Cuando la gente vota, deposita su confianza en unas siglas o unas
personas determinadas. Nadie es infalible, desde luego, y muchas veces los
votantes acuden a las urnas guiados por las vísceras, la emoción o el más puro
romanticismo. De los pocos actos realmente libres que nos quedan, está el del
elegir una u otra papeleta, optar por la abstención e, incluso, anular una
candidatura con tinta indeleble, si nos da la gana. Y esto es así porque
creemos en la democracia, esa forma de organización social que, cuando no se
tiene, se anhela y reivindica, hasta el punto de que han sido, son y serán
muchísimas las personas que den su vida por implantarla o restaurarla.
Como tengo memoria, recuerdo las primeras elecciones en España,
tras la dictadura franquista. Yo no voté en ellas, porque era menor de edad,
pero eso no me impidió asistir con los ojos como platos a cuanto estaba
aconteciendo en mi país. Me acuerdo de la profusión de partidos y coaliciones,
el escaso complejo de mis compatriotas a la hora de decantarse por unas siglas.
Fuera una agrupación pacifista, cualquiera de los pecés que entonces existían,
los socialistas de Tierno o el viejo búnker, casi todos votaron con la
conciencia de estar haciendo lo que les pedía el alma. Lo del bipartidismo y el
llamado voto útil quedaba muy lejos, a un avión de Londres, París o Washington
y poco más.
Con el transcurso del tiempo, la sociedad se ha hecho adulta y, a
fuerza de creer que solo hay una o, a lo sumo, dos formas de hacer las cosas,
ha perdido la imaginación y las ganas de asomarse más allá de las teletiendas.
Paralelamente a esto, los políticos han capitulado frente a los mercaderes, que
también es una forma de no responsabilizarse por nada. Los Estados han
claudicado ante organizaciones de pomposo nombre y muy dudosa legitimidad, pues,
que yo sepa, los ciudadanos no han elegido a los miembros que las integran.
Todo esto ha desembocado en que los guardianes de esas “esencias
democráticas” se pongan muy nerviosos cuando la gente reivindica y muestra su
indignación fuera de los cauces reconocidos. Tampoco les gusta que votemos lo
que queramos y, de esta forma, salirse del redil se interpreta como declaración formal de
guerra, hasta el punto de amenazar con todas las plagas de esta biblia moderna
que es la eurozona.
Por eso yo pido que empecemos a llamar a las cosas por su nombre.
Esto dejó de ser democracia hace mucho tiempo, pues el pueblo carece de poder.
Cuando lo único soberano que ya existe es esa deuda que nos atenaza, propongo
modificar el artículo 1 de la Constitución española, suprimiendo el apartado
segundo, pues la soberanía nacional ya no reside en nosotros.
A nivel internacional, tampoco estaría mal abrir una consulta para
cambiar la denominación de la forma de
Estado. Yo propongo trelocracia, ¿y usted?
NOTA: Del griego τρελό:
loco.