocionada. El resto de los asistentes a la ceremonia, absortos como estaban en sus propios pensamientos, no habrían sabido decir si las palabras pronunciadas por los novios eran un latín atropellado por los nervios del momento, o que la acústica catedralicia era refractaria a las voces de los contrayentes.
  • ¿Qué le regalaría usted si quisiera impresionar a su esposa? - le preguntó al barbero.
  • Algo que no tengan sus amigas. Para las mujeres lo más importante es saber que pueden tener, si quieren, todo lo que su pandilla atesora y, al mismo tiempo, poseer algo que aquellas puedan codiciar y envidiar. Così fan tutte, señor.
A Oclo no le gustó mucho el comentario, aunque debía reconocer que algo de razón llevaba, pues a menudo Camelia sufría de melancolía cada vez que su prima Rebecca se embarcaba en alguno de los cruceros de lujo con que la agasajaba el hijo del último sultán otomano.

Aquella misma tarde, aprovechando que ella estaba ausente por tres días, se puso a indagar entre las cosas de su mujer, buscando pistas sobre sus gustos, manías o caprichos. Resulta increíble lo desconocida que puede resultar la madre de tu hijo, cuando descubres un opúsculo de mística oriental acurrucado entre camisones, o esos versos del peor poetastro envueltos en celofán amarillo.

Lazos, horquillas, flores secas, hebillas repujadas, plumas de diversas aves y algunas piedrecitas compartían espacio en un cofre persa junto al herbario de Camelia. Reparó también en un pequeño rollo atado con una cinta plateada que, al abrirlo, resultó ser un aguafuerte que reproducía el complejo megalítico de Stonehenge. Le impresionó la imagen y recordó que, durante la pasada Navidad, ella colgó más muérdago que de costumbre en el hueco de la escalera principal, aduciendo que así traería suerte a todos los que pasaran por debajo, independientemente de si lo veían o no. ¿Estaría interesada en las culturas paganas que poblaron antaño el Reino Unido?

Al día siguiente y ante el asombro del chófer, sacó el coche de los paseos y marchó solo hacia Salisbury. En un morral llevaba un poco de cecina y seis galletas que él mismo cogió de la despensa. También se proveyó de prismáticos y de su bastón campero, aquel que le regalaron el año pasado unos armenios agradecidos. 

A mitad de camino paró en lo que parecía una fonda. Traspasó la puerta de entrada y observó a cinco parroquianos jugando a los dados en dos mesas adosadas. A pesar de su aspecto rural, eran comedidos en las formas y celebraban los triunfos sin gritos ni aspavientos. Pasó delante de ellos saludando sin mirar y se dirigió a un rincón donde había un perol grande con sopa y varias escudillas apiladas. Cogió una y se sirvió un poco de aquel caldo con puerros y patatas.  

Al momento llegó la dueña del establecimiento, una rubiales de nariz respingona vestida de negro. Oclo pensó al principio que era viuda, pero pronto mudó de idea cuando ella misma le afirmó que estaba esperando su segundo hijo y que el bebé nacería antes de que su padre saliera de la cárcel del condado. 
  • Mala suerte, señor. Le provocaron unos borrachos aquí mismo, entrando en forcejeos y queriendo el destino que uno de ellos se cayera como un plomo al suelo, golpeándose la sien con una silla de estas de aquí, que ya ve son muy duras. La silla se la llevaron los guardias, como prueba dijeron, aunque yo más bien creo que fue para sentarse ellos, porque ¡qué sentido tiene apresar también un mueble, digo yo! 
Repitió de sopa, pagó más de lo que la mujer le pidió y se marchó.

Cuando llegó a Salisbury se dirigió al ayuntamiento. Allí preguntó a un bedel por la dirección que debía tomar para llegar a Stonehenge.
  • ¿Viene usted a comprarlo?
  • Solo venía a verlo. Desconocía que estaba en venta.
  • Sí, es de una familia que necesita el dinero. Son muchos acres de tierra fértil, en uno de los mejores parajes. El agua de allí es muy buena y el sol no hace tanto daño como en otros lugares. 
  • Yo venía a contemplar las piedras…
  • El año pasado se cayó una, cuando una tormenta descargó más de veinte rayos  por aquí cerca. Los trozos se los llevaron a otra casa de los dueños, para mampostería. De todos modos, si cambia de opinión, pregunte por Lord Monroy. Vive en la mansión que hay camino al río; no tiene pérdida. 
Se hizo de noche y Oclo seguía embobado ante la agrupación de rocas. Las había rodeado, acariciado, olido, escuchado, visto desde distintas perspectivas. De lejos, sobre un repecho del camino, parecían dispuestas como esos templos antiguos que vio tantas veces en algunos de sus destinos más exóticos. De cerca, al lado de ellas, se le antojaban gigantes benefactores de la ciudad. 

Cuanto más las miraba, con más fuerza le venía la idea de comprarlo. Tenía claro que iba a ser el mejor regalo de aniversario para la mejor de las esposas.

Traspuesto y obnubilado volvió a Londres. La cecina y las galletas seguían el morral. Antes de llegar a su casa, se las dio a un perro que olisqueaba las alcantarillas. 

