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5 de agosto de 2015

Reflexiones, palomas y milagros



El otro día asistí al preestreno de la película “Ghadi”, un film libanés que recomiendo a quienes, como yo, creen en la magia de los pequeños actos diarios…. siempre que esa magia proceda de individuos ajenos a la multitud y sean capaces de tomar la delantera. Sin desvelar la trama, contaré que uno de sus hilos conductores me reafirmó lo que pienso: la masa necesita creencias comunes para sentirse felices.
Esto me llevó a recordar otra peli que vi en mayo “Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia”, de Roy Andersson. En ella, su director nos muestra en un tono menos mediterráneo cómo somos los humanos o, mejor aun, cómo aparentamos ser a los ojos de una paloma observadora. En este sentido, tal vez la sociedad no sea más que una cadena de mitos cuidadosamente engarzados, como la búsqueda ansiosa y desenfrenada de la felicidad, tarea a la que las personas dedican prácticamente la totalidad de su tiempo, descuidando quizás el sosiego que les traería caer en la cuenta de que la felicidad no es un fin ni un derecho, sino mucho más: la esencia misma de otras capacitaciones y cualidades que nos pueden hacer la vida más llevadera.
Cada cual tendrá una forma u otra de perseguir esa felicidad, pero en el fondo lo que todos anhelamos es el sosiego de sentirnos en paz con nosotros mismos. No hace mucho, una persona me confesó que rara vez estaba conforme con lo que hacía, pues siempre le asaltaba la idea de que las cosas podrían haber sido mejores. Culpa y arrepentimiento se dan la mano muchas veces para quitarnos el sueño, sobre todo porque no siempre se resuelve este binomio con un castigo, como cuando éramos pequeños. Hemos dejado la infancia para asumir responsabilidades y la mayor de todas es bailar con la música que elegimos, aunque nos equivoquemos de danza, hasta que podamos cambiar la coreografía.
La historia de la humanidad está repleta de actos infames, pero también de chispas aisladas que salvan del naufragio a quienes no se conforman con lo obvio, pues la vida es eso: nadar hasta alcanzar la orilla. Quítate el peso superfluo.

NOTA sobre la fotografía: provincia de Segovia, 2-8-2015





Verano




Desde que abandoné la infancia, el verano me sorprende cuando se encuentra bastante avanzado y los días empiezan a mermar. No me refiero a la estación, sino a la actitud y manera de estar, pues para mí “verano” es una condición, un estilo, casi un carácter. 


Percatarme de que estoy en verano me lleva a tomar la decisión de salir de mí y beberme todos los amaneceres, aprovechando la luz que me permite ver el alma de las cosas. Es urgente, porque septiembre está a la vuelta de la esquina. 

NOTA sobre la fotografía: AVE Madrid-Barcelona, 2014

30 de julio de 2015

Crónicas Rumanas (y VI): De repente un día o el éxtasis místico



Te levantas y haces lo que cada mañana vienes realizando de forma automática. Sales y te dedicas a las tareas que el día te tiene preparadas. Llamadas telefónicas, atender el correo, algún guasap simpático y otro molesto, trabajo, comida, quizá una siesta, más trabajo, un paseo… y de repente te das cuenta de que ya no lloras, no te martirizas, no te cuestionas nada porque ya sabes la respuesta y, aunque esta no te agrade, te has alejado del conflicto que otros mantienen con ellos mismos.


De repente un día eres capaz de tomarte la vida como un helado de tutti-frutti en el que se amalgaman trocitos de distintas frutas y no rechazas ninguna, pues la esencia de la golosina es esa, la mezcla.

De repente un día eres capaz de fluir como lo hace un río, hasta desembocar en el mar y comprender que no eres tan solo una ola, sino el océano mismo.

De repente un día te das cuenta de que nunca has apagado la luz de tu casa ni del camino que conduce a tu morada y que seguirá así porque no has dejado de ser tú mismo, solo que ahora eres consciente y estás abierto a todo sin esperar nada.


De repente un día se disipa la niebla.


