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16 de julio de 2021

El dominó de Montesquieu

 


Desde la última vez que me asomé al mundo exterior a través de esta tribuna, han sucedido miles de cosas, a tenor de lo que cuentan radios,  diarios y televisiones. Sin embargo, me da la impresión de que lo mejor se queda siempre de puertas para adentro. Es decir, lo más sustancioso sería aquello que no se comparte con el gran público ni individualmente con las humildes personas que lo formamos. ¡Lo que daría yo por colarme en los consejos de ministros, cumbres políticas, deliberaciones de algunos tribunales y negociaciones de altos vuelos, para así hacerme una cuenta cabal de la realidad, sin tamizarla  con los cedazos de otros y sin que me la interpreten! 

Tengo la impresión de que mi mundo paralelo no es tal  y que en realidad es el BOE el que establece un lugar artificioso e irreal que acaba constriñéndonos como una bota estrecha. Lo mismo cabe decir con el que otrora se llamó “cuarto poder” y hoy no es más que un juguete en manos de intereses comerciales y ansias de percibir o seguir percibiendo favores y prebendas. 

El Tribunal Constitucional ha declarado inconstitucional el primer estado de alarma que nos regaló este gobierno pinturero (me refiero el español). Y yo me pregunto, si esa norma primigenia conculcó todo lo conculcable (como venían advirtiendo muchos, incluidos mis fantasmales compañeros de piso), las decenas de decretos y más decretos que han fundido las meninges de quienes debían leerlos para aplicarlos, en buena lógica también están viciados.  

Sin embargo, me temo que todo vaya a seguir igual y que la mayoría de la gente se quede tan contenta sin ser conscientes de la gravedad de las cosas, no por su culpa, sino porque cada tiempo tiene sus censores y cada época sus tiranos. Esa censura siempre obedece a dos cuestiones:  

  1. O salvaguardar las esencias del poder dominante ya instalado, como sucede en las dictaduras y gobiernos que, sin serlo oficialmente, son absolutistas o, como se dice ahora, totalitarios). 
  2. O defender las esencias del pensamiento dominante que aspira a instalarse y que casi siempre se instala en democracias, imponiéndonos la idea de que debemos ser políticamente correctos. 

En fin, que hagamos lo que hagamos siempre estamos al borde el precipicio, como cuando de pequeños descubrimos que se puede pecar de palabra, obra y omisión, por activa o por pasiva, pensamientos inclusive. 

Para esa forma de doblegación que en definitiva son la censura y la autocensura, desde arriba se utilizan dos armas fundamentales: el pan y el circo, juntos o por separado. Estos elementos de alivio y regocijo vienen a ser como el poli bueno que anima al detenido a colaborar y no percatarse de que las paredes que lo circundan son igual de feas, sombrías e inseguras que con el poli malo. Si en la antigua Roma se trataba de apaciguar a las poblaciones potencialmente levantiscas con juegos y gladiadores, ante la retahíla de infortunios que nos van cayendo a los ciudadanos de a pie, los mandatarios nos tiran desde arriba panes en forma de licencia para quitarnos las mascarillas al aire libre, fomento de los viajes turísticos y frases extremadamente cursis que invitan a que veamos la vida en technicolor y pasemos por alto la crisis sanitaria, económica y moral que padecemos. Me viene a la memoria, mientras escribo esto, la opereta “La Corte de Faraón”, donde el coro alaba a un Putifar pagado de sí mismo y ajeno a la realidad; un Putifar que en la tradición judeocristiana ordena encerrar a José porque prefiere caer en una mentira acomodada que respaldar una verdad incómoda.

— Usted también se censura — me indica una Pardo Bazán que cotillea por encima de mi hombro lo que voy anotando. — Haga el favor de ser valiente  y decir que he emigrado a Madrid porque ya no hay quien esté en el Pazo de Meirás. ¡Mire que llevaba un siglo tan tranquilita allí disfrutando desde la orilla espectral de la que fue mi casa! Apenas me molestaba nadie; tampoco  los inquilinos que acaban de desahuciar, pues en realidad solo correteaban y dormitaban algunas semanas en verano. El resto del tiempo era para mí y para los amigos que me visitaban — me dice con coquetería —. Pero ahora, abierto al público, me siento como si estuviera en un escaparate con las enaguas expuestas. ¡No aguanto a los visitantes y turistas que acuden a museos y lugares históricos como quien engulle queso!  

— Tengo entendido que de momento solo se puede transitar por los jardines, doña Emilia.  

— ¿Pero usted sabe la sarta de estupideces que cuentan sobre mí algunos guías? ¿Y las bobadas que pregunta el personal? Ahora resulta que solo soy un paladín del feminismo porque me separé de mi marido, que dejé a mis hijos al cuidado de su abuela para dedicarme a viajar y frecuentar tertulias, y que simultaneé los brazos de Benito con los de Lázaro Galdiano.  