No le comentó nada a nadie, ni siquiera a Camelia cuando esta regresó. Casi dos meses duraron las negociaciones, pues no solo tuvo que ajustar el precio con su propietario, sino que se vio obligado a compensar a varios aparceros por la rescisión, antes de tiempo,  de los contratos que los unían a la familia Monroy. Oclo quería que el terreno estuviera libre de inquilinos, vacío de servidumbres, liberado de cualquier cadena que lo atara al pasado. Imaginaba a su mujer organizando cenas y bailes estivales en ese andurrial tan hermoso; podrían celebrar juegos florales, montar pequeñas obras de teatro… Incluso estaba dispuesto a adquirir una casa cerca de allí para pasar días de asueto en medio de ese sueño. 

Pasaron los días y llegó la gran fecha. Debido a un brote de las fiebres palúdicas que trajo del frente su hijo, el festejo sería íntimo, una comida en casa. Únicamente acudirían Rebecca y el vástago del sultán, recién llegados de España.  

A los postres, antes de que los varones se retiraran al salón de fumar, Camelia le pidió a su doncella que le trajera un paquete rojo que había dejado en el vestidor. Oclo se ausentó unos segundo y regresó con un cartapacio crema atado con cintas pardas. 
  • Se lo encargué a Rebecca, querido. Lo ha traído expresamente para ti desde Toledo.
De un paquete bastante largo y estrecho, Oclo extrajo una espada cuya empuñadura estaba cubierta con arabescos dorados.
  • Para tu colección. Me informé de que el acero de esas tierras es de lo mejor que se hace. Parece mentira, pero allí poseen una fábrica de armas muy acreditada desde hace siglos. Y estos dibujos de aquí están hechos con oro; son hilos y láminas finísimas de oro auténtico. Lo llaman damasquinado. ¿A que no lo sabías? 
  • Gracias, Camelia. Es un sable precioso. Y sí, menuda hoja tiene. Acero bien templado… Y ahora coge esta escritura, es tu regalo.
Todos los presentes dirigieron sus miradas hacia el legajo que sacó Oclo de la carpeta, intrigados. 
  • Lee, Camelia, lee.
  • ¿Son unas escrituras?
  • Sí, he comprado Stonehenge para ti. Vi que guardas un grabado entre tus cosas y comprendí que te atrae ese lugar.
  • ¿Que has hurgado en mis cosas…? 
  • Tenía que hacerlo. Debía buscar alguna pista sobre algo que te hiciera realmente feliz.
  • Devuélvelo, no lo quiero.
  • Pero Camelia, espera a verlo. Podemos ir mañana y te quedarás maravillada como yo me quedé la primera vez que lo contemplé. 
  • No lo quiero, Oclo. ¿Qué tipo de regalo es este? ¿Unas piedras en medio del barro?  No te entiendo. Yo no quiero vivir allí, ni veranear, ni pasear. ¿Ya no me conoces? Hicimos planes para comprar una casa de campo en Escocia, pero en ese agujero de Salisbury… ¿Te has vuelto loco?
Camelia se echó a llorar. Rebecca y el turco se marcharon y el hijo de la pareja, rendido por la fiebre, decidió irse a reposar. 

Oclo no salía de su asombro. Disgustado, cogió la escritura y la regresó a la carpeta.  Diplomático, acarició el pelo de su mujer y, en la jerga que ambos inventaron, le pidió disculpas por haberse entrometido en sus armarios y cajones, por haberse precipitado a comprar algo sin consultar primero, por haber sido un idealista y no pensar en algo más práctico. Mañana mismo acudiría a una inmobiliaria y pondría en venta las tierras recién adquiridas. También aprovecharía su inminente viaje a París, acompañando al ministro, para comprarle un collar de perlas grises.

Aquella noche, al resguardo de la luna llena y con los ojos enrojecidos por el llanto, Camelia le confesó que había estado en Stonehenge un par de veces, del brazo de un médium que abusó de su buena fe y la engatusó haciéndole creer que se había enamorado de ella. Sintiéndose halagada, actuó como una ingenua hasta que se dio cuenta de su error, pues el donjuán solo quería dinero para iniciar un viaje a Katmandú, sin que haya vuelto a tener noticias de él desde que puso rumbo al Himalaya. Por eso no quiere ni oír hablar de aquella piedras milenarias. 
  • ¿Y por qué conservas el grabado? ¿Te lo regaló él? 
  • No sé. Supongo que por la misma razón por la que se guardan los secretos.
Cuando firmó la venta a favor de la compañía Knight Frank, quien no pudo aguantar las lágrimas fue Oclo. Se sentía injustamente tratado, incomprendido y humillado, aunque un hombre de su posición no podía dejar traslucir el enorme agujero que se había abierto en su corazón para siempre. 

Y desde entonces, hay quienes afirman que, en las tardes de niebla, se ve pasear por Stonehenge a un caballero que mordisquea cecina y galletas que va sacando de su morral. 


NOTA: Esta historia está remotamente basada en un hecho real. Agradezco a Knight Frank y a su representante en España que me hayan autorizado a llenar de ficción lo que me contaron en el descanso de una mediación.


