Más de uno nos hemos encontrado alguna vez frente a un diagnóstico
médico poco agradable, bien contra nosotros mismos o bien en relación con
alguien de nuestro entorno. Por si esto no fuera suficiente, puede que el facultativo
nos regale la propina de poner fecha aproximada a nuestra cita con la Parca, en
un alarde de transparencia y sinceridad que casi nunca es comprendido o
aceptado de buena gana por quien lo recibe. No me estoy refiriendo a esos
momentos en que el enfermo se está muriendo y los médicos avisan de que solo quedan
días u horas para el desenlace, sino a esos otros casos en que, sin decirte que
estás terminal, te sueltan que dentro de meses, un año, tres o quizá cinco seas
polvo de estrellas y recuerdo de tus seres queridos.
Es cierto que en muchas ocasiones esas conjeturas se realizan
respondiendo a las preguntas directas y ansiosas de los pacientes, pero esto en
absoluto justifica que te equiparen a un yogur y sellen tu alma con una fecha
de caducidad que, aunque sea imaginaria, quedará impresa en el inconsciente del
enfermo con esa tinta indeleble que tan hábilmente preparan siempre el miedo y
la frustración. Porque, llegados a este punto, si nos dicen que no cumpliremos
los cincuenta años o que no volveremos a ver florecer el granado de nuestro
jardín, nos están condenando a vivir bajo la espada de Damocles, aun a
sabiendas de que la praxis médica no es infalible.
Saber comunicar las noticias dolorosas es un don que no todo el
mundo posee, pero sin duda se puede aprender. De igual manera que los médicos
aplican protocolos hasta para sajar un grano, alguien debería instruirles sobre
las consecuencias que desencadena lo que dicen. Si se me permite aludir a mi
experiencia personal, en cierta ocasión salí de la consulta con un nuevo
amiguito: el fantasma de la guadaña. Este personaje me dio dos años infernales,
pues a cada momento me asaltaba la idea de que me moriría pronto, infierno que
se agrandaba con la creencia de que yo debía mantenerme fuerte, sin preocupar ni
apenar a quienes me rodeaban. El destino quiso que encontrara a otro
especialista que me habló en un idioma distinto. Mi dolencia sigue ahí, pero el
fantasma desapareció y yo recuperé no solo años de vida, sino la ilusión de
disfrutarla sin mayores temores que los de todo el mundo.
Si la naturaleza ha querido que no sepamos nunca dónde y cómo
escribiremos el último renglón de nuestra existencia, me parece inhumano
hacerte cargar con una fecha de caducidad que normalmente es hipotética y puede
que hasta irreal. A mí me da la impresión de que, muchas veces, los galenos se
aventuran a dar fechas o plazos para curarse en salud, colocándose el escudo
contra posibles reclamaciones antes de que estas se lleven a cabo. Medicina
defensiva la llaman.
Es importante tener en cuenta que, se acierte o no en la previsión
de la vida que le queda a un enfermo, lo cierto es que somos lo que nuestros
pensamientos van creando. Imaginemos
que, al enamorarnos, se nos informara de que esa relación terminará un
determinado día. ¿Experimentaríamos las mismas emociones? Probablemente no.
Cualquier cita romántica, encuentro placentero o detalle cariñoso muy
posiblemente quedaría empañado por un sentimiento de insignificancia, pues
resultaría difícil sustraerse a pensar algo parecido a “esto está muy bien,
pero dentro de siete meses vamos a separarnos”.
Pregunto a esos sanitarios que se aventuran a dar tales noticias
cómo se imaginan que serían sus vidas si a ellos les dijeran que apenas tienen
un año para poner en orden sus asuntos. ¿Estarían tranquilos? Se me ocurre que
muchos optarían por dejar de trabajar e irse sumiendo en la narcolepsia abúlica
de un calendario; otros romperían una relación amorosa, temerosos de no poder
dar lo que creen que el ser amado espera; algunos decidirían no engendrar ese
hijo que anhelaban; no faltaría tampoco quien cayera en depresión y quien se
enganchara a las drogas de cualquier estirpe... Es decir, con fecha de
caducidad la vida te cambia y, como esa transmutación no obedece a la voluntad
del paciente, jamás se apreciará como una renovación, sino como la carga de
estar vivo, incrementándose así el
sentimiento de culpa y la victimización por hacer contraído una dolencia de las
malas.
Dejemos que al tiempo lo sigan midiendo relojes que nunca son
exactos, que se atrasan, se estropean, se paran… Si los carillones no son
infalibles, apliquemos la fecha de caducidad solo a los artículos perecederos e
inanimados, jamás a la gente que vive, siente, piensa y solo desea ahuyentar
sus miedos. No se trata de dejar de ser
realistas, pero puestos a elegir, yo me quedo con el realismo mágico que se
obstina en llevar la contraria a las previsiones estadísticas que manejan los
médicos.
NOTA: La foto fue tomada en el Palacio de Peles (Sinaia).