Aquel día se levantó resacosa. Llevaba años sin probar el alcohol,
pero recordaba esa sensación de vacío y alucinación que la mantenía flotando en
la nada. Era consciente de que el sueño debió de vencerla ya de madrugada,
cuando las constelaciones empiezan a ocultarse a la mirada de los insomnes. Sabía que las decisiones no deben
tomarse cuando nos embarga la tristeza o el enfado, mas era preciso actuar, ser
protagonista de su propia historia y encarar los vientos del destino con velas
renovadas.
Cogió papel y lápiz y apuntó "Me he pasado la vida amando a los
demás y descuidándome". No acababa de releerla cuando la tachó y cambió la
frase por esta otra "Nací para amar por encima de mis posibilidades".
Y siguió apuntando con la letra menuda de siempre "pues quizá nunca estuve
preparada para el desamor. No se trata solo de la educación recibida, sino tal
vez sea un rasgo de carácter. He aprendido que no sé amar porque me duele
abandonar más que ser abandonada". Y llegando a este punto, las lágrimas
brotaron de unos ojos cansados, enrojecidos y dilatados para poder ver lo que
no es perceptible a través de ellos. Entonces, vino a darse de bruces con la
imagen de un ilusionista de circo, uno de tantos de los que acapararon su
atención infantil en tardes de colores y risas, de los que sacaban pañuelos de
un cigarro y conejos de una chistera aparentemente vacía. De los que, a pesar
de utilizar trucos y artimañas, siempre la fascinaron porque la transportaban
al mundo paralelo de la magia. Se acordó también de un juego con naipes que su
padre le enseñó y de lo que su progenitor hacía con la gente sentada en una
silla.
Sumida en estos pensamientos, cogió una baraja y, removiéndola varias
veces, escogió a ciegas una carta: el as de espadas, atributo del rey Arturo,
protegido de Merlín. Ojalá ella tuviera a su lado un druida así que la guiara
sabiamente, advirtiéndola de los peligros, capaz de transformar el éter en
materia y viceversa. Pero la realidad es obstinada y las cosas no aparecen
cuando se las llama... ¿o sí? Abandonó sus pensamientos, fue hacia el baño para
asearse y, secándose, adivinó que las cosas grandes y extraordinarias llegan
tras momentos de lucha y zozobra.
Encendió la radio y oyó, entre las noticias que iba escuchando, que
alguien le decía con voz amistosa y segura "no corras por quien no es
capaz de andar a tu lado". Esta frase la leyó en alguna red social meses
atrás y enseguida pensó que se trataba de una alucinación auditiva.
Se preparó el desayuno y, al untar mantequilla en el pan, apareció
sobre la mesa una fotografía suya de cuando nació, en brazos de una abuela que,
con la mejor de las sonrisas y la mirada más cariñosa, sin palabras le repetía
una y otra vez "haz bien y no mires a quién". ¿Cómo llegó hasta allí
la foto? ¿Sería verdad que, en ese instante congelado que revelaba la imagen, su
yaya le transmitió tamaño mensaje? Lejos de asustarse por lo que estaba
pasando, se dio cuenta de que Merlín estaba con ella y le mostraba la verdadera
realidad de su existencia, que no era otra que encontrar el equilibrio entre lo
que le gustaría hacer y lo que debe hacer. Pero hasta que el fiel de su balanza
encontrara el punto muerto, tanto debate interno la consumía.
Salió a la calle y se fue caminando cuesta arriba, dejando tras sí
varias paradas de autobús. Llevaba la mente en blanco, aunque no estaba
ausente, sino conectada con todo. Era capaz de distinguir el humor de cada
conductor por el ruido que hacía su vehículo al frenar o arrancar; percibió que
los pájaros se contestaban unos a otros y que el sol le traía noticias de
Ítaca.
Al torcer una esquina vio un teatrillo antiguo, con una marioneta en
medio que le hizo un guiño. ¡Era Merlín! Vestido de blanco, le recordó que en
algún universo paralelo ella no había nacido aún, que en otro ya había
solucionado lo que ahora tanto le preocupaba y que, probablemente, era polvo de
estrellas o rama de olivo en cualquier punto de la línea que trazan espacio y
tiempo. También le trajo el aroma a rosas de su abuela y comprendió en ese
instante que debía seguir el consejo que ella le dio. Tenía que perdonar y
perdonarse, mirar de frente al miedo para que este se disipara, dejar a un lado
todas las ideas que cercenaban su autoestima, pensar que ella y sus paralelas
identidades componían sin embargo una unidad. Eran el uno, lugar donde todo
nace, esencia que todo abarca, pensamiento y acción, causa y efecto de todas
las cosas, lazo moebius que envuelve universos lejanos. Y volvió a estar más
tranquila, como cuando de pequeña, en el circo, los prestidigitadores
ejecutaban su número sin que el truco de adivinara. Pura magia.
NOTA sobre la fotografía: Tomada en la calle Segovia (Madrid),
15-11-15