Fotografía del grial tomada en el Museo del Prado (Madrid), julio de 2016

6 de febrero de 2017

Arquetipos vitales (VI): El diablo se viste de morado oscuro







"¿Es esto la vida real? 
¿es esto simplemente fantasía?
Atrapado en un derrumbamiento
 abre tus ojos.."

(Freddie Mercury, Bohemian Rhapsody) 


Apagó la radio cuando se iba acercando a los juzgados. La ciudad se había despertado con tres sucesos escabrosos y pensó que alguno le podía tocar a él. Entraba de guardia.  Era un martes ventoso, desapacible, triste y "de color morado", como le gustaba definir los momentos de sacrificio personal, los tragos amargos que a menudo debía echarse al coleto casi sin mirar, sin pensárselo dos veces, "porque sí", como le había enseñado su padre, o "por sentido del deber", como le repetía su preparador cuando no llevaba los temas de la oposición bien cimentados. 

Bajó la ventanilla de su flamante automóvil y devolvió con la mano el saludo al vigilante del aparcamiento. Mientras cerraba el vehículo, la voz de su fiscal le sentó en la realidad: 

-  Tendremos un día de perros, nos mandan al bicho que ha degollado a sus hijos. Un niño bien. He visto a la prensa en la puerta principal, con unidades móviles de televisión y todo; tienes al país pendiente, en comisaría se han ido de la lengua y han hablado de más. La opinión pública ya ha dictado sentencia. 

En el ascensor, el fiscal seguía hablando, mientras él pensaba en que había dejado en casa a su mujer llorando, incapaz de comprender que, tras doce años de matrimonio, el padre de su hija se había enamorado de un estudiante universitario. Estaba claro que era un día morado oscuro en toda regla. 

-  Señoría, han llamado del ministerio pidiendo que no hagamos declaraciones sobre el caso de los niños, por la alarma social y porque hay mucho tertuliano hablando de más en la tele -  le comenta una funcionaria apenas llega a su despacho y se quita el abrigo.-  También le aviso de que ahí afuera está la novia del detenido, la madre de los nenes; ha discutido con el abogado de oficio y dice que quiere hablar con usted.-  Vaya con el ministerio, como si yo hubiera hablado de los casos alguna vez. Cuando algo les interesa... En fin, actuaremos como siempre, con orden y con cabeza. Si se acerca algún periodista, díganle que no hay nada que comentar. En cuanto a la novia, ya sabe que no hablo con familiares ni amigos antes de tomar declaración, no quiero influencias sentimentales. 

Junto al expediente del sanguinario suceso había otros aguardando su tramitación. En total, le esperaban ya cinco detenidos y la cifra aumentaría a lo largo de la jornada. Miró las fotos de los niños degollados, el cuchillo sucio metido en una bolsa de plástico, la hoja sin antecedentes del reo, la exigua diligencia de reconocimiento policial, con faltas de ortografía y de sintaxis, y una nota manuscrita con números e iniciales. 

El juez tenía experiencia en guardias y no le llevó mucho tiempo organizar la mañana.  A las tres y cinco de la tarde, antes de tomar declaración al parricida y mientras apuraba un bocadillo de tortilla, le mandó un mensaje a su joven amado: "Se lo he dicho. Me siento liberado. Seguramente mañana me traslade a un hotel, mientras encuentro casa". 

Se entreabrió la puerta de su despacho y entró el detenido esposado y acompañado de dos policías. Según el atestado, tenía treinta y dos años, pero aparentaba menos. Barbilampiño, el pelo recogido con un coletero, vestía pantalón y camisa gris, americana granate y caros zapatos italianos. Pulcro de aspecto y de maneras educadas, pidió que le aflojaran los grilletes, a lo que el magistrado accedió y los agentes cumplieron. Gracias a esto se percataron todos de una manicura perfecta, hecha a conciencia. 

Iván, que así se llamaba el detenido, explicó que no podía compartir el amor de su compañera con esos mellizos que no debieron nacer nunca. Los catorce meses de los niños equivalían a catorce meses de infierno para él, pues su vida de pareja languidecía mientras aumentaba la devoción de su chica por unas criaturas egoístas que olían a mantequilla. Sin ir más lejos, la semana pasada, mientras los bañaba la madre, se acercó a ella por detrás e intentó acariciarle los pechos. La mujer le dio un manotazo y él percibió cómo uno de los niños abrió la boca con mueca de carcajada. Sintióse humillado, apartado, expulsado del paraíso... En su profunda tristeza, añoraba el tiempo en que aun no eran padres, cuando hacían planes exclusivos para ellos, ajenos al mundo, cuando el sol era su cómplice y todo era sencillo. En aquella época compartían risas y dormían abrazados, vestidos de luz de luna plateada. 

Se habían conocido en el instituto y, desde el primer momento que la vio, se juró a sí mismo que solo viviría para esa diosa. Y lo cumplió a pesar de que ella se liara con otro cuando estuvo en Alemania de Erasmus; a pesar del año que él estuvo trabajando de ingeniero en los Emiratos Árabes; a pesar de que sus suegros eran unos carcas insoportables... contra viento y marea se consagró a esa mujer idealizada, el amor de su vida. Al quedarse embarazada, dejó de mostrar interés por las cosas que hasta el momento le habían gustado, centrándose en libros y revistas cuyos temas giraban únicamente en torno a los bebés y sus circunstancias. Pero él aguantaba con arrobo, aguardando que las aguas regresaran a su cauce, que surgiera Venus envuelta de espuma y volvieran a ser uno. 