NOTA: La fotografía del carro de helados está tomada en Sighisoara y la de la casa, en Brasov.







28 de julio de 2015

Sin fecha de caducidad




Más de uno nos hemos encontrado alguna vez frente a un diagnóstico médico poco agradable, bien contra nosotros mismos o bien en relación con alguien de nuestro entorno. Por si esto no fuera suficiente, puede que el facultativo nos regale la propina de poner fecha aproximada a nuestra cita con la Parca, en un alarde de transparencia y sinceridad que casi nunca es comprendido o aceptado de buena gana por quien lo recibe. No me estoy refiriendo a esos momentos en que el enfermo se está muriendo y los médicos avisan de que solo quedan días u horas para el desenlace, sino a esos otros casos en que, sin decirte que estás terminal, te sueltan que dentro de meses, un año, tres o quizá cinco seas polvo de estrellas y recuerdo de tus seres queridos.

Es cierto que en muchas ocasiones esas conjeturas se realizan respondiendo a las preguntas directas y ansiosas de los pacientes, pero esto en absoluto justifica que te equiparen a un yogur y sellen tu alma con una fecha de caducidad que, aunque sea imaginaria, quedará impresa en el inconsciente del enfermo con esa tinta indeleble que tan hábilmente preparan siempre el miedo y la frustración. Porque, llegados a este punto, si nos dicen que no cumpliremos los cincuenta años o que no volveremos a ver florecer el granado de nuestro jardín, nos están condenando a vivir bajo la espada de Damocles, aun a sabiendas de que la praxis médica no es infalible.

Saber comunicar las noticias dolorosas es un don que no todo el mundo posee, pero sin duda se puede aprender. De igual manera que los médicos aplican protocolos hasta para sajar un grano, alguien debería instruirles sobre las consecuencias que desencadena lo que dicen. Si se me permite aludir a mi experiencia personal, en cierta ocasión salí de la consulta con un nuevo amiguito: el fantasma de la guadaña. Este personaje me dio dos años infernales, pues a cada momento me asaltaba la idea de que me moriría pronto, infierno que se agrandaba con la creencia de que yo debía mantenerme fuerte, sin preocupar ni apenar a quienes me rodeaban. El destino quiso que encontrara a otro especialista que me habló en un idioma distinto. Mi dolencia sigue ahí, pero el fantasma desapareció y yo recuperé no solo años de vida, sino la ilusión de disfrutarla sin mayores temores que los de todo el mundo.

Si la naturaleza ha querido que no sepamos nunca dónde y cómo escribiremos el último renglón de nuestra existencia, me parece inhumano hacerte cargar con una fecha de caducidad que normalmente es hipotética y puede que hasta irreal. A mí me da la impresión de que, muchas veces, los galenos se aventuran a dar fechas o plazos para curarse en salud, colocándose el escudo contra posibles reclamaciones antes de que estas se lleven a cabo. Medicina defensiva la llaman.
Es importante tener en cuenta que, se acierte o no en la previsión de la vida que le queda a un enfermo, lo cierto es que somos lo que nuestros pensamientos van creando.  Imaginemos que, al enamorarnos, se nos informara de que esa relación terminará un determinado día. ¿Experimentaríamos las mismas emociones? Probablemente no. Cualquier cita romántica, encuentro placentero o detalle cariñoso muy posiblemente quedaría empañado por un sentimiento de insignificancia, pues resultaría difícil sustraerse a pensar algo parecido a “esto está muy bien, pero dentro de siete meses vamos a separarnos”.

Pregunto a esos sanitarios que se aventuran a dar tales noticias cómo se imaginan que serían sus vidas si a ellos les dijeran que apenas tienen un año para poner en orden sus asuntos. ¿Estarían tranquilos? Se me ocurre que muchos optarían por dejar de trabajar e irse sumiendo en la narcolepsia abúlica de un calendario; otros romperían una relación amorosa, temerosos de no poder dar lo que creen que el ser amado espera; algunos decidirían no engendrar ese hijo que anhelaban; no faltaría tampoco quien cayera en depresión y quien se enganchara a las drogas de cualquier estirpe... Es decir, con fecha de caducidad la vida te cambia y, como esa transmutación no obedece a la voluntad del paciente, jamás se apreciará como una renovación, sino como la carga de estar vivo, incrementándose así  el sentimiento de culpa y la victimización por hacer contraído una dolencia de las malas.


