Visitas

17 de octubre de 2020

Cuestión de lealtades

 


El erudito no considera el oro como un preciado tesoro, 
sino la lealtad y la buena fe. 
(Confucio)


Hay poetas insignes que escribieron para niños. De las primeras cosas que aprendí a recitar fue eso de que una lagarta y un lagarto estaban llorando porque habían perdido sus anillos de desposados, pero también ha crecido conmigo ese reino del revés en el que nadie baila con los pies y dos más dos son tres. Lorca, María Elena Walsh y tantos otros forman parte de mi educación, tejida con ovillos de lanas de mil colores y cosida con telas de texturas diferentes.

Hay otros poemas, otros autores, pero quizá estos a los que me he referido sean los que salen de mis entrañas cuando menos lo espero, en mitad del sueño o mientras pago la compra. Esos lagartos tristes, sumergidos en llanto y vestidos con delantalitos blancos me recuerdan que pocas cosas hay más importantes que ser leales, porque la lealtad implica honestidad, confianza, autenticidad. 

La historia del mundo está jalonada de episodios desleales y aun hoy, en este día y a esta hora, cerca de donde ustedes viven estará sucediendo algo con trasfondo de deslealtad absoluta, es decir, algo regado con las aguas sulfurosas de la traición y, por cierto, cuando hablamos de esto no hace falta referirnos a Lady Macbeth o a Bruto, basta simplemente, para traicionar a alguien, con emboscar la realidad y nublar la memoria con fuegos artificiales y voces huecas.

Hace unos días, los ilustrados okupas que habitan mi casa invitaron a desayunar a Lev Davidovich Bronstein, más conocido por Trotsky, con el fin de debatir algunas cuestiones de la nueva enciclopedia que están escribiendo. Cuando terminaron su reunión, el revolucionario de octubre quiso conocerme y agradecerme la vista que le hice en 2004 a la isla Príncipe. 

— ¿Cómo sabe que estuve por allá?

— Los seres nómadas permanecemos en los lugares donde el azar nos ha llevado — me contestó bajando la voz como hacen quienes se creen espiados — Las circunstancias nos impiden anclar, echar raíces, pero las ramas de nuestro árbol suelen ser grandes y robustas. Por eso la vi en esas tierras del Mármara, en la que fue mi calle, ante el que fue mi refugio. Y por eso también puedo hablar con los duendes de Coyoacán o los hielos noruegos. 

Saca un puñado de papeles de uno de su bolsillos y me enseña fotos, reseñas y artículos de antes de su depuración. En esos documentos es reconocido con múltiples méritos; aparece al lado de sus correligionarios o en actos oficiales. Sabemos que sus críticas al estalinismo le valieron el presidio, ser borrado de la historia oficialista, ser perseguido por medio mundo y acabar asesinado a manos de un cancerbero fiel a las órdenes de un sistema tirano, desleal y traidor con todo aquello que no casara con la “nueva normalidad” impuesta por un dictador disfrazado de otra cosa; un sátrapa de los que, sabiéndose inferiores, quieren a toda costa poner la guinda del pastel para que se hable de ellos y de sus obras, que por cierto normalmente van marcadas de ignominia, abuso y mezquindad. 

— A veces he pensado que todo comenzó cuando me rebelé y censuré la forma en que acabaron con el zar y su familia. No hacía falta tanto ensañamiento, tanta tierra quemada alrededor de Nicolás II. ¿Qué responsabilidad tuvieron sus hijos, parientes o lacayos acerca de lo que hizo el último emperador de Rusia? Pero siempre es así. También sucedió con mi familia y mis amigos; incluso inventaron un nuevo vocablo, “trotskista”, para señalar a todo aquel que era contrario a Stalin y al relato maquillado que, contra viento y marea, iba a imponerse hasta su muerte. Algunas personas, cuando se saben no aceptadas o puestas en tela de juicio, sobre todo si tienen poder o dirigen una nación, son proclives a trasladar el problema hacia otra parte y, así, elaboran la diabólica ecuación en la que la equis somos cualquiera y la equis siempre es igual a “reaccionario" y “enemigo del progreso”. Por eso tratan de reescribir la Historia. 

Seguimos hablando de su revolución permanente, que incuestionablemente pasa por señalar los defectos y grietas del poder gobernante, y de los días mexicanos en que plantaba cactus mientras canturreaba en español o escribía con Breton su manifiesto “Por un arte revolucionario independiente”, texto que aboga por la libertad ilimitada del arte respecto al Estado y los aparatos políticos. También me habla de Frida y del mirlo que cruzaba su frente, de aquel amor furtivo que resuena en su cabeza con la impronta de una voz grave. Y todo esto me lo cuenta en un castellano que huele a nopal, aluxes y rebozo. 

Al irse, me estrecha la mano advirtiéndome de que algunos querrán hacernos creer que el fin justifica los medios, — pero no se olvide, querida Amparo, de que no siempre hay algo que justifique ese fin. Manténgase alerta y guarde fotos, recortes, reseñas que, en tiempos de flojera, le demuestren que las cosas no fueron como las quieran pintar. 

La intensidad de esta visita me empuja a salir y dar un paseo por el parque del Retiro. Siempre he pensado que, a falta de espíritu nacionalista, el madrileñismo consiste en amar ese parque. De ahí que haya madrileños de  Lima, Nueva York, Huelva o Linares. Paso al lado del llamado Ahuehuete del Parterre, un árbol de más de veinte metros que la tradición dice estar ahí plantado desde el siglo diecisiete. Alguien lo trajo de las Américas y su tronco y su copa corroboran, a priori, que tiene muchos años y que sus ojos han visto muchas cosas. Como está protegido con una verja, no puedo abrazarlo ni buscar refugio bajo alguna de sus ramas. He de conformarme con interpretar su lenguaje y descifrar las palabras que me llegan a través del aire. 

Madrid es una cuidad amada y odiada a partes iguales. Cuando en los ochenta decíamos aquello de “Madrid me mata”, en realidad queríamos  decir que morimos por ella, por su resistencia cuajada de defectos, su desorden cargado de lógica, la luz magenta que tiñe fachadas y avenidas. Es una pena que, por estar en el centro de todo, por ser capital administrativa de un Estado dividido, sea la diana de todos los dardos. Por cuestión de lealtad al suelo que pisé cuando aprendí a andar, quiero a Madrid y me duele la ligereza con que disponen del destino de quienes la habitamos. Es más, este cariño a mi ciudad no me impide amar a Barcelona, San Sebastián, Málaga o Alicante y desear para todas ellas que no sean jamás víctimas de gobernantes, autonómicos o centrales, miopes y malhadados. 

Por eso, por cuestión de lealtad y aunque haya momentos de vértigo y vacío, estaré contigo, sí, contigo que ahora me escuchas o lees, cuando veas que la versión oficial te humilla.


NOTA: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” grabado en septiembre de 2020 y que puede escucharse pinchando aquí 

Fotografía ©️Amparo Quintana. Ahuehuete del Parterre. Madrid, 25 de agosto de 2020