El detenido continuó relatando la crónica de lo que para él era el desmoronamiento de su proyecto vital y, como no aceptaba el fracaso, pensó que debía poner fin a aquella situación y enmendar el error que la naturaleza había propiciado. Era consciente de que pagaría con cárcel lo que la sociedad era incapaz de asimilar, "porque la infancia y la maternidad están demasiado valoradas, señor juez. En otros tiempos, yo sería un héroe". 

Cuando terminó la declaración y devolvieron a Iván a los calabozos, la actividad en el juzgado de guardia continuó su rutina. El magistrado aprovechó para salir a la calle y fumar un pitillo. Lloviznaba y hacía viento. Sonó el móvil. Era su mujer: 

-  Andrés, no sé qué le vamos a contar a la niña. No creo que esté preparada para saber que a su padre le gustan los hombres. -  No me gustan los hombres en general, amo a Ignacio, eso es todo. -  Llámalo como quieras, pero la evidencia es la que es. ¿Con cuántos te has acostado? ¿Cuándo dejé de gustarte...?-  No creo que contestar a esto ayude a nada... Entiendo que me odies, que te sientas defraudada...-  Peor que eso. Me siento humillada, apartada, expulsada de tu vida...-  No sigas, por favor.  Acabo de tomar declaración a un homicida que ha dicho prácticamente las mismas palabras. -  Seguro que mató por amor...

Y al escuchar esto, al juez le recorrió un escalofrío por todas las vértebras. Cortó la conversación, comprobó que su amante aún no había leído el guasap que me envió  horas antes. Apartando de su frente cualquier pensamiento alarmista, llamó. 

-  Anoche no dormí casi y acabo de levantarme. -  Solo quería decirte que te quiero y que ya he elegido cómo quiero vivir los próximos años.-  ¡Qué valiente, señorito! Después de año y pico conmigo, ya era hora. -  No seas severo conmigo. Estoy pasando un día muy raro. Bueno, te cuelgo, que tengo mucho trabajo aún. 

Regresó a las dependencias judiciales, buscó a la mamá de los bebés degollados, que todavía se encontraba allí y, cogiéndole las manos, le dio el pésame y se echó a llorar. 


NOTA sobre la fotografía: South Gregorian Core. Dublín, 28-enero-2017 




2 de diciembre de 2016

Arquetipos vitales (V): Frente al Sol sin quemarme









“El lucero del alba no es una estrella”, me contaba mi abuelo, pero yo me pegaba al aire para vislumbrarlo cada mañana mientras duró aquella extraña convalecencia de mi madre que hizo que, un lunes de mayo, me viera de pronto en un paisaje de salinas y arena, conviviendo con gaviotas y con todo el tiempo libre de obligaciones. No tenía que ir al colegio y las tareas que me impusieron las profesoras no me llevarían más de cinco o siete días para completarlas, pues yo era una alumna despierta, aplicada, a la que le gustaba estudiar. Ninguna asignatura se me resistía de momento.


Así que mis ojos se abrían a la nueva realidad que suponía tener una madre tan delicada que, para restablecerse, tenía que estar lejos de mí. Presentí desde el primer minuto que no volvería a verla y que me quedaría allí, con mis abuelos, toda la vida. No me importaba sacrificarme, con tal de salvarla a ella, y así se lo pedía a Jesús en mis rezos nocturnos.


Madrugaba para ver la estrella que no es tal, como ahora hago mientras recojo mis bártulos y los clasifico cuidadosamente en cajas que carecen de destino, que no volverán a abrirse, que morirán plácidamente y sin dolor, que acabarán en el paraíso de los inocentes y quién sabe si, dentro de unos años, en algún contenedor de residuos.


Si fuera valiente de veras no empaquetaría nada, dejaría que mis enseres integraran el esqueleto de esta ballena varada que será mi casa a partir de ahora. Decidí suspender el tratamiento porque se me hizo la luz y comprendí que no resucitaría si continuaba intoxicándome. “Tendrás un retroceso”, me dijo el médico con tono amenazante, “pero veré por fin el Sol”, le contesté fijándome en el gesto que hizo con su cabeza, a medio camino entre el rechazo y la sorpresa.


Hago un alto en el camino para mirar tras los cristales. El cielo anuncia lluvia y me doy cuenta de que los momentos importantes de mi existencia han ido acompañados de agua, elemento con el que me siento hermanada. Diríase que me remonto al líquido amniótico de mi incipiente vida, donde todo era placer, el tiempo no existía, nada era ruido, todo fueron calor y mimos en un ensueño celeste que me mantuvo a salvo de los chirridos exteriores.


"Yaya, enséñame a hacer pan". "Yo no sé hacer pan, cariño, pero puedo cocinarte todo lo demás y, si quieres, te guío para que hagas un gazpacho".


