Me divierte y a la par inquieta
observar cómo han cambiado nuestros hábitos en muy poco tiempo. Debo decir,
para quienes no me conocen, que para mí cualquier tiempo pasado no fue mejor y
pienso que, para ser felices, lo sensato es acomodarnos a las circunstancias
del momento y no viceversa. Sin embargo, esta actitud que mantengo desde que
sepulté la adolescencia no me impide ver el uso que hacemos de las nuevas
tecnologías y lo que estas inciden, cual hijo caprichoso, en nuestra vida
cotidiana.
Hace unos días me olvidé el teléfono
en casa y opté por no volver sobre mis pasos a recogerlo, cuando me percaté del
despiste. No pasó nada, en el sentido de que, tras las cinco o seis horas que
tardé en regresar, me encontré un mensaje publicitario y dos WhatsApp que me deseaban lo mejor en unos
momentos delicados, así como el volumen habitual de correos electrónicos, que
atendí desde el ordenador, como casi siempre. Es decir, la Tierra
continuó su rotación, el tráfico no disminuyó y el invierno siguió siendo
gélido.
Pensé que, no hace tanto, las
personas nos comunicábamos de otra forma, pues no existían los celulares,
móviles o como quieran ustedes llamar a esos aparatos. Cualquier llamada o
carta contenía un nivel elevado de información, porque no existía un trasiego
tan continuo como ahora, en que tantas veces se reduce todo a un “hola” o un
icono. Sabíamos a qué hora localizar a
alguien y esperábamos hasta entonces. Lo urgente lo era sin paliativos y,
además, resultaba extraordinario. Esto nos permitía dosificar el tiempo, ser
conscientes de cada minuto, organizarnos y planificar la vida.
Salvo excepciones, pasamos buena
parte de nuestro tiempo enredando con aparatos “inteligentes”, ideados para
hacernos la vida más cómoda, pero que nos aíslan y entorpecen muchas veces el
trabajo, el ocio y hasta la paz que supone quedarse a solas con uno mismo. A
pesar de que la nostalgia no casa con mi carácter, echo de menos aquel tiempo
en que podía decidir no abrir el correo profesional durante agosto, no atender
llamadas después de las nueve de la noche o simplemente irme a tomar algo sin
estar mirando el móvil cada equis minutos. Dirán ustedes que nada me impide
hacerlo y tienen razón; de hecho, en una cena o comida soy de los pocos
comensales que mantiene el teléfono en el bolso y nunca lo pone encima de la
mesa. A mí me cuesta poco desconectarme, lo que no impide que también haya
sucumbido a ese becerrillo dorado y que, al salir del cine o bajar de un avión,
lo primero que haga sea conectar el dichoso móvil.
Conozco personas que nunca lo
apagan, manteniendo esa especie de cordón umbilical con la posible llamada, la
última noticia, la próxima partida de cualquier juego o cualquier monería
adquirida en la tienda de aplicaciones. También existe quien se ha asombrado de
que mis contactos no puedan ver cuándo estoy o no conectada al WhatsApp y alguien me pidió razón no hace
mucho de por qué selecciono el público al que dirijo lo que subo a Facebook. En
fin, sería como si invitar a alguien a cenar a mi casa ya lo legitimara para
quedarse a dormir y mirar en mis cajones.
Es positivo que la sociedad avance,
cambie y se transforme, pero esta mañana, en el metro, volví a preguntarme qué
le empuja a la gente a mirar compulsivamente la pantalla de su teléfono, cuando
la vida se mueve a nuestro alrededor y no dentro de él. Pensé incluso que levantar
la vista, en estos precisos momentos, puede ser un acto revolucionario.