Hace
muchos años le escuché a alguien que somos responsables de lo que nos ocurre
con quienes nos relacionamos. Dicho así, parece muy duro y podríamos
preguntarnos dónde quedan el azar o la mala suerte en aquellas circunstancias
donde la gente no es lo que parece o nos suceden cosas que no esperábamos. Sin
embargo y a fuerza de llevarme sorpresas y disgustos, he empezado a comprender
aquella lapidaria frase (lógicamente, pasada por el tamiz de mi memoria).
En “La
Vida de Brian”, la madre del protagonista, cuando observa al pie de la cruz a
su hijo en trance se ajusticiamiento por los romanos, le reprende achacándole
que ese final se lo ha buscado él por rodearse de malas compañías, lo que
desata siempre la carcajada del espectador. Humor aparte, el ser humano es
social por naturaleza y tiende a vivir y desarrollarse rodeado de congéneres.
Quizá por eso nos pasamos toda nuestra existencia eligiendo aquellas personas
que van a acompañarnos, bien sea en un viaje, en nuestro hogar, en un proyecto
o con una taza de té en las manos.
A
veces hecho de menos aquellas conversaciones espontáneas que se daban en los
bancos de los parques o esperando el autobús. La gente hablaba entre sí sin
otra preocupación que pasar el rato. De vez en cuando surgía el milagro y
aprendíamos algo de lo que habíamos estado escuchando de quien probablemente no
volveríamos a ver jamás. Puede ser que esa falta de programación es la que me
lleva, en la actualidad, a fiarme de mi instinto, aun siendo consciente de que
quien me apuñale por la espalda ha tenido abierta, en algún momento, la puerta
de mi vida. Mas no tengo miedo.
Desconozco
si la pareja de la fotografía sigue junta, pero el instante que congelé en un
cementerio rumano da cuenta de lo importante que es contar con alguien a tu
lado capaz de mirar lo que tú miras, aunque vea otra cosa.