Comíamos en el jardín los nutritivos manjares con que mis mayores cuidaban mi crecimiento. Bajo la mesa y a hurtadillas, yo dispensaba pedacitos de fruta a los gatos del vecino que, maleducados y arrogantes, se instalaban en la casa de mis abuelos todos los días del año, desde la hora del desayuno a la de la siesta. Eran tres mininos atigrados  con antifaz negro, a buen seguro hermanos, que recorrían la parcela como los reyes del mambo y, con su actitud, dejaban claro que eran ellos quienes nos hacían el favor de ser visitarnos.


Comienza a llover y lo hace con fuerza. Las gotas golpean los cristales. “Quieren entrar”, me digo a mí misma, pero hoy no es día de audiencia, dejo las ventanas cerradas y sigo embalando libros, cuadernos, discos, cuadros, fotografías… memoria viva de acuerdos y desacuerdos que encierran en sí mismos un resumen de lo que he ido siendo desde   que me nacieron.


Suena el teléfono y corro a cogerlo. No sé por qué me apresuro, pues ya nada es urgente para mí y, como en el fondo todos medimos la vida con nuestra propia vara, tiendo a pensar que lo que no me importa tampoco le afecta a nadie. Mi interlocutor es un viejo amigo que me invita al teatro y acepto porque es de esas obras sobre las que no hay  telón que baje y oculte el escenario: todo a la vista, como es actualmente mi vida. Los cortinones subrayan el final de la escena, son la frontera entre el pasado y el presente, únicos tiempos permitidos por la Academia de la dramaturgia. Y como la vida es puro teatro y a veces opereta, pronto germinó en todos nosotros la semilla puesta por los racionalistas a favor del carpe diem y eso de vivir el momento. Mas yo me libero y tengo mi mente ocupada con el futuro que imagino como el río que nos trae y lleva, aquel cuyas aguas no son nunca las mismas, pues el movimiento continuo no sabe de pretéritos ni de ahoras.


Tengo por delante toda la vida, aunque los galenos contemplen mi final, pues se vive cuando las cosas cambian, se vuelven distintas y sabemos apreciar la diferencia. Me queda disfrutar de un tiempo sin deberes, como aquella temporada que pasé con los padres de mi padre. El mes que viene todo será luz y alegría, pues habré escuchado la trompeta que me autoriza a hacer mi santa voluntad. Soy como la vela cuya llama va creciendo a medida que disminuye la cera que la sostiene. Sé que me apagaré, pero  tomo mi agonía como el regalo de estar consciente, ya que abomino de las recetas que te imponen paraísos tramposos para evitar que mires de frente y abras tus sentidos al anuncio de la verdad.


Hasta el momento he vivido casi setenta años. He tenido hijos, nietos, dos maridos y un hijastro. En Alemania estudié astrofísica, carrera que jamás ejercí, pero que volvería a iniciar, sin dudarlo, cada vez que renaciera. Además, trabajé mucho para mi familia haciendo esas cosas que nadie considera, pero que todos echan en falta cuando no las haces. En fin, una biografía corriente en unos tiempos vulgares repletos de estándares y uniformados pensamientos. Ahora me identifico con aquella niña que fui, que jugaba aparentemente ajena a cuanto la rodeaba, pero que, en realidad, era sabedora de lo que se cocía en su entorno. No volvería a ver a mi madre, pues su convalecencia no fue de enfermedad, sino de vida conyugal. Abandonó a mi padre, me abandonó a mí, se marchó con una maleta pequeña  y sus joyas. Más adelante supe que vivió en México y que yo tenía dos hermanos de pelo moreno que me mandaron unos zarcillos de esmeraldas y perlas cuando ella murió.


Hoy la respeto. Jamás justifiqué lo que hizo ni fui clemente, pues no hay juez más severo que un hijo herido y, como sé que el sufrir pasa, pero el haber sufrido no pasa nunca, he sido siempre indulgente con mis vástagos, a los que he tratado no con amor de madre, sino con el amor verdadero de los soles y las estrellas, que nos alumbran aun sabiendo que ni siquiera los miramos. Tampoco me dio tiempo a comprenderla, porque poco a poco fue desapareciendo su impronta, a base de referirse a ella nombrándola por su nombre de pila. Se me olvidó que Regina era mi madre y que seguramente pensaba en mí de vez en cuando.


Dentro de pocas semanas parto a Suiza, a un centro de reposo donde cuidarán y mantendrán la luz de mis ojos hasta que la bilis suba y el corazón se calle. Me hace  ilusión resucitar en la tierra de Guillermo Tell, pues conmigo morirán enfermedades, defectos, problemas, dificultades diarias y los borrones que a veces eché al escribir mi trayectoria. Siempre he estado dispuesta a transformarme, aprendiendo a vivir con la piel que en cada momento fui mudando: tersa y suave o con arrugas y manchas.


Me desato de fármacos, pautas y protocolos que me aplican sin haber pedido yo nunca. Me libero de pensar en la muerte porque ya no le tengo miedo; sé que llegó y, por eso mismo, ya es pasado. He visto cómo el sol de medianoche alumbra mi camino hacia la eternidad, esa en la que atisbo a mi abuela horneando el pan que por fin habrá aprendido a hacer. En esa eternidad Venus será estrella, si yo así lo decido, y quizá vea a mi madre  y hagamos las paces. En esa inmortalidad estaré frente al Sol sin quemarme.



