Aprendí a escribir muy temprano. Ciertos pedagogos dirían que demasiado temprano. Como en mi familia nunca los hubo (los pedagogos titulados), me educaron por libre. En lo que a letras se refiere, el responsable de que con dos años y medio me entretuviera rellenando cuartillas con palabritas y frases cortas fue mi abuelo Miguel, que jamás escatimó tiempo y tesón en acercar a su nieta a la cultura y la ciencia (hola, yayo; sabes que pienso en ti a menudo).
Ya en el colegio, recuerdo los ratos que dedicábamos a hacer dictados y cómo mi mentalidad infantil se aliaba con unos signos de puntuación más que con otros. Por ejemplo, los dos puntos me recordaban a un gato que me arañó, así que me caían mal. Pero el punto y coma era como trazar una pincelada de tinta china y me parecía simpático. Ahora bien, mi favorito era el punto final. A medida que la profesora avanzaba en el dictado, yo notaba la intensidad dramática de lo que se nos estaba contando y preveía que llegaba ese rasgo redondo que rubricaba todo el texto. El lápiz temblaba de emoción y se preparaba para dibujarlo distinto a los otros puntos que jalonaban los párrafos anteriores. Un punto final es como una fanfarria, una guirnalda, el barquillo del helado.
El domingo pasado asistí a la representación de “Follies” en el Teatro Español. Me llevé una agradable sorpresa cuando vi aparecer en el escenario a su director, Mario Gas, que esa tarde interpretaba un personaje de la obra, Dimitri Weissmann. Adoro a Gas. Como normalmente es otro actor quien representa al señor Weissmann, presentí que aquella aparición no era casual, máxime cuando ya se sabía que la nueva corporación consistorial iba a prescindir de él al frente del buque insignia de los teatros municipales. Efectivamente, Weissmann-Gas daba carpetazo a una etapa de candilejas esplendorosas; sus diálogos lo remachaban y los espectadores aplaudíamos no exentos de complicidad.
Mi lápiz, esta vez imaginario, volvió a emocionarse atisbando el punto y final a la que, para mí, ha sido la mejor etapa del Teatro Español. Una programación interesante, arriesgada a veces; unos montajes sin carcoma ni olor a naftalina; un compromiso con la cultura de veras y, lo que no es menos importante, la demostración de que el teatro público no tiene por qué ser cutre, populachero o vacío.
El punto final de Mario Gas es rotundo, elegante y de precisa grafía. Traza una línea clara sobre lo que, como ciudadana, pido a los políticos y gestores: no jueguen con la cultura.
NOTA: Y mi lápiz iba apuntando las palabras que me decía mi abuelo: “escribe claro, Pinoccio”.