Dejemos que al tiempo lo sigan midiendo relojes que nunca son exactos, que se atrasan, se estropean, se paran… Si los carillones no son infalibles, apliquemos la fecha de caducidad solo a los artículos perecederos e inanimados, jamás a la gente que vive, siente, piensa y solo desea ahuyentar sus miedos.  No se trata de dejar de ser realistas, pero puestos a elegir, yo me quedo con el realismo mágico que se obstina en llevar la contraria a las previsiones estadísticas que manejan los médicos. 

NOTA: La foto fue tomada en el Palacio de Peles (Sinaia).

25 de junio de 2015

Cultura




Existen vocablos que, con el transcurso del tiempo y a fuerza de olvidar su raíz etimológica, se vuelven tan permeables que parecen autorizar a cada persona que los utilice a imprimirle su propio sentido y mantener su peculiar y concreto significado frente a otro u otros igualmente particulares.

Con la palabra cultura ocurre un tanto de esto. Independientemente de las etiquetas o apellidos que muchas veces se le colocan ("popular", "a la contra", "de masas", etc.), lo cierto es que su contenido cambia según quien la utilice y, por ende, también es distinta la relación que cada cual mantiene respecto a ella. Hay quienes la aman, quienes la buscan, quienes la aborrecen, quienes la encumbran, quienes la critican, quienes la reclaman, quienes la representan, quienes la manipulan, quienes la regulan y hasta quienes la consumen sin más. Es decir, cuesta manifestarse objetivo y ecuánime hasta el punto de que, según lo que digamos en material cultural, podrá interpretarse a nuestro favor o en contra.

La lengua quiso que cultura y cultivo procedieran del mismo término latino, por tanto,  podemos pensar que nos encontramos ante una cuestión que consiste en acondicionar algo para poder dar frutos. Sin embargo, cuando hablamos de lo primero prácticamente cabe todo, desde un tiovivo hasta la Bauhaus, mientras que si decimos de alguien que es una persona cultivada, añadimos un plus a su personalidad.

Llegados a este punto, entiendo la cultura como una forma de estar en el mundo; guarda mucha relación con la ideología y, si no siempre, a veces puede convertirse en una acción política. Evidentemente, leer a Bukowski, escuchar soul y asistir a una representación de “La fanciulla del West” pueden ser compatibles entre sí (y de hecho somos bastantes a quienes nos gustan esas tres cosas tan distintas), pero si tras unas declaraciones pacatas de algún prócer episcopal alguien dice en público que prefiere entretenerse con el autor de “Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones”, esa opción se convierte en un aguijón cargado de intencionalidad muy distinta a quien hubiera contestado que admira a Sam Cook. En el primer caso se tomaría como provocación, en el segundo como simple desinterés por lo que pudiera haber dicho el representante de los obispos. 

Nada, por tanto, es menos neutro que la cultura, no solo desde el ámbito ideológico o de valores al que me he referido, sino también por ese cultivo de la personalidad que, poco a poco, se va forjando a través de lo que leemos, escuchamos, hablamos, observamos, etc. Por eso los pueblos que, como el nuestro, paulatinamente se desentienden de ella, acaban en un cajón de sastre al albur de la consigna de cualquier cantamañanas, ya sea periodista, político, brujo o titiritero. Cultivarse es sacar lo mejor de nosotros mismos, porque nos convierte en pensadores libres… y no es lo mismo cien que ochenta, aunque podamos disfrutar y emocionarnos tanto con una canción de Jacques Brel como con la catedral de Chartres o, como yo esta semana, leyendo “Apología del metasuicidio”, de Eric Von Gerö, un autor iconoclasta que disfruta sacudiendo las columnas de los biempensantes, voten al partido que voten (o no voten).