NOTA: La fotografía fue tomada en Vannes, el 8 de agosto de 2015 ("Los dones llegan si miras bien")

17 de mayo de 2016

Arquetipos vitales (IV): El mundo no es un lugar



Dejó la rosa en agua y, al sujetarla al vaso donde la puso, se percató de que le habían quitado las espinas, seguramente en la floristería. Quedaban las hendiduras de los aguijones y ella pudo contar hasta siete muescas. Inmediatamente se echó la mano al costado, recordando la herida que se le abrió aquella tarde del mes de marzo, y palpó la cicatriz que le quedó desde entonces, una huella invisible a los ojos, pero muy presente en su memoria y del todo perceptible para sus dedos.

Fotografió la flor y la guardó con mucho celo en su teléfono, no sin antes enviarle a su  Romeo la instantánea, para que viera que, contrariamente a lo que él le sugirió, no la tiró a la basura. Acto seguido empezó a bailar una danza a caballo entre el cadereo africano y la sensualidad hindú, dando vueltas por todo el jardín y al mismo tiempo mirando de reojo a su perro, que andaba merodeando la mesa del porche e intentaba acercarse a la rosa. Mientras giraba y giraba, vibró el teléfono en el bolsillo de su falda, pero ella no se dio cuenta, pues de sobra es conocido que la plenitud y la dicha, cuando aparecen de la mano, acallan los ruidos externos. Saltó el contestador y una voz grabó lo siguiente: “Hola, Flaca. Marcos se representa con un león porque su evangelio comienza con el Bautista predicando en el desierto, donde se pensaba que había animales salvajes. Además, su escrito sirvió de catecismo para aquellos que, abrazando la nueva religión, se disponían a recibir las aguas bautismales. El hombre alado es Mateo y el toro, Lucas. Estaré fuera hasta el domingo. Hace un tiempo atroz, un calor inaguantable y se me rompió el reloj nada más aterrizar, por ir jugando con él y pensando en una boba que se ha quedado en Madrid. Supongo que estarás haciendo alguna de esas cosas raras que te gustan. No ligues con el más tonto”. Cuando escuchó el mensaje, pasada al menos media hora, recordó parte de la primera conversación que mantuvieron y cómo se enzarzaron en agotadoras disquisiciones artísticas, para acabar criticando, por parte de aquel seductor, la pintura religiosa. ¿Por qué llamaba ahora, contándole a ella la interpretación simbólica de los evangelistas? ¿Y por qué ha viajado hasta Israel en esta época veraniega, para estar allí tan solo seis días?

Pasó casi toda la noche recordando el tono del recado, analizando de memoria la inflexión de la voz, rebuscando en los rincones de las palabras cualquier matiz o sombra que introdujera otro significado en el discurso. Hubiera preferido una despedida distinta, no lo del ligue tonto, un adiós más afectivo habría estado mejor, más acorde con lo que ella se merecía. Pero, cuidado, la luna hizo saltar la alarma en un boquete de su mente y empezaron a aflorar pensamientos oscuros que la llevaban a divagar acerca de ideas que anteriormente no había concebido. Pensó que, a lo peor, la flor no quería decir nada y que pudiera ser que eso de obsequiar rosas sin espinas fuese la pauta con que semejante pavo real agasaja y conquista a las mujeres.

Se acercó a la biblioteca y, aunque le costó encontrarlo, al fin dio con el Tenorio, aquel librito subrayado en algunas partes, las mismas que tuvo que aprenderse cuando representó a  doña Inés en quinto o sexto de bachillerato.  Lo releyó entero y, mientras avanzaba en la lectura, notó que una gota de hiel inundaba su paladar, que dos lágrimas corrían por su rostro y que la tristeza se instalaba entre sus pechos. Sintió pena de sí misma, por no haber medido bien sus fuerzas. Estaba acostumbrada a relacionarse con personas que la admiraban, que se rendían ante su personalidad, pero ahora era ella quien se fascinaba ante alguien distinto, diferente a los hombres a los que había amado, dirigido o simplemente tolerado. Estaba convencida de que les unía un pacto antiguo no escrito, de esos que se firman en el éter cuando la luna crece y los sueños se disparan.  En su fuero interno sabía que ambos habían cruzado las miradas cientos de veces sin reconocerse, que probablemente alguna vez habían observado a la par el mismo cuadro en una exposición o franqueado juntos el portalón de algún palacio europeo, en cualquier viaje de trabajo o placer. Y siguió reflexionando sobre lo extraña que es la vida cuando, de manera abrupta e inesperada, da un golpe de timón sin aparente sentido. Llevaba años remando en aguas tranquilas y, de repente, su barcaza se precipitaba por cascadas y torrentes...

A la mañana siguiente, tras la tormenta de sus entrañas, cogió la correa del perro y salió con este a dar una vuelta. En el parque, mientras el can perseguía a unas palomas, volvió a escuchar el mensaje, destacando ahora que iba pensando en ella cuando se le rompió el reloj. ¡Qué hermosa metáfora le pareció contemplar: se para el tiempo y la vida es eterna a partir de ese instante! Esto le hizo pensar en las fotografías, en cómo congelan  para siempre la vida. Se acordó de la rosa del vaso y fantaseó sobre la idea de que siempre permanecería fresca gracias a la instantánea que le sacó con el móvil, por más que en el mundo real se marchitara y terminara secándose. ¿Qué haría ella si perdiera la memoria? ¿A quién llamaría en sueños? ¿Con quién se reiría? ¿Dónde buscaría sus recuerdos?