— ¿Y no es verdad nada de eso?  

— Es cierto, pero a medias, como todas las verdades que se establecen en cada época. Pretendiendo hacerle un favor a mi persona, destacan unas cosas que solo pueden ser aplaudidas por títeres y corifeos, de esos que se tragan lo que les cuentan sin atisbo no ya de cuestionamiento, sino de curiosidad por profundizar e ir descubriendo por ellos mismos qué hay tras una fachada construida a mayor gloria del pensamiento dominante. Cuando oigo decir cosas de mí, lloro de impotencia por no poder revelarme presencialmente y aclarar que nunca fui una casquivana, que amé a mi familia y a mis hijos por encima de todo, que fui católica hasta el final de mis días, que viví las guerras carlistas desde la orilla carca o que Concepción Arenal se enfadó muchísimo conmigo a costa de un ensayo que escribí sobre el Padre Feijoo y resultó premiado, o que apoyé públicamente a la segunda mujer de Rubén Darío, Francisca Sánchez del Pozo,  cuando académicos y ateneístas le daban la espalda no tanto por convivir en adulterio, sino porque era campesina, de familia humilde y analfabeta.  

— A propósito, — cambia de tema — he visto que tiene usted en su biblioteca casi todo lo que Benito publicó. 

— Me gustan más unas obras que otras, doña Emilia, pero en efecto tengo muchas cosas suyas.  

— Pues no lo espere mientras yo esté en su casa. Lo abdujo el alma de un gato santanderino y a partir de entonces solo recibí de él bufidos, arañazos y tarascadas. Es curioso que los tres hombres que amé apasionadamente estudiaran, con mejor o peor resultado cada uno, la carrera de Derecho.  

Y mientras evoca esta circunstancia, la Pardo Bazán se integra en la tertulia de los filósofos juristas, que andan muy alborotados últimamente a costa del BOE.  

El 25 de junio entró en vigor en España la ley de la eutanasia. Según algunos, hoy somos un país más moderno y acorde con los tiempos. Fíjense que yo pensaba que uno de los parámetros que indicaba nuestro progreso social era la esperanza de vida y resulta que no, que no éramos del todo una sociedad avanzada porque lo económicamente plausible es no invertir en cuidados paliativos y ahorrar en investigación de tratamientos que contribuyan a que la gente pueda vivir cada vez más y en mejores condiciones. Imagino que quienes deciden todo esto deben de verse a sí mismos jóvenes y sanos per secula seculorum, pues de lo contrario no se entiende. El asunto no es estar a favor o en contra de la eutanasia, pues las cuestiones complejas no deben abordarse con un pueril sí o no, sino legislar de una manera holística, teniendo en cuenta a todo el sustrato humano que habita en un Estado, reconociendo distintas realidades, diferentes necesidades. Hablar de diversidad y proponer un solo modelo de pensamiento es estafar, es presentarse como salvavidas en un naufragio causado por ellos mismos, es abrazar el totalitarismo más palpable, aunque lo llamen de otra manera.  

No hay peor censura que la autocensura y es probable que doña Emilia tenga razón cuando me regaña por medir las palabras y no atreverme a llamar nazis a estos progres de verbena que han tocado el cielo por una carambola del destino, jugando con los dados que les prestó el diablo.  

Pero también se autocensuraron mujeres y hombres con nombre propio en la Historia, como Hildegarda de Bingen, obligada por sí misma a aplacar su sabiduría para que no la tildaran de bruja o poseída. Hubo de llegar a abadesa para atreverse a hablar del deseo sexual de la mujer y del orgasmo femenino (siglo XII) en sus libros de ciencias naturales, o reinterpretar el Génesis para liberar a Eva de la expulsión del Paraíso y del pecado original.  

Mientras tanto, vayan al teatro, acudan al cine, lean, visiten museos… En un mundo donde la mentira sale gratis y hasta los periódicos han dejado de ser medios de noticias para convertirse en órganos de propaganda, contemplar un cuadro, escuchar música o releer un poema es lo que más nos acerca a la esencia del ser humano, a la mística de Hildegarda o al Espíritu de las Leyes de un Montesquieu que se cree herido de muerte y, para evadirse, juega al dominó con quien se le acerca. Ahora está con Emilia Pardo Bazán, que con parsimonia gallega nos dice: “el mundo es un conjunto de ojos, oídos y bocas que se cierran para lo bueno y se abren para lo malo”.  

NOTAS: Este artículo forma parte de mi intervención “En paralelo", dentro del podcast “Te cuento a gotas” correspondiente al mes de julio de 2021 y que puede escucharse aquí 

Música para acompañar: “Romanzo”, de Ennio Morricone.  

Fotografía ©️Amparo Quintana. Madrid, 3 de julio de 2021 (Exposición de Pep Agut, “Meridiano de Madrid: sueño y mentira”. MNCARS, Palacio de Cristal).