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23 de mayo de 2020

A las ocho, asamblea general





El mes pasado les comenté que había recibido la visita de un Voltaire cocinero y a fecha de hoy debo indicarles que continúa en mi casa, no solo  entre sartenes y cacerolas, sino entretenido con la televisión. Cuando me levanto o me acuesto, me encuentro a François-Marie atento a la pantalla y tomando notas en un cuaderno de páginas azuladas que parece no terminarse nunca, aunque él insiste en que cada tres o cuatro días estrena uno, solo que los mortales como yo somos incapaces de ver las tres montañas de libretas que, al parecer, se apilan junto a uno de mis armarios. 

Le he pedido permiso para contar desde aquí cómo es el confinamiento de este filósofo estelar y su contestación ha sido rotunda: 

— Madame, no entiendo a las gentes de este tiempo, más preocupadas por lo superfluo que por la sustancia. Están ustedes tan liados con eso de las autorizaciones, las dobles firmas y la intromisión en la vida privada, que se olvidan de preservar lo verdaderamente íntimo. Si yo no quiero que se conozca de mí tal o cual cosa, descuide, que no se lo mostraré a usted.  Eso sí, le ruego ponga negro sobre blanco mi estupor por el retroceso social que percibo y el destrozo que han hecho con la libertad por la que algunos de mis contemporáneos y yo mismo luchamos con tesón. Ya sabe que mis obras combatían el fanatismo y la intolerancia. 

Al poco de instalarse aquí, cambió sus ricas ropas clásicas por un vaquero y una camisa, que al parecer “se encontró” en uno de sus paseos por las tiendas cerradas de Madrid. Ese día también apareció con una camiseta enorme para dormir, calcetines de colores, unos zapatos de cordones y ropa interior que no quiso enseñarme. Dice que lo pagó todo con varias monedas de oro, pues alguien de su posición tiene el deber moral de hacer lo correcto incluso cuando no lo ven. 

— En general, no tienen mucho gusto para vestir, Madame. Me doy cuenta de que hombres y mujeres se acicalan prácticamente igual, con ropajes plebeyos de sencilla manufactura. Creo que ese es el germen de los males que les aquejan, que no son exigentes, que se acomodan.

Y continúa con improperios hacia los gobernantes y toda persona pública que se asoma por esa televisión que tantas horas le quita. Los tacos los suelta en francés, lo que convierte en chic lo que sonaría a macarra y barriobajero  en gargantas castellanas.

Cada día, a las ocho de la tarde, convoca una asamblea en el salón de mi casa, aprovechando que yo estoy trabajando o escribiendo en otro cuarto. Además de invitar a cuantos ilustres habitan el mundo paralelo de mi cabaña, ha llamado a varias de sus amantes, señoras de muy buen ver, a las que les dirige miradas más paternales que lascivas, todo hay que decirlo (será que los años no pasan en balde). Suele someter a votación diversas iniciativas legislativas contrarias a los decretos y órdenes ministeriales que, desde mediados de marzo, inundan el Boletín Oficial del Estado. Hay una comisión, presidida por Cesare Beccaria e integrada por Cicerón, Ulpiano, Francisco de Vitoria, Montesquieu, Savigny y un simpático Ihering, que prepara recursos y enmiendas al desatino jurídico que, les oigo decir, inunda este rincón de Europa. 

También, como ha resultado ser bastante burlón y travieso, los domingos organiza citas a ciegas de filósofos y pensadores. La más sonada y divertida ha sido la de Carlos Marx y Adam Smith, que acabaron cantando “La Internacional” en inglés y a ritmo de samba.

Ayer, la asamblea de las ocho aprobó por mayoría absoluta y con el único voto en contra de la emperatriz Sissi, empadronarse todos en mi casa para pedirle al gobierno de España una pensión de esas llamadas de “mínimo vital”. Quieren demostrar que vivimos instalados en el absurdo profundo. También votaron por unanimidad, incluida la emperatriz, que, en caso de conseguir sus objetivos y como son gente de bien, emplearán las pensiones en fundar una organización que, para caso de confinamientos futuros, faciliten a las personas teletransportarse hacia el tiempo o los lugares  donde quieran vivir. 

Esta mañana, mientras miraba desde mi ventana hacia calle Bailén y veía un Madrid sacudido por esta oscura noche infinita del alma, he pensado que en el fondo esa asamblea de espectros debería gobernar el mundo porque, como anhelaba Confucio, quizá sean ellos los individuos mejor preparados, los más honrados, los más fiables y competentes; en definitiva, los que mejor pueden servir al pueblo.

También creo que no está mal lo de la teletransportación esa de la que hablan mis queridos okupas. Probablemente sea yo de las primeras en reclamar sus servicios, para poder alejarme hacia el lugar donde “todas las mañanas del mundo” pueda estar a salvo de esos espantapájaros y fantoches desdentados que tanto miedo me dan. 



NOTA 1: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” del mes de mayo de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí

NOTA 2: “Todas las mañanas del mundo” es un homenaje a la novela de Pascal Quignard, donde se aborda la relación entre Marin Marais, violista y compositor de la corte de Luis XIV, y su enigmático maestro Sainte-Colombe. Fue llevada al cine en los años noventa por Alain Corneau y su banda sonora recoge la “Marche pour la cérémonie des turcs”, de Lully, que ameniza el corte radiofónico. 

Fotografía ©️Amparo Quintana, Madrid, 2 de mayo de 2020