"No deje que su perro se acerque mucho a las palomas, que están enfermas". Una voz metálica la sacó de su ensimismamiento, levantó los ojos y vio un hombre mayor de piel bronceada que hablaba ayudado por un laringófono. "Disculpe que me entrometa, pero son muy dañinas y además trasmiten enfermedades. No querrá que su perro coja algo..." Le dio las gracias, el señor siguió su camino y ella permaneció en el parque hasta la hora de comer.

No volvió a tener noticias de su amante hasta la noche, en que le mandó un guasap. Era la imagen de un águila tallada en piedra. Debajo, le escribía: "Este es tu escudo, Flaca. Cuídalo, porque en él llevas a san Juan evangelista, el discípulo más amado." Estuvieron un rato intercambiándose misivas, hasta que llegó un "me voy a dormir, que mañana quiero acercarme a Tel Aviv. El sábado regresaré a Jerusalén.  Mil besos".

La víspera del regreso de su amor, las noticias informaron de que, cerca del Huerto de Getsemaní, un terrorista suicida había hecho estallar las cargas que llevaba alojadas en su chaleco. Como consecuencia del atentado, murieron ocho personas y otras diez resultaron heridas, además de producirse cuantiosos destrozos materiales. Todas las víctimas eran extranjeras y se encontraban con un guía turístico local, que salió ileso, al haberse resbalado y caído al suelo en el mismo instante de las detonaciones, queriendo la suerte que varios cuerpos  cayeran sobre él, protegiéndolo. Inmediatamente un gélido rayo le pasó por las vértebras, cuando la locutora comunicó que en el grupo se encontraba un español de mediana edad.

De esto hace casi dos años. Ella acude cada semana a la residencia donde vive él. Suele llevarle chocolate y papel de colores. Le habla con la voz, con las manos, con la mirada y hasta con el pelo. Sobre todo, a él le gusta que le acaricie el rostro y que le bese el cuello. Sonríe cuando cuando siente el paso de las yemas por las patillas o de los labios en la nuca y, como rey agradecido, responde siempre dándole una pajarita de las que va haciendo con los pliegos que su fiel amiga le trae.

Cuando fue repatriado, lo llevaron directamente a un hospital. Se repuso de las lesiones físicas, es decir, de la rotura de tímpanos y de la clavícula fracturada. Pasaban las semanas y los facultativos, que al principio pensaban que sería temporal, empezaron a entender que su paciente había elegido la mudez como forma de estar en el mundo. Atendía a todo, no estaba ausente de nada. Su familia se desesperaba, no conseguía acertar con el modo de relacionarse con él de manera adecuada. No lo dejaban solo en ningún momento. Cuando salía a la calle, siempre iba con él algún guardián que observaba cuanto hacía, para luego ponerlo en común con el resto de sus parientes.

Una noche, cuando los demás dormían, escribió en la puerta de la nevera, con un rotulador rojo de tinta indeleble, "quiero irme de esta casa, tengo dinero suficiente para pagarme otro hogar, dejadme en paz". Como no le hicieron caso, se tomó un tubo de tranquilizantes y apareció en el suelo con la boca llena de espuma.

Los incidentes se fueron haciendo cada vez más frecuentes y, reunido el sanedrín familiar,  decidieron llevarlo a una residencia frente al mar. Cierta mañana, paseando por la playa, observó cómo unos niños recibían su clase de vela, advirtiendo en el chaleco del profesor  la imagen de un águila con las alas abiertas. Se acordó de ella, de su última amante, del aroma a lirios de su colonia, de los postres que compartieron y las calles que pasearon. Por primera vez sintió nostalgia y regresó al asilo con la esperanza de encontrarla... Tres o cuatro días después, se armó de valor y sacó el teléfono del armario donde lo había metido con el firme propósito de olvidarlo para siempre. Afortunadamente no había perdido la memoria, por lo que fue fácil atinar con la contraseña y dar con el contacto que buscaba. ¡Maldición! No tenía línea, era un dispositivo enmudecido como él mismo.

Acudió a recepción y escribió en el reverso de un folleto publicitario de la residencia que, por favor, llamaran a ese teléfono y, si atendía una voz femenina respondiendo al apelativo de Flaca, le dijeran que él vivía en esa institución, que había optado por no hablar y que, si quería, podía venir a verlo.

Desde esa llamada, ella tiene la impresión de que la vida la premió de nuevo, pues nada le gusta más a una verdadera dama que poder dedicarse en cuerpo y alma, pero sobre todo en alma, a hacer feliz a quien ha elegido.

La vida transcurre plácida. Por primera vez, ambos se relacionan como quieren, sin  atender a las normas de los demás. Quienes los ven, perciben que son cómplices en un  mundo que solo ellos conocen, que solo ellos cuidan, que solo a ellos pertenece. Un mundo sellado con las alas de piedra que un día él le mandó por guasap y que, gracias a la papiroflexia, revolotean a su alrededor.


NOTAS: 
1.- Este relato es la continuación del arquetipo vital III de esta serie.
2.- Sobre la fotografía: Fue tomada en Étrétat (Bretaña), 14-8-15

5 de diciembre de 2015

Arquetipos vitales (III): El emperador baila solo



En los últimos tres meses, había transitado por cinco aeropuertos y siete estaciones ferroviarias. Hoy le tocaba Almería; a las cuatro de la tarde comenzaría a explicar a un alumnado incierto las claves del relevo generacional en las empresas familiares. Eran las diez y cuarto de la mañana y estaba en la sala de embarque. Primer viernes de marzo de 2014, día 7 por más señas.

La azafata de tierra anuncia que los pasajeros preferentes y quienes viajan con niños ya pueden enfilar hacia el mostrador, ordenando que todo el mundo tuviera preparada la tarjeta de embarque y su documento de identificación. Ella cerró el libro que leía, desactivó su teléfono y palpó la cartera de llevaba para comprobar por enésima vez que portaba sus papelotes, el iPad y dos cargadores. Siempre le gustó volar, mirar las nubes a través de la ventanilla, imaginar que los titanes empujan la aeronave y que el sol cobija bajo sus rayos ese cascarón de metal y fibra que surca las autopistas del cielo. Pensó en los argonautas y en cómo habría sido su viaje de contar con aviones; imaginó un Jasón a los mandos mientras oteaba, a vista de pájaro, campos y caminos en búsqueda del vellocino.

Debió de quedarse adormilada unos minutos cuando la despertó su propio estremecimiento de frío. Ajustándose la chaqueta, echó un vistazo afuera. Cordilleras, valles, rocas y tonalidades grises. Pensó que ya estaban cerca del destino y que aquello debía de ser Sierra Nevada. Notó que la nave ralentizaba la marcha y de repente emergió ante sí la más maravillosa criatura que jamás vio. Era el Mulhacén, con su melena y barbas blancas de nieve, la presencia corpórea más grande de la península, la majestad encarnada en piedra, la sabiduría y astucia de los miles de años que acumulaban sus riscos. Ella sintió que era el soberano de Andalucía, el señor de las cordilleras, el emperador de las nubes, el dueño de los vientos y el amo de los glaciares. La imagen del coloso transmitía poder y serenidad, también clemencia hacia aquella boba que hubiera dado siete semanas de su vida por alargar la mano y tocarle la capa de armiño a ese ser mayestático que le hablaba sin sonidos. Notaba que el pecho se le ensanchaba y que un estado alegre le recorría el cuerpo. Retiró los ojos de esa cumbre y recorrió con la vista los asientos cercanos de la cabina: cada cual a lo suyo, parecía que nadie se había percatado de tanta belleza.

Aquel mismo día, por la noche y tras la cena, paseó por la plaza contigua a su hotel y observó cómo cientos de personas hacían cola y guardaban turno cerca de una iglesia. Era una fila en espiral, ordenada, tranquila, sin bullicio, nervios ni prisas. Preguntó y le aclararon que eran devotos de Jesús de Medinaceli y ella elevó la vista hasta el campanario: faltaban unos minutos para las once, seguramente esas personas pasarían allí bastantes horas más… Otro rey de reyes esculpido y quieto.

Viernes 13 de marzo de 2015. Del techo colgaban unas lámparas regias que conferían a la estancia cierto aire palaciego. Ella esperaba sentada a la mesa, imaginando que aquel comedor en realidad era un salón de baile. Le vinieron imágenes de corsés y boquillas largas, espejos, abanicos, plumas y aromas empolvados… A las tres en punto llegó su cita, vestimenta oscura y corona nívea, mirándola desde arriba, desde la cumbre de un orgullo que no era jactancia, sino esplendor y lucimiento. Permitió que le mirara a los ojos y ella vio en ellos el reflejo del Mulhacén. Pensó que el ayer, cuando regresa, en realidad fue un futuro que ahora busca su acomodo y que, entre esa montaña resplandeciente y el comensal de ahora, existía un hilo conductor que ella y solo ella sería capaz de averiguar.

La conversación entre ambos transcurrió por lugares poco trillados, nada protocolarios. Tuvo la sensación de estar siendo interrogada por un rey condescendiente que ha dejado su atalaya para mezclarse entre la humanidad de sus vasallos. Sintió que sus respuestas provocaban reacciones a las que no estaba acostumbrada y que la empujaban a servirse de la esgrima para sortear envites. Pensó en su admirada Sissi, la de verdad, la del vals negro y no el tecnicolor almibarado de una Schneider pepona e irreal y sintió que el estilete de Luccheni le punzaba el corazón en ese salón de baile donde solo el emperador danzaba.

Terminada la comida, transitó sola por todo tipo de calles. Llegó a una donde decenas de feligreses aguardaban a entrar, ávidos de rozar con sus labios el pie quieto del Jesús de Medinaceli que reina en sus almas. Y mientras bajaba hacia el Paseo del Prado preguntándose acerca de tanta coincidencia, notó el calor de un hilo de sangre encharcándole la blusa. Supo entonces que renacía en los brazos de un Mulhacén que la invitaba a subirse al tiovivo de su audacia.



NOTA sobre la fotografía: Tomada en Vannes (Bretaña), 10-8-15